Isaac Asimov: El crimen definitivo

Isaac Asimov - El crimen definitivo

El crimen definitivo (1976) es un relato de Isaac Asimov que forma parte de More Tales of the Black Widowers. La historia se desarrolla durante una de las cenas mensuales del exclusivo club de las Viudas Negras, donde la conversación gira en torno a Sherlock Holmes y su némesis, el profesor Moriarty. Un invitado, miembro de los Irregulares de Baker Street, plantea un intrigante enigma literario relacionado con el tratado ficticio de Moriarty titulado La dinámica de un asteroide. La velada se convierte en un brillante intercambio de ideas donde los miembros del club exploran teorías que conectan ciencia, literatura y la mente criminal, revelando el fascinante ingenio colectivo del grupo.

Isaac Asimov - El crimen definitivo

El crimen definitivo

Isaac Asimov
(Cuento completo)

—Los Irregulares de Baker Street —dijo Roger Halsted— es una organización de entusiastas de Sherlock Holmes. Si no sabes eso, no sabes nada de nada.

Se quedó sonriendo a Thomas Trumball por encima de su copa con un aire de superioridad del único tipo que existe… insufrible.

El nivel de conversación durante la hora de los cocktails que precedía a la cena mensual de los Viudas Negras había permanecido en un nivel de murmullo civilizado, pero Trumball, con el ceño fruncido, levantó la voz recuperando el ambiente de inverosimilitud que caracterizaba estas ocasiones.

Dijo:

—Cuando yo era un adolescente, leía las historias de Sherlock Holmes con cierto deleite primitivo, pero ya no soy un adolescente. Lo mismo, percibo, no se puede decir de todos los aquí presentes.

Emmanuel Rubin, con mirada astuta a través de sus gafas de culo de botella, agitó negativamente la cabeza:

—No es una cuestión de adolescencia, Tom. Las historias de Sherlock Holmes marcaron la individualización de las historias de misterio como una rama principal de la literatura. Tomó lo que hasta entonces había sido algo que sí estaba reservado para los adolescentes y las novelas de dos pesetas y lo convirtió en un género dirigido a los adultos.

Geoffrey Avalon, mirando hacia abajo austeramente desde su metro ochenta y siete centímetros de estatura sobre el metro sesenta y dos de Rubin, dijo:

—Lo cierto es que Arthur Conan Doyle no era, en mi opinión, un buen escritor de misterio. Agatha Christie fue mucho mejor.

—Eso es una opinión —dijo Rubin, quien, al ser escritor de misterio, era mucho menos dogmático y didáctico en ese campo concreto que en el resto de las miríadas de ramas del conocimiento humano en los que se consideraba una autoridad—. Christie tuvo la oportunidad de leer a Doyle y de aprender de él. Tampoco hay que olvidar que las primeras obras de Christie fueron horrorosas. Y, por otro lado —estaba empezando a calentar motores—, Agatha Christie nunca supo sobreponerse a sus prejuicios conservadores y xenofóbicos. Sus personajes americanos son ridículos. Todos, se llamaban Hiram y todos hablan una variedad de inglés desconocido para la humanidad. Era abiertamente antisemítica y constantemente derrochaba desconfianza a través de las bocas de sus personajes contra cualquiera que fuera extranjero.

Halsted dijo:

—Pero su detective era belga.

—No me malinterpretes —dijo Rubin—. Me encanta Hercule Poirot. Creo que vale más que una docena de Sherlock Holmes. Lo único que estoy diciendo es que se pueden sacar defectos a cualquiera. De hecho, todos los escritores de misterio británicos de los veinte y treinta eran conservadores y de clase alta. Esto se deduce del tipo de embrollos que presentaban… Barones apuñalados en las bibliotecas de sus mansiones… grandes fincas… riqueza. Además, los detectives eran caballeros de clase alta… Peter Wimsey, Roderick Alleyn, Albert Campion…

—En ese caso —dijo Mario Gonzalo, que acababa de llegar y había estado oyendo la conversación desde la escalera—, las historias de misterio se han desarrollado en dirección a la democracia. Ahora vemos policías ordinarios, detectives borrachos, celestinas y todas las demás invenciones de la sociedad moderna —se sirvió una copa y dijo—: Gracias, Henry, ¿cómo empezasteis a hablar de esto?

Henry dijo:

—Se mencionó el nombre de Sherlock Holmes, señor.

—¿Algo relacionado con usted, Henry? —dijo Gonzalo con cara complacida.

