Guy de Maupassant: Aparición

Guy de Maupassant : Apparition

Sinopsis: Aparición (Apparition) es un cuento de Guy de Maupassant, publicado en Le Gaulois el 4 de abril de 1883. Relata la inquietante experiencia de un anciano marqués que, en una reunión social, decide compartir un suceso que lo ha atormentado durante más de cincuenta años. En su juventud, un viejo amigo le pide que recupere unos documentos de su antigua casa. Al llegar, el marqués se encuentra con una atmósfera de abandono y un ambiente lúgubre que será escenario de una experiencia aterradora, que le dejará una huella de miedo imborrable.

Guy de Maupassant - Aparición

Aparición

Guy de Maupassant
(Cuento completo)

A última hora de la velada, en una residencia suntuosa y antigua de la calle de Grenelle, hablóse de secuestros con motivo de un reciente proceso, y cada cual refería una historia, que aseguraba ser verdadera.

El marqués de la Tour-Samuel, anciano de ochenta y dos años, levantóse y, reclinándose con un codo apoyado en la chimenea, dijo, alzando la voz, algo temblona:

—Yo sé también un episodio raro, tan raro que ha sido la obsesión de toda mi vida. Cincuenta y seis años hace ya que me ocurrió semejante aventura, y no pasa un mes, desde tan larga fecha, sin que se me reproduzca en sueños. Me ha dejado una impresión, un vestigio de miedo imborrable. Me obsesionó, durante diez minutos, un espanto indecible, y desde aquel día siento constante zozobra. Los ruidos inesperados me hacen estremecer; los objetos que se me ofrecen borrosos en la sombra del crepúsculo, me inspiran frenéticas ansias de huir; en una palabra: me asusta la oscuridad.

¡Oh! No habría confesado esto antes de llegar a la vejez: ahora ya no me avergüenza decirlo; no es deshonroso, a los ochenta y dos años, temer peligros imaginarios; ante los peligros reales no he retrocedido nunca, señoras, nunca.

Esa historia trastornó mi espíritu de tal modo, dejó en todo mi ser una turbación tan grande, tan misteriosa y terrible, que no he querido referirla jamás. La tuve oculta en el rincón donde guardamos los secretos tristes o vergonzosos, todas las debilidades que padecimos en nuestra existencia.

Voy a contarles mi aventura tal como sucedió, sin tratar de razonarla. Y bien pudiera, pues no creo haber padecido una hora de locura; no estaba loco, y se lo probaré a ustedes. Juzguen como les plazca. Me limito a referir sencillamente los hechos.

En julio de mil ochocientos veintisiete, yo estaba de guarnición en Ruán. Paseando una mañana por el muelle, creí reconocer a un hombre que pasaba, sin recordar fijamente quién era. Por un impulso instintivo me detuve y aquel hombre se arrojó en mis brazos.

Era un amigo de la juventud a quien yo quería mucho. No lo había visto en cinco años, durante los cuales él envejeció medio siglo. Tenía los cabellos completamente blancos, iba encorvado, con apariencia de caduco y enfermo. Al notar mi sorpresa, me refirió su vida. Le había herido una terrible desgracia.

Enamorado locamente de una señorita, se había casado con ella, en un éxtasis de felicidad. Y al año de una dicha inextinguible, de pasión incesante, su mujer había muerto repentinamente del corazón, asesinada, sin duda, por sus amores.

El mismo día del entierro abandonó la residencia campestre donde fue tan dichoso, trasladándose a su casa de Ruán, y allí vivía solo, desesperado, roído por el dolor; tan triste, que pensaba en el suicidio a cada instante.

—Ya que nos encontramos inesperadamente —me dijo—, voy a rogarte que me hagas el favor de ir a donde fui tan dichoso con ella y recojas unos papeles que necesito. No puedo encargárselo a nadie más que a ti, porque la comisión es delicada: sólo se puede confiar en un verdadero amigo. Yo por nada en el mundo pisaré jamás aquellos lugares.

Llevarás las llaves de mi alcoba y de mi escritorio, que yo mismo cerré, y una carta para el jardinero que tiene las otras llaves. Almorzarás mañana conmigo y hablaremos del asunto.

Yo le prometí hacerle un servicio, que al fin y al cabo se reducía, para mí, a un paseo a caballo. La residencia campestre de mi amigo distaba sólo unas cinco leguas de Ruán.

Al día siguiente, a las diez, fui a verlo. Almorzamos juntos, pero él no pronunció ni veinte palabras. Me rogó que le dispensase, porque la idea de mi visita de registro a las habitaciones donde yacía su felicidad, le trastornaba. Estaba muy preocupado, inquieto, como si en su alma librase un misterioso combate.

Por último, explicó exactamente lo que yo había de hacer; y era bien sencillo: buscar dos paquetes de cartas y un rollo de papeles guardados en el primer cajón de la derecha del mueble, cuya llave me dio, añadiendo:

—Creo inútil rogarte que no leas nada.

