H. P. Lovecraft: Las ratas de las paredes

En «Las ratas en las paredes» de H. P. Lovecraft, un acaudalado empresario estadounidense se muda a Exham Priory, una antigua mansión familiar que ha restaurado. La propiedad, deshabitada desde el reinado de Jacobo I tras una tragedia que llevó a su antepasado Walter De La Poer a huir a América, es objeto de temores y supersticiones locales. A pesar de su escepticismo, el protagonista empieza a notar comportamientos extraños en sus gatos y ruidos inexplicables que parecen provenir de las paredes. Con la ayuda del capitán Norrys y otros expertos, descubre que la mansión oculta secretos macabros relacionados con rituales ancestrales y horrores inimaginables.

H. P. Lovecraft - Las ratas de las paredes

Las ratas de las paredes

H. P. Lovecraft
(Cuento completo)

El 16 de julio de 1923 me mudé a Exham Priory en cuanto el último obrero acabó su trabajo. La restauración había sido una empresa de envergadura, porque quedaba poca cosa del desmantelado edificio salvo su cáscara ruinosa; pero dado que había sido morada de mis antepasados, no quise renunciar por cuestión de presupuesto. El lugar no había sido habitado desde el reinado de Jacobo I, época en que una tragedia horrorosa, aunque poco explicada, acabó con el señor, cinco de sus hijos y varios criados, arrojando una sombra de sospecha y terror sobre el hijo tercero, mi predecesor por línea directa, y único superviviente de la odiada estirpe. Con este único heredero denunciado como homicida, la propiedad revirtió a la corona, puesto que el acusado no hizo intento de exculparse ni de recuperar la propiedad. Dominado sin duda por un horror superior al de la conciencia o la ley, y manifestando tan sólo un deseo frenético de borrar el antiguo edificio de su vista y su memoria, Walter de la Poer[1], undécimo barón de Exham, huyó a Virginia, donde fundó la familia que un siglo después fue conocida como Delapore.

Exham Priory había estado desocupado, aunque más tarde fue incorporado al patrimonio de la Familia Norrys, y muy estudiado por su arquitectura particularmente compuesta; una arquitectura en la que había torres góticas sobre una infraestructura sajona o románica cuyos cimientos a su vez eran de un orden o mezcla de órdenes más antiguos: romanos, o incluso druídicos o galeses, si las leyendas dicen la verdad. Sus cimientos son muy singulares, y en un lado se funden con la sólida caliza del precipicio desde cuyo borde el priorato domina un valle desolado que hay tres millas al oeste del pueblo de Anchester. A los arquitectos y los arqueólogos les fascinaba estudiar esta extraña reliquia de siglos olvidados; pero los campesinos la odiaban. La habían odiado hacía siglos, cuando vivían en ella mis antepasados, y la odiaban ahora, con el musgo y el moho del abandono cubriéndola toda. Aún no llevaba yo un día en Anchester, cuando supe que provenía de una casa maldita. Y esta semana los obreros han volado Exham Priory, y se afanan en borrar cualquier vestigio de sus cimientos.

Siempre he sabido la estricta estadística de mi ascendencia, así como que mi primer antepasado americano llegó a las colonias envuelto en una extraña bruma. Sin embargo, me habían tenido totalmente ignorante de los detalles mediante una política de reserva siempre mantenida por los Delapore. A diferencia de nuestros vecinos colonos, no presumíamos de antepasados cruzados u otros héroes medievales o renacentistas; ni nos transmitíamos de unos a otros tradición ninguna, salvo quizá cierto documento guardado bajo sello que cada squire, antes de la guerra civil, encomendaba a su primogénito para que lo abriese a su muerte. Las glorias que apreciábamos eran las obtenidas desde la emigración: glorias de una estirpe orgullosa y honrada, aunque algo reservada e insociable.

Durante la guerra perdimos nuestra fortuna; y el incendio de Carfax[2], nuestro hogar a orillas del James, cambió totalmente nuestra existencia. En ese ataque incendiario pereció mi abuelo, de edad avanzada, y con él se perdió el sobre sellado que nos ataba al pasado. Hoy recuerdo ese incendio tal como lo presencié a los siete años, con los soldados federales gritando, las mujeres chillando, y los negros aullando y rezando. Mi padre estaba en el frente, en la defensa de Richmond, y tras muchas formalidades, mi madre y yo pudimos cruzar las líneas para reunirnos con él. Cuando acabó la guerra nos trasladamos al norte, de donde procedía mi madre; allí crecí, maduré, y finalmente hice fortuna como un yanqui impasible. Ni mi padre ni yo supimos nunca cuál era el contenido del sobre hereditario, y al sumergirme en el monótono mundo de los negocios de Massachussets perdí todo interés por los misterios que evidentemente se ocultaban en la parte más baja del árbol familiar. ¡De haber sospechado su naturaleza, con qué gusto habría abandonado Exham Priory a su moho, sus murciélagos y sus telarañas!

Mi padre murió en 1904, aunque sin dejarnos ningún mensaje ni a mí ni a mi único hijo, Alfred[3], de diez años y sin madre. Este niño fue el que invirtió el orden de la información familiar; porque mientras yo sólo podía ofrecerle en broma hipótesis sobre nuestro pasado, él, cuando la última guerra le llevó a Inglaterra en 1917 como oficial de aviación, me escribió hablándome de ciertas leyendas ancestrales muy interesantes. Al parecer los Delapore tenían una leyenda dramática, y quizá siniestra; porque un amigo suyo, el capitán Edward Norrys, del Royal Flying Corps, vivía en Anchester, cerca del solar familiar, y le contó ciertas supersticiones campesinas que pocos novelistas podrían igualar por lo desquiciadas e increíbles. Norrys, naturalmente, no las tomaba en serio; pero divertían a mi hijo y le proporcionaban bastante material para las cartas que me mandaba. Estas leyendas hicieron finalmente que me interesase por mi herencia transatlántica, y me decidieron a comprar y restaurar la casa familiar que Norrys mostró a Alfred en su pintoresco abandono, y le ofreció por una cantidad sorprendentemente razonable, dado que su tío era el actual propietario.

Compré Exham Priory en 1918, pero la casi inmediata llegada de mi hijo mutilado hizo que abandonase la idea de restaurarlo. Durante los dos años que vivió no pensé en otra cosa que en cuidarle, dejando incluso la dirección de mi empresa en manos de mis socios. En 1921, privado de mi hijo y sin objeto en la vida, industrial retirado y ya no joven, decidí distraer los años que me quedaran con mi nueva propiedad. Visité Anchester en diciembre, y fui recibido por el capitán Norrys, un joven rollizo y afable que había tenido en gran estima a mi hijo, al que pedí colaboración en la tarea de recoger planos y anécdotas que pudiesen orientar en el proyecto. Visité sin emoción el edificio de Exham Priory, una mezcolanza de inestables ruinas medievales cubiertas de líquenes y horadadas de nidos de grajos, asomado peligrosamente al borde de un precipicio, y desnudo de pavimentos y demás detalles interiores, salvo las paredes de piedra de las torres aisladas.