—No, señor, relacionado con los Irregulares de Baker Street.

Gonzalo se quedó en blanco:

—¿Qué son…?

Halsted dijo:

—Déjeme presentarle a mi invitado de la noche, Mario. Él se lo podrá contar. Ronald Mason, Mario Gonzalo. Ronald es un miembro de los IBS, y yo también. Venga, Ron, cuéntale.

Ronald Mason era un hombre gordo, muy gordo, con una cabeza calva y brillante y un frondoso bigote negro. Dijo:

—Los Irregulares de Baker Street es un grupo de entusiastas de Sherlock Holmes. Se reúnen una vez al año en enero, en un viernes que caiga cerca del cumpleaños de este gran hombre, y durante el resto del año se ocupan en actividades sherlockianas.

—¿De qué tipo?

—Pues…

Henry anunció que la cena estaba servida, y Mason se quedó con la palabra en la boca.

—¿Debo sentarme en algún asiento en concreto?

—No, no —dijo Gonzalo—. Siéntese a mi lado y así podremos charlar.

—Estupendo —dijo Mason mientras la cara se le abría en una amplia sonrisa—. He venido precisamente para eso. Rog Falsted me dijo que me contarían algo.

—¿Relacionado con qué?

—Con actividades sherlockianas —Mason partió un bollo a la mitad y lo untó de mantequilla con enérgicas pasadas—. La cosa es que Conan Doyle escribió numerosas historias de Sherlock Holmes todo lo rápidamente que podía porque las odiaba…

—¿Sí? En ese caso, ¿por qué…?

—¿Por qué las escribió? El dinero, por eso. Desde la primera historia Un estudio en escarlata, el mundo se prendó de Sherlock Holmes. Se convirtió en una figura renombrada en todo el mundo y no hay manera de saber cuántas personas en todo el mundo pensaron que realmente existía. Llegaron innumerables cartas dirigidas a él en su dirección de 221B Baker Street, y miles de personas acudieron a él para resolver sus problemas. Conan Doyle se sorprendió, como sin duda se sorprendería cualquiera en esas circunstancias. Escribió más historias y los precios que cobraba eran cada vez más altos. Esto, sin embargo, no le agradó. Se consideraba un gran escritor de romances históricos, y el haberse hecho mundialmente famoso como escritor de misterio era desagradable; especialmente cuando el detective ficticio era el más famoso de los dos. Después de seis años escribió El problema final, donde mató deliberadamente a Holmes. Estalló una protesta popular, y a los pocos años, Doyle se vio obligado a dilucidar un método para resucitar al detective, y luego continuó escribiendo más historias. Aparte del valor en ventas de tales misterios, y del fascinante personaje de Sherlock Holmes, las historias son un retrato de Gran Bretaña en la última parte de la era victoriana. Leer las sagradas escrituras es vivir en un mundo donde siempre es mil ochocientos noventa y cinco.

Gonzalo dijo:

—¿Y qué es una actividad sherlockiana?

—Bien. Ya le he dicho que a Doyle no le gustaba particularmente escribir acerca de Holmes. Cuando escribía las historias, las escribía con rapidez y se preocupaba muy poco acerca de la consistencia global. Hay muchos puntos extraños, cabos sin atar, agujeros, etcétera, y las reglas del juego no permiten considerarlos como errores. De hecho, para un sherlockiano verdadero, Doyle apenas existe… Fue el doctor John H. Watson quien escribió las historias.

James Drake se había pasado el rato escuchando en silencio desde el asiento que había delante de Mason, y ahora dijo:

—Sé lo que quiere decir. Una vez conocí a un fanático de Holmes, a lo mejor era un Irregular de Baker Street, quien me dijo que estaba ocupado en un trabajo que demostraría que ambos, Sherlock Holmes y el doctor Watson, eran fervientes católicos, y yo le dije: «¿Es que Doyle no era católico?», y lo era, por supuesto. Mi amigo me miró muy fríamente y me dijo: «¿Y eso qué tiene que ver?».

—Exactamente —dijo Mason—, exactamente. Lo más respetado de todas las actividades sherlockianas es demostrar algo mediante citas de las historias y razonamientos cuidadosos. Se han escrito artículos, por ejemplo, que se supone que prueban que Watson era una mujer, o que Sherlock Holmes tenía relaciones con su patrona. O intentan reconstruir la juventud de Holmes, o averiguar dónde Watson recibió su herida de guerra.