Me sentí mortificado por aquel ruego, y se lo manifesté con viveza; pero él balbució:

—Perdona. ¡Sufro espantosamente!

Y se puso a llorar.

A la una lo dejé para cumplir su encargo.

Hacía un tiempo espléndido; al trote largo, atravesaba los prados, oyendo el canto de las alondras y el rítmico chocar de mi sable contra mi bota. Ya en el bosque, puse mi caballo al paso. Algunas ramas de árboles me acariciaban el rostro, y apresaba entre los dientes una hoja que mordía con avidez, agitado por esas alegrías de vivir que nos envuelven, sin motivo, en una felicidad inmensa, incomprensible: una especie de borrachera vital.

Próximo a llegar, saqué del bolsillo la carta que me dio para el jardinero; y, con sorpresa, la vi cerrada. Me irritó de tal modo que a punto estuve de volverme sin cumplir el encargo; pero luego pensé que revelaría una susceptibilidad de mal gusto con un verdadero amigo, que pudo muy bien cerrar el sobre inadvertidamente, anonadado como estaba.

Parecían gravitar sobre la casa veinte años de abandono. El portillo, abierto y apolillado; la hierba cubría los paseos; el césped, los macizos, confundíanse, formando todo una masa verde.

Al ruido que hice dando puntapiés en una persiana del piso bajo, asomó un viejo, muy sorprendido al verme. Cuando me hube apeado, le di la carta. El hombre la leyó, la releyó, se la pasó varias veces de una mano a otra, me observó de pies a cabeza, y al fin, guardándosela en un bolsillo, preguntóme:

—¿Qué desea usted?

Yo contesté bruscamente:

—Ya lo sabe, puesto que recibe órdenes de su amo en ese papel. Necesito entrar en la casa.

El viejo pareció aterrarse y dijo:

—¿De modo… que usted desea… entrar en la casa?

Impacientándome ya, respondí:

—¡Demonio! ¿Acaso pretende usted interrogarme?

—No, no, señor —balbució— pero es que… desde… aquella desgracia horrible no se han abierto las habitaciones del señor. Si usted quiere aguardar cinco minutos, iré…, a ver si…

—Pero ¿usted se burla? —Exclamé lleno de cólera—. ¿Cómo podría usted entrar mientras yo no le diera la llave que traigo?

El hombre no supo qué responder.

—En ese caso, indicaré al señor el camino.

—Acompáñeme sólo hasta la escalera y retírese. Ya sabré orientarme.

—Pero… caballero…, si…

Entonces me indigné de veras.

—Cállese, déjeme, obedezca, ¡o se lo diré de otro modo!

Le di un empujón, atravesé la cocina y dos pequeñas habitaciones que ocupaban el jardinero y su mujer; luego, un espacioso vestíbulo; subí la escalera, reconociendo al punto la puerta indicada por mi amigo.

Abrila fácilmente y entré.

El aposento estaba tan oscuro, que de pronto no advertí nada. Me detuve sobrecogido por el tufo que desprenden las habitaciones abandonadas y cerradas. Luego, poco a poco, mis ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad y descubrí claramente un espacioso aposento desordenado, con un lecho sin sábanas, que, en una de sus almohadas, permitía ver la profunda huella de una cabeza o de un brazo, como si alguien acabara de apoyarse.

Las sillas estaban en desorden, y observé que un postigo, de un armario tal vez, había quedado entreabierto.

Dirigíme a la ventana con la idea de abrirla para tener más luz; pero los herrajes de los postigos hallábanse tan oxidados que no pude moverlos. Probé a rajar la madera con el sable, pero todo fue inútil. Cansado ya de hacer esfuerzos y acostumbrándome a la oscuridad, renunciando a ver más claro, me dirigí al escritorio.

Sentéme en el sillón, bajé la tapa y abrí el cajón indicado. Estaba completamente lleno; yo debía coger sólo tres paquetes y sabiendo ya cómo distinguirlos, comencé a buscar.

Abría desmesuradamente los ojos para descifrar las inscripciones, cuando de pronto, creí oír, o más bien sentir, un roce a mi espalda. No puse gran atención en ello, creyendo que una corriente de aire habría hecho mover alguna cortina; pero al poco rato sentí otro roce, casi imperceptible que me produjo un ligero y desagradable estremecimiento. Me parecía tan estúpido recelar que ni quise volverme. Acababa de apartar el segundo paquete y veía ya el tercero, cuando un triste y profundo suspiro, resonando en el aposento, me hizo dar un salto, para retroceder. En mi turbación, puse la mano en el puño de mi sable; si no hubiese llevado armas, habría huido como un cobarde.

Una mujer esbelta, vestida de blanco, de pie junto al sillón donde yo estuve sentado, me miraba.

Sentí en todo mi cuerpo tal sacudida, que poco me faltó para caer de espaldas. ¡Oh! Nadie puede comprender, sin haberlos padecido, esos terrores horribles y estúpidos. El alma desfallece, no palpita el corazón, el cuerpo se ablanda como una esponja, se desquicia todo nuestro ser.