Una vez que hube recuperado la imagen del edificio tal como había sido cuando lo abandonaron mis antepasados más de tres siglos antes, empecé a contratar obreros para su reconstrucción. En cada caso me veía obligado a alejarme de la localidad vecina, ya que los habitantes de Anchester sentían un temor y un odio casi increíbles al lugar. Esta aversión era tan grande que a veces se contagiaba a los trabajadores de fuera, lo que ocasionaba muchas deserciones; y al parecer comprendía tanto al priorato como a su antigua familia.

Mi hijo me había contado que solían evitarle en sus visitas porque era un De la Poer; y ahora descubrí que también a mí me aislaban sutilmente por la misma razón, hasta que convencí a los campesinos de que sabía muy poco de la propiedad. Incluso entonces me miraban con manifiesta antipatía, de manera que la mayoría de las tradiciones del pueblo las tuve que recopilar por mediación de Norrys. Lo que la gente no perdonaba, por lo visto, era que hubiese venido a restaurar un símbolo tan detestable para ellos; porque, razonable o no, con fundamento o sin él, consideraban Exham Priory nada menos que como una guarida de demonios y hombres-lobo.

Juntando las historias que Norrys recogió para mí, y completándolas con relatos de varios expertos que habían estudiado las ruinas, deduje que Exham Priory se alzaba en el solar de un templo prehistórico, de una construcción druídica o predruídica seguramente contemporánea de Stonehenge[4]. Pocos dudaban que debieron de celebrarse en él ritos indescriptibles; y había historias desagradables sobre el traslado de esos ritos al culto a Cibeles que habían introducido los romanos. Aún eran visibles algunas inscripciones en el sótano inferior, en las que se leían de manera inequívoca letras como «DIV… OPS… Magna Mat…», signo de la Magna Mater cuyo culto oscuro les fue prohibido en vano a los ciudadanos romanos. Anchester había sido el campamento de la tercera legión de Augusto[5], como atestiguan multitud de restos, y se decía que el templo de Cibeles era espléndido y se llenaba de fieles que practicaban ceremonias innominadas bajo la dirección de un sacerdote frigio. Ciertas historias añadían que con la caída de la antigua religión no acabaron las orgías en el templo, sino que los sacerdotes vivían en la nueva fe sin observar un cambio efectivo. Asimismo se decía que no desaparecieron los ritos con el poder romano, y que algunos sajones ampliaron lo que quedaba del templo, y lo dotaron de un perfil esencial que conservó en adelante, haciendo de él el centro de un culto temido durante media heptarquía[6]. Hacia 1000 d. C. se menciona el lugar en una crónica como un importante priorato de piedra que albergaba una extraña y poderosa orden monástica, y estaba rodeado de un extenso parque que no necesitaba muros que lo protegiesen de un populacho atemorizado. Los daneses jamás lo tocaron; aunque después de la conquista normanda debió de decaer considerablemente, ya que no hubo impedimento cuando Enrique III dio el lugar a mi antecesor, Gilbert de la Poer, primer barón de Exham, en 1261.

De mi familia anterior a esa fecha no hay malos rumores de ningún género, pero algo extraño debió de ocurrir entonces. En una crónica de 1307 se cita a un De la Poer como un «maldito de Dios», mientras que las leyendas del pueblo no contienen otra cosa que una insana renuencia a hablar del castillo que se erigió sobre los cimientos del antiguo templo y el priorato. Las consejas que se contaban eran de sobrecogedora descripción, pero la amedrentada reticencia y ambigüedad de esta gente las hacían aún más tenebrosas. Pintaban a mis antepasados como una estirpe de demonios hereditarios junto a los que Gilles de Raïs y el marqués de Sade eran meros aprendices, e insinuaban veladamente que eran responsables de las desapariciones que de tiempo en tiempo se produjeron durante varias generaciones.

La peor reputación se la llevaban al parecer los barones y sus herederos directos; al menos eran de quienes más se murmuraba. Si un heredero mostraba inclinaciones sanas, aseguraban, moría prematura y misteriosamente, dejando paso a otro vástago más idóneo. Al parecer la familia observaba un culto secreto, presidido por el jefe de la casa, al que a veces sólo tenían acceso unos pocos miembros. Que alguien fuese aceptado en este culto dependía más de su temperamento que de su ascendencia, ya que en él se integraron varios miembros que habían entrado en la familia por vía del matrimonio. Lady Margaret Trevor de Cornualles, esposa de Godfrey, segundo hijo del quinto barón, se convirtió en la mala predilecta de los niños de toda la comarca, y en la heroína diabólica de una antigua balada particularmente horrible que aún circulaba en los confines de Gales. Conservada también en baladas, aunque no ilustra el mismo asunto, se encuentra la horrenda historia de lady Mary de la Poer, a la que, poco después de casarse con el conde de Shrewsfield, mataron éste y su madre, aunque los dos fueron absueltos y bendecidos por el sacerdote al que confesaron lo que no se atrevieron a repetir al mundo.

Estos mitos y baladas, típicos de una tosca superstición, me producían repugnancia. Especialmente enojosa me resultaba su persistencia, y su referencia a la larga línea de antepasados míos; mientras que la imputación de hábitos monstruosos me recordaba desagradablemente el único escándalo conocido de mis inmediatos antecesores: el caso de mi primo, el joven Randolph Delapore, de Carfax, que vivió entre los negros y se convirtió en sacerdote vudú a su regreso de la guerra con México.

Mucho menos me turbaban las vagas historias sobre lamentos y alaridos en el valle yermo y barrido por el viento al pie de la falla de caliza, sobre hedores a cementerio tras las lluvias de primavera, sobre el ser blancuzco y chillón que pisó una noche el caballo de sir John Clave en un campo solitario, o sobre el criado que había enloquecido ante lo que vio en el priorato a plena luz del día. Todo esto eran trilladas consejas espectrales, y yo por entonces era radicalmente escéptico. Lo que contaban acerca de desapariciones de campesinos era menos fácil de desechar, aunque carecía de especial importancia habida cuenta de la costumbre medieval: el exceso de curiosidad solía pagarse con la vida, y más de una cabeza había sido expuesta públicamente en los bastiones hoy desaparecidos que rodeaban Exham Priory.