—Lo ideal sería que cada miembro de los Irregulares de Baker Street escribiese un artículo sherlockiano como condición previa a ser miembro, pero no se es demasiado estricto en este aspecto. Yo aún no he escrito tal artículo, aunque me gustaría —Mason parecía triste—. No podré considerarme un verdadero irregular hasta que no lo haga.

Trumball se inclinó sobre la mesa y dijo:

—He estado intentando entender lo que ha estado diciendo acerca del monólogo de Rubin. Mencionó usted 221B Baker Street.

—Sí —dijo Mason—. Es donde vivía Holmes.

—¿Y es por eso que el club se denomina los Irregulares de Baker Street?

Mason dijo:

—Fue el nombre que Holmes dio a un grupo de golfillos callejeros que actuaban de espías y fuentes de información. Eran sus tropas irregulares en contraposición con la policía.

—Supongo que todo esto carece de importancia —dijo Trumball.

—Y nos proporciona mucho entretenimiento —dijo Mason seriamente.

—Excepto que ahora me está haciendo sufrir.

Fue en este momento, poco después de que Henry hubiese servido la ternera cordon bleu, cuando la voz de Rubin subió de tono:

—Claro —dijo—, no se puede negar que Sherlock Holmes es un derivado. Toda la técnica holmesiana de detección fue inventada por Edgar Allan Poe, y su detective, Auguste Dupin, es el Sherlock original. Sin embargo, Poe sólo escribió tres historias acerca de Dupin y fue Holmes el que realmente atrajo la atención del mundo. En mi opinión, Sherlock Holmes realizó por primera vez la hazaña de ser el primer ser humano, real o ficticio, idolatrado sólo por su capacidad de razonar. No por sus victorias militares, por su carisma político ni por su capacidad de liderazgo espiritual, sino por su manera fría de pensar. No había nada místico acerca de Holmes. Reunía una serie de hechos y luego sacaba conclusiones a partir de ellas. Sus deducciones no siempre estaban claras; Doyle siempre ponía las cosas a su favor, pero eso lo hacen todos los escritores de misterio. Yo también lo hago.

—Lo que usted haga, no prueba nada —dijo Trumball.

Rubin no hizo caso de esta afirmación:

—Por otro lado, fue el primer superhéroe creíble en la literatura moderna. Siempre fue descrito como un asceta delgado, pero el hecho de que consiguiera sus éxitos usando su agudeza mental no debe enmascarar el hecho de que también se le describía como un ser en posesión de una fuerza sobrehumana. Cuando algún personaje retuerce un atizador con el propósito de amedrentar a Holmes, éste lo vuelve a poner recto sin ningún esfuerzo. Cosa mucho más difícil.

Mason asintió, mirando en la dirección de Rubin y dijo a Gonzalo:

—El señor Rubin parece un auténtico Irregular de Baker Street.

—No lo creo —replicó Gonzalo—. El problema es que lo sabe todo. Pero no le diga que yo se lo he dicho.

—Entonces me podrá dar unas sugerencias sherlockianas.

—Sí, pero la persona que realmente le puede ayudar si está en apuros es Henry.

—¿Henry? —Mason empezó a repasar todas las caras que se hallaban alrededor de la mesa, haciendo esfuerzos por recordar los nombres.

—Nuestro camarero —dijo Gonzalo—. Él es nuestro Sherlock Holmes.

—No creo que… —empezó a decir Mason.

—Espere a que haya terminado la cena. Ya verá.


Halsted dio un golpe en su vaso y dijo:

—Señores, vamos a probar algo distinto esta noche. El señor Mason tiene problemas en confeccionar un artículo sherlockiano, con esto quiero decir que nos presentará, con un rompecabezas puramente literario, un problema que no tiene relación alguna con la vida real. Explíqueles, Ron.

Mason clavó la cucharilla en el helado derretido que se hallaba en el plato de postre y se lo llevó a la boca como despedida final a la cena y dijo:

—Tengo que escribir este trabajo por una cuestión de autoestima. Me encanta ser un Irregular de Baker Street, pero es difícil mantener la cabeza erguida cuando todos los demás saben más acerca del tema que yo y cuando los chavales de trece años escriben trabajos que reciben aplausos por su ingeniosidad. Mi principal problema es que no tengo demasiada imaginación. Quiero escribir un trabajo sobre el doctor Moriarty.

—Ah, sí —dijo Avalon—. El criminal del caso.