Yo no creo en los fantasmas; y, sin embargo, me sentí poseído por un miedo terrible a los muertos, y padecí en unos instantes más que en todo el resto de mi vida, en la irresistible congoja de aquel sobrenatural espanto.

¡Si aquella mujer no hubiese hablado, yo tal vez habría muerto! Pero habló; habló con voz dulce y dolorosa que hacía vibrar los nervios. No me atrevo a decir que llegué a sentirme dueño de mí, oyéndola, y a recobrar la razón por completo, no; estaba desconcertado, aturdido, sin saber lo que hacía; pero mi arrogancia y el orgullo propio de mi carrera me permitieron mostrarme digno; lo estuve sin duda para ella, fuese lo que fuese, mujer o espectro. Me di cuenta de todo mucho después, porque aseguro a ustedes que, ante la inexplicable aparición, yo no reflexionaba: tenía miedo.

Ella me dijo:

—Caballero, ¡puede usted hacerme un favor muy grande!

Quise responder, pero no pude articular una palabra.

Ella prosiguió:

—¿Quiere usted servirme? ¡Usted puede salvarme, puede remediarme! ¡Padezco atrozmente!

Sentóse, y seguía mirándome:

—¿Quiere usted servirme?

Yo dije que «sí» con la cabeza, pues aún tenía la voz paralizada.

Entonces ella me presentó un peine, murmurando:

—Péineme usted, ¡oh! ¡Péineme! Así me aliviará. Necesito que me peinen. Mire usted mi cabeza… ¡Cuánto sufro! ¡Cuánto daño me hacen los cabellos!

Y su cabellera larga, negra, cayó desprendida tras el respaldo del sillón, hasta el suelo.

¿Por qué tomé aquel peine temblando? ¿Por qué oprimí sus larguísimos cabellos, que me producían una terrible sensación de frío, como si hubiera empuñado un manojo de serpientes? Lo ignoro.

Aquella sensación quedó impresa de tal modo en mis dedos, que tiemblo aún al pensarlo.

La peiné, manejé no sé cómo su cabellera de hielo, sujetándola, soltándola, retorciéndola, trenzándola como se trenzan las crines de un caballo. La mujer suspiraba, inclinando la cabeza; parecía dichosa.

De repente dijo: «Gracias», arrebató el peine de entre mis manos y huyó por el postigo que antes vi entreabierto.

Quedé solo. Durante un momento sentí la confusa turbación que sentimos al despertar de una pesadilla. Luego, serenándome, acerquéme a la ventana y abrí las maderas, haciendo saltar los herrajes de un tirón furioso.

Entró una ola de luz; acerquéme al postigo, por donde había desaparecido la mujer, y no cedió.

Sobrecogióme un ansia de huir, un pánico espantoso, el verdadero pánico de las derrotas. Cogí bruscamente los paquetes que habían quedado en el escritorio, crucé como un loco el aposento, salté los escalones de cuatro en cuatro, halléme fuera sin saber por dónde había salido; viendo mi caballo, monté de un brinco y partí al galope.

No paré hasta Ruán, frente a mi casa. Cogió la brida mi asistente y subí, encerrándome para reflexionar.

Durante una hora me pregunté ansiosamente si habría sido juguete de una triste alucinación. Seguramente, había sufrido un incomprensible trastorno de los nervios, una de esas agitaciones cerebrales que hacen creíbles los milagros y a los que debe su poderío lo sobrenatural.

Resolvíame a suponerlo todo alucinación, engaño de mis sentidos, cuando me acerqué a la ventana y, por casualidad, bajé los ojos hacia el pecho. ¡Mi dolmán estaba lleno de largos cabellos de mujer que se habían enredado en los botones! Cogílos uno a uno y los eché fuera, con los dedos temblorosos.

Luego llamé a mi asistente. Me sentía con exceso angustiado y turbado para ir de pronto a casa de mi amigo. Además, quise reflexionar con mucha calma lo que le diría.

Envié los paquetes de las cartas, rogándole que diera recibo al soldado. Preguntó por mí, y al decirle que me hallaba indispuesto, porque había cogido una insolación, pareció inquietarse.

A la mañana siguiente fui a su casa, resuelto a decirle toda la verdad; pero había salido la víspera y no había regresado aún. Volví más tarde y tampoco le hallé. Pasé una semana sin verlo. No apareció más. Di parte al Juzgado. Todas las investigaciones fueron inútiles. No aparecía, ni rastro siquiera.

Se hizo un minucioso registro en su residencia campestre abandonada; ningún indicio reveló que allí hubiesen escondido a una mujer.

No consiguiéndose resultado, se dieron por terminadas las diligencias.

Y al cabo dé cincuenta y seis años, como el primer día, no he podido averiguar nada.

FIN

Guy de Maupassant : Apparition
  • Autor: Guy de Maupassant
  • Título: Aparición
  • Título Original: Apparition
  • Publicado en: Le Gaulois, 4 de abril de 1883
  • Traducción: Luis Ruiz Contreras

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