Algunas de estas historias eran sumamente pintorescas, y me hacían desear haber estudiado mitología comparada en mi juventud. Por ejemplo, se decía que una legión de demonios con alas de murciélago celebraba por las noches un aquelarre en el priorato; legión cuyo mantenimiento explicaría la desproporcionada abundancia de toscas hortalizas que se cultivaban en la enorme huerta. Y, lo más impresionante de todo, estaba la dramática epopeya de las ratas[7]: el ejército de bichos obscenos que irrumpió en el castillo tres meses después de la tragedia que lo condenó al abandono; el flaco, inmundo y voraz ejército que lo arrasó todo a su paso, devorando gallinas, gatos, perros, cerdos y ovejas, además de dos desventurados seres humanos, hasta que se aplacó su furia. En torno a ese inolvidable ejército de roedores gira un ciclo entero de leyendas aparte; porque se dispersó por todos los hogares del pueblo, llevando consigo la maldición y, el horror.

Tal era la tradición que me asaltaba mientras, con impaciencia de viejo, apremiaba para que concluyesen la obra de restauración de mi hogar ancestral. Que nadie imagine ni por un momento que estas historias constituían mi principal entorno psicológico. Por lo demás, era constantemente elogiado y animado por el capitán Norrys y los arqueólogos que me rodeaban y asesoraban. Cuando terminaron las obras, más de dos años después de su inicio, contemplé las grandes habitaciones, las paredes enmaderadas, los techos abovedados, las ventanas con parteluz y las amplias escalinatas con un orgullo que compensaba sobradamente el coste astronómico de la restauración. Los elementos medievales estaban hábilmente reproducidos, y las partes nuevas se amalgamaban perfectamente con los muros y cimientos originales. La mansión de mis mayores estaba completa, y deseé fervientemente redimir por fin la fama local del linaje que acababa en mí. Residiría aquí de manera permanente, y probaría que un De la Poer (porque había vuelto a adoptar la grafía original del apellido) no tenía por qué ser un malvado. Mis comodidades se hallaban incrementadas, quizá, por el hecho de que, aunque Exham Priory era de concepción medieval, su interior era en realidad enteramente nuevo, y estaba exento tanto de antiguos bichos como de viejos fantasmas.

Como digo, me mudé el 16 de julio de 1923; la servidumbre la formaban siete criados y nueve gatos, especie esta última por la que siento un cariño particular; el gato más viejo, «Nigger-Man[8]», tenía siete años y había venido conmigo de mi casa de Bolton (Massachussets); a los otros los había ido acogiendo en casa de la familia del capitán Norrys mientras llevaban a cabo la restauración del priorato. Durante cinco días nuestra rutina transcurrió con la mayor placidez, en la que yo me pasaba casi todo el tiempo ordenando datos de la antigua familia. A la sazón había conseguido versiones muy detalladas de la tragedia final y huida de Walter de la Poer, lo que imaginé que constituiría el contenido del documento hereditario perdido en el incendio de Carfax. Por lo visto mi antecesor fue acusado con razón de haber matado a los demás miembros de la casa mientras dormían —excepto a cuatro criados cómplices— unas dos semanas después de un terrible descubrimiento que cambió totalmente su comportamiento, pero que, salvo de manera implícita, sólo reveló a los criados que le ayudaron y que después huyeron a donde no pudieran ser descubiertos.

Esta matanza deliberada del padre, tres hermanos y dos hermanas, fue mirada con comprensión por los lugareños, y tratada con tal lenidad por la ley que su autor escapó a Virginia sin oprobio, sin daño y sin ocultamiento; el sentir general era que había purgado la comarca de una maldición inmemorial. No se me ocurría qué descubrimiento pudo impulsarle a una acción tan terrible. Sin duda Walter de la Poer conocía desde hacía años las historias siniestras que se contaban de su familia, por lo que no parecía verosímil que este material le infligiera ningún golpe inesperado. ¿Acaso había presenciado algún rito espantoso, o había tropezado con algún símbolo horrible y revelador en el priorato o alrededores? En Inglaterra se le tuvo por un joven tímido y amable. En Virginia parecía no tanto duro o cruel como acosado y receloso. De él decía el diario de otro caballero-aventurero, Francis Harley de Bellview , que era un hombre de sin par delicadeza, justicia y honor.

El 22 de junio ocurrió el primer incidente que, aunque parecía de poca importancia en el momento, relacionado con sucesos posteriores adquiere una significación preternatural. Fue algo tan simple que casi no le hice caso, y probablemente habría pasado inadvertido; porque estando como estaba en un edificio prácticamente nuevo y flamante, salvo los muros, y rodeado de una servidumbre formal y con sentido común, habría sido absurdo abrigar ningún temor a pesar del emplazamiento. Lo que después recordé es sólo esto: que mi viejo gato negro, cuyo humor conocía de sobra, estaba alerta y expectante de una manera que chocaba totalmente con su comportamiento habitual. Andaba de habitación en habitación, desasosegado y nervioso, olfateando constantemente las paredes que formaban parte de la estructura gótica. Sé que suena a tópico —como el inevitable perro del cuento de fantasmas que gruñe antes de que su amo vea la figura ensabanada—; pero por coherencia no puedo callarlo.

Al día siguiente un criado se quejó de que los gatos andaban inquietos por toda la casa. Vino a mi estudio, una pieza suntuosa de la segunda planta del ala de poniente, con arcos de crucería, enmaderada en roble oscuro y con triple ventanal gótico que asomaba al precipicio calizo y el valle desolado; y mientras me hablaba, observé la figura negra de Nigger-Man recorriendo sigilosamente la pared oeste y arañando los entrepaños nuevos que cubrían la piedra antigua. Le dije al hombre que seguramente la albañilería desprendía algún olor o emanación especial que el olfato humano no captaba, pero que los delicados órganos de los gatos percibían incluso a través del enmaderado reciente. Estaba convencido de que era así, y cuando el hombre sugirió la posibilidad de que hubiera ratones o ratas, le comenté que hacía trescientos años que allí no había ratas, y que difícilmente podía haber ratones de campo en estos muros altos, donde jamás se había visto ninguno. Esa tarde fui a ver al capitán Norrys, quien me aseguró que era totalmente inverosímil que los ratones infestaran el priorato de manera tan insólita y repentina.