Mason asintió:

—No aparece en muchos cuentos, pero es la contrapartida de Sherlock Holmes. Es el Napoleón del crimen, el rival intelectual de Holmes y el antagonista más peligroso del gran detective. Holmes es el prototipo popular del detective de ficción, de la misma manera en que Moriarty es el prototipo de criminal. De hecho, en la lucha final de El problema final, Moriarty murió a la vez que mataba a Holmes. Pero Moriarty no fue resucitado.

—¿Sobre qué aspecto de Moriarty desea escribir su trabajo? —dijo Avalon, mientras sorbía pensativamente su copa de coñac.

Mason esperó que Henry le terminase de llenar la copa y dijo:

—Su papel de matemático me intriga. Es la patología de sus valores morales lo que hace de él un maestro criminal. Se deleita manipulando las vidas humanas y obrando como agente de la destrucción. Si hubiera desviado sus esfuerzos a obras constructivas se habría hecho famoso en todo el mundo y, de hecho, era famoso a nivel mundial en el mundo sherlockiano como matemático. Sólo se mencionan dos de sus hazañas matemáticas. Fue el autor de una ampliación del teorema binomial, por un lado. Luego, en la novela El valle del temor, Holmes menciona que Moriarty ha escrito una tesis titulada La dinámica de un asteroide, rebosante de conceptos matemáticos tan complejos que no había científico en Europa capaz de debatirla.

—Bueno, en realidad —dijo Rubin—, uno de los más grandes matemáticos vivos en esa época era un americano, Josiah Willard Gibbs, quien…

—Eso no importa —interrumpió Mason—. En el mundo sherlockiano sólo cuenta Europa cuando se trata de temas científicos. Lo que quiero decir es que no se menciona nada acerca del contenido de La dinámica de un asteroide; nada en absoluto; y ningún sherlockiano ha escrito un artículo sobre esta cuestión. He revisado toda la bibliografía y lo sé.

—¿Y usted quiere escribir ese artículo? —preguntó Drake.

—Sí, es lo que más deseo —dijo Mason—, pero no me creo capacitado. Soy completamente profano en temas de astronomía. Sé lo que es un asteroide. Es uno de esos cuerpos redondos que giran en torno al Sol, entre las órbitas de Marte y Júpiter. Sé lo que es la dinámica. Es el estudio del movimiento de los cuerpos y los cambios en el movimiento cuando se aplica una fuerza. Pero todo esto no me ayuda mucho. ¿De qué trata La dinámica de un asteroide?

—¿Sólo dispone de eso? —dijo Drake—. ¿El título? ¿No hace ninguna referencia, aunque sea escueta, en la obra?

—No hay referencias en ningún sitio. Sólo está el título, además de la indicación de que contiene conceptos matemáticos muy avanzados.

Gonzalo puso su dibujo de un Mason alegre y sonriente —con la cara dibujada dentro de un círculo perfecto— en la pared junto con los demás y dijo:

—Si quiere escribir algo acerca de cómo se mueven los planetas, va a necesitar mucha matemática enrevesada. Eso creo, al menos.

—No —dijo Drake abruptamente—. Déjeme a mí llevar este asunto, Mario. Puede que sólo sea un químico orgánico, pero sé algo acerca de astronomía también. Lo cierto es que los conceptos matemáticos necesarios para estudiar la dinámica de los asteroides ya habían sido desvelados por Isaac Newton en los 1680. El recorrido de un asteroide depende solamente de las influencias gravitatorias a las cuales se halla sometido y la ecuación de Newton permite calcular la intensidad de esa influencia entre dos cuerpos si se conoce la masa de cada uno de ellos y la distancia que los separa. Es obvio que cuando hay muchos cuerpos implicados, y cuando las distancias que hay entre ellos están cambiando constantemente, se vuelven tediosas las operaciones matemáticas. No difíciles, sólo tediosas. La principal influencia gravitacional sobre cualquier asteroide es originada por el Sol, claro. Cada asteroide se mueve alrededor del Sol en una órbita elíptica y, si el Sol y el asteroide fueran los únicos cuerpos existentes, la órbita se podría calcular con precisión por la ecuación de Newton. Pero, como existen otros cuerpos, sus influencias gravitacionales, mucho menores que las del Sol, también deben ser tenidas en cuenta, aunque sus efectos son mucho menores. En general, se puede decir que nos acercamos bastante a la verdad cuando consideramos sólo el Sol.

—Yo creo que lo está simplificando demasiado, Jim —dijo Avalon—. Y para aumentar aún más su humillación, le diré que soy un simple abogado, y no pretendo saber nada de astronomía, pero me parece haber oído que no hay manera humana de resolver una ecuación gravitacional para más de dos cuerpos.