Esa noche, al despedir como de costumbre a mi ayuda de cámara, me retiré al aposento de la torre de poniente que había escogido como dormitorio, al que se llegaba desde el estudio por una escalera de piedra y una breve galería, la primera parcialmente antigua y la segunda enteramente restaurada. Este aposento era circular, muy alto, y sus paredes no habían sido enmaderadas, sino que estaban cubiertas con tapices que yo personalmente había escogido en Londres. Tras comprobar que Nigger-Man estaba conmigo, cerré la pesada puerta gótica y me acomodé junto a la luz de una lámpara eléctrica que imitaba hábilmente un candelabro; finalmente apagué la luz y me metí en la cama, tallada y con dosel, con el venerable gato en su sitio de siempre, a mis pies. No corrí las cortinas, sino que me quedé mirando a través de la estrecha ventana norte que tenía frente a mí: había un atisbo de aurora en el cielo que silueteaba gratamente la delicada tracería de la ventana.

En algún momento debí de quedarme dormido, porque recuerdo la clara sensación de dejar extraños sueños cuando el gato saltó de repente de su plácida postura. Le vi a la débil claridad del alba, con la cabeza avanzada, las patas delanteras sobre mis tobillos y las traseras estiradas hacia atrás. Miraba atentamente un punto de la pared, algo al oeste de la ventana, punto en el que mis ojos no veían nada particular, pero hacia el que ahora dirigí toda mi atención. Y, al fijarme, me di cuenta de que Nigger-Man no se había alertado sin motivo. No sé si el tapiz se movía efectivamente o no. Creo que sí; muy ligeramente. Pero lo que puedo jurar es que detrás se oyó un rumor furtivo, apagado, como de ratas o ratones escabulléndose. Un momento después el gato había saltado decididamente a la tapicería que hacía de pantalla, derribando al suelo con su peso el paño correspondiente, y dejando al descubierto un antiguo y húmedo muro de piedra, parcheado aquí y allá por los albañiles, pero sin rastro de roedores. Nigger-Man corría de un lado a otro, al pie de esa parte de la pared, arañando el tapiz caído y tratando a veces de meter la zarpa entre la pared y el suelo de roble. No encontró nada; y un rato después volvió cansado a su puesto a mis pies. Yo no me había movido, pero esa noche no me volví a dormir.

Por la mañana interrogué a los criados, y ninguno había notado nada raro; salvo la cocinera, que recordó el comportamiento de un gato que dormía en el alféizar de su ventana. Este gato había maullado por la noche, no sabía a qué hora, despertándola a tiempo de verlo saltar disparado hacia la puerta abierta y desaparecer escaleras abajo. Dormité hasta mediodía, y por la tarde hice otra visita al capitán Norrys, quien se mostró sumamente interesado en lo que le conté. Estos raros incidentes —pequeños pero de lo más curiosos— atraían a su sentido de lo pintoresco; y le recordaron varias historias fantasmales de la tradición local. Estábamos sinceramente confusos con la presencia de ratas, y Norrys me prestó unos cuantos cepos y veneno, que al volver mandé a los criados que colocaran en lugares estratégicos.

Me retiré temprano, dado que me caía de sueño, pero me atormentaron las más horribles pesadillas: miraba desde una altura inmensa una gruta sombría, con inmundicia hasta las rodillas, donde un porquero demoníaco de barba blanca guiaba con su bastón una manada de animales fungosos y flácidos cuyo aspecto me llenaba de indecible aversión. Luego, mientras el porquero descansaba descuidado de su tarea, una nube de ratas caía del abismo pestilente y devoraba al hombre y a los animales por igual.

De esta visión aterradora me sacó de repente un movimiento de Nigger-Man, que dormía como de costumbre a mis pies. Esta vez no tuve que preguntarme sobre la causa de sus gruñidos y bufidos, y sobre el miedo que le hizo clavarme las uñas en el tobillo, ajeno a su efecto; porque las cuatro paredes de la cámara hervían de rumores nauseabundos: eran carreras furtivas de gigantescas ratas hambrientas. No había aurora que revelase los tapices —el que se había caído lo habían vuelto a colgar—, pero no tenía tanto miedo como para no encender la luz.

En el instante de iluminarse las bombillas vi una horrenda agitación en toda la tapicería, haciendo que algunos dibujos peculiares ejecutasen una singular danza de la muerte. Este movimiento desapareció casi en el acto, y el rumor con él. Salté de la cama, y con el mango de un calentador que tenía cerca levanté una parte para mirar detrás. No había otra cosa que la pared de piedra parcheada; incluso el gato había dejado su tensa percepción de presencias anormales. Cuando examiné la trampa colocada en el aposento la encontré con los resortes saltados, aunque sin rastro de los bichos que los habían hecho saltar.

No cabía pensar en seguir durmiendo, así que encendí una vela, abrí la puerta, salí a la galería y me dirigí a la escalera que conducía al estudio, con Nigger-Man pegado a mis talones. Antes de llegar a los escalones de piedra, no obstante, el gato salió disparado delante de mí y echó a correr hacia abajo. Mientras le seguía, oí de repente ruidos en la gran habitación; ruidos de naturaleza inconfundible. El enmaderado de las paredes hervía de ratas que corrían y chocaban, en tanto Nigger-Man se lanzaba de un lado a otro con la furia de un cazador frustrado. Al llegar encendí la luz, que esta vez no sofocó los ruidos. Las ratas seguían su ajetreo, lanzándose con tal fuerza y determinación que finalmente pude inferir una dirección clara: estos seres, cuyo número parecía inacabable, estaban llevando a cabo una formidable emigración desde alturas inconcebibles a inconcebibles profundidades.

Ahora oí pasos en el corredor, y un momento después dos criados abrieron la pesada puerta. Estaban registrando la casa, buscando la fuente desconocida del tumulto que había hecho que los gatos empezaran a bufar de terror, bajaran lanzados varios tramos de escalera y se quedaran maullando agazapados ante la puerta cerrada del segundo sótano. Les pregunté si habían oído a las ratas, pero contestaron que no. Y cuando me volví para señalarles la parte del enmaderado me di cuenta de que el ruido había cesado. Bajé con los dos criados a la puerta del segundo sótano, pero me encontré con que los gatos se habían dispersado. Decidí explorar la cripta de abajo más tarde, y de momento me conformé con efectuar una ronda para inspeccionar los cepos. Estaban todos disparados, aunque sin atrapar nada. Contento de que nadie hubiera oído a las ratas salvo los felinos y yo, me quedé en el estudio hasta la madrugada, pensando mucho, y recordando cada retazo de leyenda que yo mismo había desenterrado referente al edificio donde vivía.

Dormí un poco antes del mediodía, recostado en una cómoda butaca de la biblioteca que mi proyecto de mobiliario medieval no había logrado desterrar. Después telefoneé al capitán Norrys, que vino y me ayudó a explorar el segundo sótano. No encontramos nada de naturaleza desagradable, aunque no pudimos reprimir un estremecimiento al descubrir que esta cripta había sido construida por manos romanas. Cada arco bajo y cada pilar macizo eran romanos; no pertenecían al románico devaluado de los torpes sajones, sino al severo y armonioso clasicismo de la edad de los césares; en efecto, los muros abundaban en inscripciones conocidas de los arqueólogos que habían explorado repetidamente el lugar; tales como; «P. GETAE. PROP… TEMP… DONA…» y «L. PRAEC… VS… PONTIFI… ATYS…»

La referencia a Atys me produjo un escalofrío; porque había leído a Catulo y sabía algo sobre los ritos espantosos del dios oriental, cuyo culto estaba tan amalgamado con el de Cibeles[9]. A la luz de nuestras linternas, tratamos Norrys y yo de descifrar los singulares y casi borrados trazos de ciertos bloques de piedra irregularmente rectangulares tenidos como altares por lo general, pero no sacamos nada en claro. Recordábamos que a un dibujo, una especie de sol con rayos, le atribuían los estudiosos un origen no romano, lo que sugería que los sacerdotes romanos se habían limitado a aprovechar estos altares de época anterior, quizá de un templo aborigen erigido en ese mismo emplazamiento. En la parte superior de uno de dichos bloques había manchas marrones que me hicieron pensar. El más grande, en el centro de la estancia, mostraba rastros en su cara superior que tenían que ver con el fuego; probablemente, cremación de ofrendas.

Eso es lo que vimos en la cripta ante cuya puerta estuvieron maullando los gatos, y donde Norrys y yo decidimos ahora pasar la noche. Los criados nos bajaron dos canapés, les dijimos que no se preocupasen si los gatos armaban alboroto por la noche, y aceptamos a Nigger-Man para que nos sirviese de ayuda y compañía. Acordamos tener cerrada la gran puerta de roble —réplica moderna con ranuras de ventilación—; y hecho esto, nos acostamos, con las linternas aún ardiendo, a esperar acontecimientos.

El subterráneo se hallaba profundamente hundido en los cimientos del priorato, y sin duda muy por debajo de la cara saliente de la falla caliza que dominaba el valle desolado. Estaba claro que era aquí adonde se habían dirigido las alborotadas e inexplicables ratas, aunque no sabía por qué. Tumbados como estábamos, y expectantes, noté que en mi vigilia se mezclaban de vez en cuando ensueños de los que me sacaban los movimientos inquietos del gato que tenía a mis pies. Estos ensueños no eran sanos, sino horriblemente parecidos al de la noche anterior. Volví a ver la gruta crepuscular, y al porquero con sus animales inmundos y fungosos revolcándose en la basura; y mirándolos, me parecieron más cercanos y claros; tanto que casi podía distinguir sus rasgos. Luego observé el rostro flácido de uno de ellos… y me desperté con tal grito que Nigger-Man dio un brinco; y el capitán Norrys, que no se había dormido, se echó a reír de buena gana. Aún se habría reído más —o menos quizá— si hubiera sabido qué me había hecho gritar. Aunque yo no conseguí recordarlo hasta más tarde. El horror extremo paraliza a menudo la memoria de manera misericordiosa.

Norrys me despertó cuando empezaron los fenómenos. Me sacó del mismo sueño espantoso sacudiéndome suavemente e insistiéndome en que escuchase a los gatos. En efecto, había motivo para escuchar, porque al otro lado de la puerta cerrada de lo alto de la escalera se oía un verdadero pandemónium de maullidos y arañazos felinos, mientras Nigger-Man, indiferente a sus parientes de fuera, corría excitado de un lado a otro al pie de las paredes de piedra, en las que oía yo la misma babel de ratas que me había turbado la noche anterior.

Un intenso terror me asaltó ahora, porque aquí había anomalías que nada podía explicar de manera tranquilizadora. Estas ratas, si no eran producto de una locura que yo sólo compartía con lo gatos, debían de estar horadando y recorriendo los muros romanos que había creído de sólidos bloques de caliza… a no ser que la acción del agua durante más de diecisiete siglos hubiera socavado túneles sinuosos que los cuerpos de los roedores habrían despejado y ensanchado… Pero eso no hacía que fuera menor el horror espectral; porque si se trataba de bichos vivos ¿por que Norrys no oía su repugnante agitación? ¿Por qué me insistía en que observase a Nigger-Man y escuchase a los gatos de fuera, y por qué hacía conjeturas disparatadas sobre lo que los excitaba?

Cuando había conseguido decirle, lo más razonadamente que pude, qué creía oír, me llegó el último rumor de carreras que descendían más abajo de estos sótanos inferiores, de manera que parecía que la falla estaba completamente horadada por las ratas exploradoras. Norrys no se mostró tan escéptico como yo había supuesto, sino que se quedó muy preocupado. Me hizo notar que los gatos de la puerta se habían calmado, como si hubiesen dado por perdidas a las ratas; mientras que a Nigger-Man le acometía un acceso de renovado desasosiego, y arañaba frenéticamente junto al pie del gran altar de piedra del centro de la sala, que estaba más cerca del canapé de Norrys que del mío.

Mi temor a lo desconocido, al llegar a este punto, era grande. Había ocurrido algo asombroso, y veía que el capitán Norrys, más joven, más fuerte y probablemente más pragmático que yo, estaba asimismo impresionado… quizá porque conocía de toda la vida la leyenda local. Por ahora no podíamos hacer otra cosa que observar cómo el viejo gato negro arañaba cada vez con menos fervor en la base del altar, alzaba de vez en cuando los ojos, y maullaba de manera persuasiva, como solía hacer cuando quería que le hiciese un favor.

Norrys acercó ahora una linterna al altar y examinó el sitio donde arañaba Nigger-Man; se arrodilló cautamente y rascó los líquenes seculares que unían el bloque prerromano al suelo teselado. No encontró nada; e iba a abandonar sus esfuerzos, cuando observé un detalle trivial que me produjo un estremecimiento, aunque no significaba más que lo que yo ya había imaginado. Se lo comenté, y nos quedamos los dos mirando esa casi imperceptible manifestación con la fascinada fijeza del que hace y reconoce un descubrimiento. Era sólo que la llama de la linterna que estaba en el suelo junto al altar temblaba levísimamente, pero de manera innegable, debido a una corriente de aire que antes no recibía, y que procedía sin duda de la ranura entre el piso y el altar donde Norrys había rascado los líquenes.

Pasamos el resto de la noche en el estudio iluminado, deliberando nerviosos sobre qué hacer. El descubrimiento de que había otro subterráneo debajo de los profundos cimientos romanos que reforzaban este condenado edificio —alguna cripta que sin duda les había pasado inadvertida a los curiosos arqueólogos durante tres siglos—, bastaba para que estuviésemos excitados sin ningún elemento siniestro adicional. Pero en este caso, nuestra fascinación era doble; y dudábamos si renunciar a seguir explorando y abandonar definitivamente el priorato por supersticiosa precaución, o satisfacer nuestro gusto por la aventura y desafiar los horrores que pudieran aguardarnos en las profundidades desconocidas. A la mañana siguiente habíamos llegado a un acuerdo, y decidimos ir a Londres a formar un grupo de arqueólogos y científicos capaces de abordar el misterio. Hay que decir que antes de abandonar el segundo sótano intentamos en vano mover el altar central que ahora reconocíamos como el acceso a un nuevo abismo de innominado pavor. Hombres más sabios que nosotros averiguarían qué secretos guardaba esa entrada.

Durante muchos días, en Londres, el capitán Norrys y yo expusimos nuestras experiencias, hipótesis y anécdotas legendarias a cinco autoridades, todas ellas hombres en quienes se podía confiar que respetasen cualquier secreto familiar que las exploraciones sacaran a la luz. A la mayoría los encontramos poco inclinados a tomarlo a broma, sino que se mostraron muy interesados y sinceramente comprensivos. No hace falta nombrarlos a todos, aunque sí puedo decir que entre ellos estaba sir William Brinton, cuyas excavaciones en el Troad causaron sensación en casi todo el mundo en sus tiempos. Cuando tomamos el tren para Anchester me sentía al borde de espantosas revelaciones, impresión que simbolizaba la aflicción de multitud de americanos ante la inesperada muerte del presidente[10], al otro lado del mundo.

El 7 de agosto, tarde ya, llegamos a Exham Priory, donde los criados me aseguraron que no había ocurrido nada fuera de lo normal. Los gatos, incluido el viejo Nigger-Man, habían estado completamente tranquilos; y no había saltado ningún cepo de la casa. Iniciaríamos la exploración por la mañana; entretanto yo debía asignar cómodos aposentos a todos mis huéspedes. Me retiré a descansar a mi habitación de la torre, con Nigger-Man acostado a mis pies. El sueño me llegó pronto, pero me asaltaron espantosas pesadillas. Una de ellas fue la visión de un festín romano como el de Trimalción[11], con un horror en una fuente tapada. Luego vino aquella otra detestable y recurrente sobre el porquero y su hedionda manada de la gruta crepuscular. Sin embargo, cuando desperté con los ruidos normales de la casa, abajo, era pleno día. Las ratas, espectrales o no, no me habían molestado, y Nigger-Man aún seguía durmiendo plácidamente. Al bajar me enteré de que el resto de la casa había gozado de la misma tranquilidad; circunstancia que uno de los eruditos —un individuo llamado Thornton, apasionado de la metapsíquica— atribuyó absurdamente a que ya me había sido revelado lo que determinadas fuerzas querían mostrarme.

Todo estaba preparado ahora, y a las 11 de la mañana el grupo entero, formado por los siete, provistos de potentes linternas eléctricas y herramientas para excavar, bajamos al segundo sótano y pasamos el cerrojo detrás de nosotros. Nos acompañaba Nigger-Man, porque a los investigadores les parecía bueno contar con su excitabilidad; y desde luego queríamos que estuviera presente en caso de que hubiese alguna oscura manifestación de roedores. Apenas nos detuvimos en las inscripciones romanas y los dibujos enigmáticos del altar, dado que tres de los eruditos los habían visto ya, y que los cinco conocían sus características. La mayor atención la dedicamos al importante altar central, y al cabo de una hora sir William Brinton había conseguido inclinarlo hacia atrás, haciendo que basculase por algún tipo de contrapeso.

Fue tal el horror que entonces quedó al descubierto que nos habría anonadado de no haber estado preparados. A través de la abertura prácticamente rectangular del suelo enlosado, esparcidos sobre un tramo de peldaños de piedra tan prodigiosamente gastados que apenas eran algo más que un plano inclinado en el centro, había una horrible colección de huesos humanos o semihumanos. Los que conservaban su disposición de esqueleto revelaban actitudes de un pánico terrorífico, y en todos ellos había señales de roeduras. Los cráneos denotaban rasgos de absoluta idiocia, cretinismo, o de un primitivismo casi simiesco. Sobre estos escalones de espantosa suciedad descendía su techo abovedado formando un pasadizo, al parecer tallado a cincel en la roca sólida, por el que nos llegó una corriente de aire. Esta corriente no era una súbita y pestilente bocanada que saliese de una cripta cerrada, sino una brisa fría, y limpia en cierto modo. No nos detuvimos mucho, sino que, temblando, empezamos a despejar el paso escaleras abajo. Fue entonces cuando sir William, al examinar las paredes talladas, hizo la insólita observación de que el pasadizo, según la dirección de las incisiones del cincel, había sido tallado desde abajo.

Ahora debo ser cauto y escoger mis palabras.

Después de bajar unos cuantos peldaños entre huesos roídos descubrimos luz delante de nosotros; no se trataba de ninguna fosforescencia brumosa, sino de una filtración de luz diurna que no podía deberse sino a alguna grieta desconocida del precipicio que dominaba el valle baldío. El hecho de que no hubieran sido descubiertas tales grietas desde el exterior no tenía nada de extraordinario, porque no sólo el valle está totalmente deshabitado, sino que el precipicio es tan alto y sobresale de tal modo que sólo un aeronauta podría examinar su cara con detalle. Unos peldaños más abajo se nos cortó el aliento literalmente ante lo que vimos; tan literalmente que Thornton, el parapsicólogo, se desmayó en brazos del que iba detrás. Norrys, con su cara llena completamente blanca y flácida, profirió un grito inarticulado; por lo que a mí respecta, creo que abrí la boca o siseé, y me cubrí los ojos. El hombre que marchaba detrás de mí —el único del grupo que era mayor que yo— graznó el consabido «¡Dios mío!» con la voz más quebrada que he oído nunca. De siete hombres cultos, sólo sir William Brinton conservó la calma; detalle que tenía más mérito en él, puesto que iba delante y fue el primero en topar con la visión.

Era una gruta crepuscular de una altura enorme que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista, un mundo subterráneo de misterio ilimitado y horrible sugerencia. Había edificios y otros restos arquitectónicos… De una sola mirada vi una misteriosa distribución de túmulos, un círculo salvaje de monolitos, unas ruinas romanas de cúpula baja, un edificio sajón enorme y macizo, y una primitiva construcción inglesa de madera; pero todo empequeñecido por el macabro espectáculo que ofrecía el suelo en general. Alrededor de la escalera se extendía, yardas y más yardas, una alucinante confusión de huesos humanos, o al menos tan humanos como los de la escalera. Formaban como un mar espumoso, unos separados, otros total o parcialmente articulados como esqueletos; estos últimos invariablemente en posturas enloquecidamente frenéticas, o rechazando alguna amenaza, o agarrados a otras formas con propósitos caníbales.

Cuando el doctor Trask, el antropólogo, se agachó a reconocer los cráneos, halló una mezcla degradada que le desconcertó. La mayoría eran inferiores al hombre de Piltdown en la escala evolutiva, pero todos definidamente humanos. Había muchos que eran de grado más elevado, y muy pocos plena y sensiblemente desarrollados. Todos los huesos estaban roídos, sobre todo por ratas, pero otros por miembros de la manada semihumana. Mezclados con ellos había minúsculos huesos de rata… individuos caídos del ejército letal que puso fin a la antigua épica.

Me asombra que siguiéramos con vida y en nuestro juicio ese día de horrendo descubrimiento. Ni Hoffmann ni Huysmans habrían podido imaginar un escenario más desquiciadamente increíble, más frenéticamente repugnante, o más góticamente grotesco que la caverna crepuscular por la que andábamos tambaleantes los siete, tropezando con una revelación tras otra, y tratando de no pensar en los sucesos que debieron de tener lugar allí hacía trescientos, o mil, o dos mil, o diez mil años. Era la antecámara del infierno; y el pobre Thornton se desmayó otra vez cuando Trask le dijo que algunos esqueletos debían de pertenecer a seres que habían retrocedido a cuadrúpedos durante las últimas veinte o más generaciones.

El horror se acumuló al horror cuando empezamos a interpretar los restos arquitectónicos. Los seres cuadrúpedos —con sus ocasionales reclutamientos de la clase bípeda— habían estado estabulados en corrales de piedra, de los que probablemente salieron en estampida en su último delirio de hambre o de terror a las ratas. Debieron de ser manadas enormes, evidentemente alimentadas con toscas hortalizas cuyos vestigios encontramos en una especie de ensilamiento inmundo en el fondo de enormes depósitos de piedra más antiguos que Roma.

Ahora comprendí por qué mis antepasados habían cultivado aquellas huertas excesivas… ¡Quiera el cielo que lo olvide! No hizo falta preguntar cuál era el destino de aquellas manadas.

Sir William, con su linterna enfocada en las ruinas romanas, tradujo en voz alta el ritual más espantoso del que tengo noticia; y habló de la dieta del culto antediluviano que los sacerdotes de Cibeles descubrieron y añadieron a la suya propia. Norrys, pese a estar acostumbrado a las trincheras, no fue capaz de caminar en línea recta cuando salió del edificio inglés: lo ocupaban una carnicería y cocina —cosa que él había esperado—; pero fue demasiado ver los familiares utensilios ingleses en semejante lugar, y leer allí las familiares inscripciones inglesas, algunas de 1610. Yo no tuve valor para entrar en ese edificio, un edificio a cuyas actividades diabólicas puso fin la daga de mi antepasado Walter de la Poer.

Donde sí me atreví a entrar fue en el bajo edificio sajón, cuya puerta de roble se había caído, y donde descubrí una terrible hilera de diez celdas de piedra con rejas herrumbrosas. Tres tenían ocupantes, esqueletos con alto grado de evolución; en el índice de uno de ellos descubrí un sello con mis propias armas. Sir William encontró un sótano con celdas más antiguas debajo del santuario romano, pero estaban vacías. Más abajo había una cripta baja con cajas de huesos formalmente ordenados, algunas con terribles inscripciones paralelas talladas en latín, en griego y en lengua frigia. Entretanto, el doctor Trask había abierto uno de los túmulos prehistóricos y había sacado a la luz cráneos ligeramente más humanos que el del gorila, y en los que había incisiones ideográficas indescriptibles. En medio de todo este horror, mi gato andaba cauto e imperturbable. En una ocasión le vi monstruosamente encaramado en lo alto de una montaña de huesos, y me pregunté qué secretos ocultaba detrás de sus ojos amarillos.

Una vez comprendidas someramente las sobrecogedoras revelaciones de este paraje crepuscular —paraje que ya prefiguraba horrendamente mi sueño repetido—, nos dirigimos hacia las profundidades aparentemente ilimitadas de la tenebrosa caverna adonde no llegaba ningún rayo de luz filtrado de la falla. Jamás sabremos qué mundos estígeos se abrían más allá del pequeño trecho que recorrimos; porque se decidió que tales secretos no harían ningún bien a la humanidad. Pero había a mano suficientes para absorber toda nuestra atención; porque no nos habíamos adentrado mucho, cuando las linternas nos revelaron la infinidad de pozos en los que las ratas se habían saciado, y cuya súbita falta de reabastecimiento había empujado al voraz ejército de roedores primero a atacar a las manadas de seres vivos y desmedrados, y luego a irrumpir en el priorato en esa histórica orgía de devastación que los campesinos jamás olvidarán.

¡Dios mío! ¡Esos negros pozos de carroña, con montones de huesos limpios y roídos y de cráneos abiertos! ¡Esos depósitos de huesos pitecantropoides, celtas, romanos e ingleses, de incontables siglos impíos! Unos estaban llenos, y nadie sabía qué profundidad podían tener. Otros eran insondables para nuestras linternas, y los poblaban innominadas fantasías. ¿Qué era de las miserables ratas que caían en estas trampas, pensé, en medio de la negrura de sus recorridos en este tártaro espantoso?

Una de las veces me resbaló un pie en el borde de un horrible vacío, y experimenté un instante de extático pavor. Debí de quedarme embargado largo tiempo, porque no veía del grupo más que al rollizo capitán Norrys. Luego surgió un ruido de aquella lejanía ilimitada y negra que me parecía conocer; y vi a mi viejo gato negro pasarme veloz, cual alado dios egipcio, en dirección al abismo tremendo de lo desconocido. Pero no me quedé muy atrás, porque no tuve duda un segundo después: eran las horribles carreras de las ratas diabólicas, siempre en busca de nuevos horrores, y determinadas a seguir llevándome a esas cavernas sonrientes del centro de la tierra donde Nyarlathotep, el dios loco sin rostro, aúlla ciegamente en la oscuridad al son de dos flautistas idiotas y amorfos.

Se me apagó la linterna, pero seguí corriendo. Oía voces, y aullidos, y ecos; pero sobre todo ello se elevaban poco a poco las carreras impías, insidiosas, cada vez más, como ascendería un cadáver hinchado y rígido en un río oleaginoso que discurre bajo innumerables puentes de ónice hacia un mar negro y corrompido. Algo chocó conmigo, algo blando y pesado. Sin duda eran ratas; el ejército viscoso y voraz que saciaba su hambre con muertos y vivos… ¿Por qué no se iban a comer las ratas a un De la Poer cuando un De la Poer se alimenta de seres prohibidos?… La guerra había devorado a mi hijo… malditos sean todos… y los yanquis devoraron Carfax con el fuego y quemaron al antepasado Delapore y el secreto… ¡No, no; os lo aseguro, no soy ese demonio porquero de la gruta crepuscular! ¡No era el rostro gordinflón de Edward Norrys el de aquel ser flácido y fungoso!… ¿Quién dice que soy un De la Poer? ¡Él está vivo, en cambio mi hijo ha muerto! ¿Ha de tener un Norrys las tierras de un De la Poer?… Es vudú, os lo aseguro… esa serpiente manchada… ¡Maldito seas, Thornton, yo te enseñaré a desmayarte ante lo que hace mi familia!… ¡Sangra, bellaco! Yo te enseñaré a jadear… ¿conque me quieres dar trabajo?… Magna Mater! Magna Mater!… Atys… Dia ad aghaidh’s ad aodann… agus bas dunach ort! Dhonas’s dholar ort, agus, agus leat-sa!… Ungl… ungl… rrrlh… chchch…[12].

Eso es lo que dicen que farfullaba yo cuando me encontraron en medio de la oscuridad tres horas más tarde; me descubrieron agachado sobre el cuerpo medio devorado del capitán Norrys, mientras mi gato, que había saltado sobre mí, me desgarraba el cuello. Ahora han volado el priorato de Exham, se han llevado a Nigger-Man, me han encerrado en esta habitación enrejada de Hanwell[13], y murmuran con temor sobre mi herencia y mis experiencias. Thornton está en la habitación de al lado, pero no me dejan hablar con él. Intentan echar tierra a la mayoría de los sucesos relacionados con el priorato. Cuando hablo del pobre Norrys me acusan de algo horrendo; pero tienen que saber que yo no lo hice. Tienen que saber que fueron las ratas; las inquietas, escurridizas ratas cuyas carreras no me dejan dormir; las endemoniadas ratas que corren por detrás del acolchado de esta habitación y me atraen hacia horrores más grandes que los que he conocido; las ratas que ellos no oyen; las ratas, las ratas de las paredes.


[1] La poetisa de Providence Sara Helen Whitman (1803-1878), con quien Poe pensaba casarse y fundar una aristocracia intelectual estadounidense y una revista que la agrupase, encontró un antepasado de ambos llamado Poer o De le Poer. Además de los Poems (1894) de ella, Lovecraft tenía el libro de Caroline Ticknor Poe’s Helen, Charles Scribner’s Sons, Nueva York, 1916, en el que se refiere este hecho.

[2] Homenaje a Bram Stoker. Drácula alquila la abadía de Carfax como principal residencia en Londres.

[3] Cuando Lovecraft conoció a Alfred Galpin lo llamó «mi hijo Alfredus» [véase la carta a su tía Lillian del 4 de agosto de 1922 en Selected Letters 1911-1924, pág. 191].

[4] Situado en Salisbury Plain, al sudoeste de Inglaterra, este monumento megalítico en forma de círculo de grandes piedras se cree que fue erigido entre 1900 y 1400 a. C. supuestamente para medir el tiempo y sin duda fue utilizado por los druidas en sus rituales.

[5] Incomprensible error de Lovecraft: fue la segunda legión de Augusto la que estuvo estacionada en Britania y su sede fue precisamente Isca Silurum (Caerleon-on-Usk) en Gales, patria chica de su admirado Arthur Machen.

[6] Término acuñado por los historiadores del siglo XVI para designar los siete reinos sajones que existían en Inglaterra antes de 88 d. C.: Northumbria, Mercia, Anglia Oriental, Wessex, Kent, Essex y Sussex.

[7] Según Steven J. Mariconda [en «Curious Myths of the Middle Ages and “The Rats in the Walls”», Crypt, n.º 14, junio 1983], esta expresión la tomó Lovecraft de un libro de Sabine Baring-Gould sobre tradiciones medievales que probablemente leyó por aquella época y más tarde mencionó elogiosamente en el capítulo segundo de Supernatural Horror in Literature

[8] De niño Lovecraft tenía un gato con ese nombre, el cual huyó en 1904 cuando la familia se trasladó del número 454 (casa del abuelo paterno, donde nació) al 598 (donde residió hasta su boda en 1924) de Angell Street.

[9] Alusión al poema de Catulo «Atis», notable por su ímpetu lírico, en el que el joven guardián del templo de Cibeles cuenta su pasión por la diosa frigia y su posterior autocastración en el curso de una escena orgiástica. Lovecraft utiliza la grafía «Atys» porque así aparece en la novena edición de la Enciclopedia Británica que él manejaba.

[10] El republicano Warren G. Harding (1865-1923) murió el 2 de agosto de 1923 de una trombosis coronaria después de dos años y medio como vigesimonoveno presidente de Estados Unidos.

[11] Protagonista del episodio más importante del muy incompleto Satiricón de Petronio. Se trata de un liberto enriquecido y pedante, que en sus discursos confunde cómicamente los personajes mitológicos más conocidos.

[12] La parte final en gaélico (a partir de «Dia ad» hasta «leat-sa!») está copiada directamente de «The Sin-Eater» (1895), de Fiona Macleod (seudónimo de William Sharp, 1856-1905), que Lovecraft leyó en la antología de Joseph Lewis French The Best Psychic Stories, Boni & Liveright, Nueva York, 1920, donde se presenta como una maldición. En una nota a pie de página Macleod lo traduce así: «Dios contra ti y frente a ti… ¡ojalá tengas una muerte lamentable!… ¡desgracia y aflicción a ti y a los tuyos!».

[13] Manicomio de Inglaterra del que Lovecraft seguramente tuvo noticias por el mencionado relato de Dunsany «The Coronation of Mr. Thomas Shap».

H. P. Lovecraft - Las ratas de las paredes
  • Autor: Howard Phillips Lovecraft
  • Título: Las ratas de las paredes
  • Título Original: The Rats in the Walls
  • Publicado en: Weird Tales, marzo de 1924
  • Traducción: Francisco Torres Oliver