—Eso es correcto —dijo Drake—, si se refiere a una solución general para todos los casos posibles en los que se hallen implicados más de dos cuerpos. Es que no hay solución. Newton solucionó el problema para dos cuerpos, pero nadie hasta hoy ha logrado solucionar el problema cuando se hallan implicados tres cuerpos. Los astrónomos calculan el recorrido de un cuerpo calculando, primero, la principal influencia gravitatoria y luego introduciendo correcciones, una a una, de las influencias secundarías. Funciona razonablemente bien —se echó hacia atrás en su asiento con cara satisfecha.

—Bien. Si solamente los teóricos están interesados en el problema de los tres cuerpos —dijo Gonzalo— y si Moriarty era un genio de las matemáticas se puede suponer que la obra trataba precisamente de este tema.

Drake encendió un cigarrillo que le produjo un ataque de tos. Luego dijo:

—Con ese razonamiento podemos llegar a la conclusión de que trataba de la vida amorosa de las jirafas, si le place, pero tenemos que basarnos en lo que dice el título. Si Moriarty hubiera resuelto el problema de los tres cuerpos habría llamado a su libro algo como Un análisis del problema de los tres cuerpos o La generalización de la ley universal de gravitación. No lo habría llamado La dinámica de un asteroide.

—¿Qué ocurre con los efectos planetarios? —dijo Halsted—. He oído algo acerca de este tema. ¿No hay zonas en el espacio que carecen de asteroides?

—Claro —dijo Drake—. Podemos encontrar los datos en la enciclopedia Colombia, si me la trae Henry.

—No importa —dijo Halsted—. Puede contarnos lo que sabe del tema y podemos comprobar los datos luego, si es necesario.

—Veamos… —dijo Drake disfrutando de su dominación en este campo. Su bigotillo gris parecía estar vivo y sus ojos, anidados en una piel llena de arrugas, parecían brillar—. Había un astrónomo americano llamado Kirkwood, de nombre Daniel, creo. Este hombre señaló a mediados del siglo XIX el hecho de que los asteroides tendían a aglutinarse en grupos. Se conocían un par de docenas de asteroides por aquel entonces, todos entre las órbitas de Marte y Júpiter, pero no estaban distribuidos uniformemente, como muy bien señaló Kirkwood. Vio que había zonas que carecían de asteroides. Hacia 1866, estoy bastante seguro de que fue en 1866, encontró la razón. Cualquier asteroide que hubiera tenido la órbita en esas zonas habría dado la vuelta al Sol en un período igual a un múltiplo del período de Júpiter.

—Si no hay un asteroide en esa zona —dijo Gonzalo—, ¿cómo puede saber cuánto tiempo tardaría en dar la vuelta al Sol?

—La verdad es que es muy simple. Kepler solucionó ese problema en 1619 y se conoce con el nombre de Tercera Ley de Kepler. ¿Puedo continuar ahora?

—Eso sólo son palabras —dijo Gonzalo—. ¿Cuál es la Tercera Ley de Kepler?

Pero Avalon dijo:

—Fiémonos de lo que dice Jim, Mario. Yo tampoco puedo enunciarlo al pie de la letra, pero estoy seguro de que los astrónomos no dudan de ella. Continúa, Jim.

Drake continuó:

—Un asteroide en una de estas zonas quizá tenga un período orbital de seis años o cuatro años, digamos, mientras que Júpiter tiene un período de doce años. Esto quiere decir que un asteroide, tras cada dos o tres revoluciones, pasa al lado de Júpiter bajo las mismas condiciones relativas de posición. La fuerza que ejerce Júpiter es siempre la misma, bien hacia adelante o hacia atrás, y el efecto es acumulativo. Si el empuje es hacia atrás, la velocidad del asteroide se hace progresivamente más pequeña, de manera que el asteroide pasa cada vez más cerca del Sol y se desplaza fuera de la zona. Si la fuerza actúa en sentido contrario, se acelera la velocidad del asteroide y éste se aleja cada vez más del Sol, saliéndose de la zona. En cualquiera de los casos, el asteroide se sale de las zonas, que ahora reciben el nombre de zonas de Kirkwood. Se puede observar el mismo fenómeno en los anillos de Saturno. Allí también hay zonas vacías.

—¿Dice que Kirkwood hizo esto en 1866? —preguntó Trumball.

—Sí.

—¿Y cuándo se supone que Moriarty escribió esta tesis?

Intervino Mason:

—Aproximadamente en 1875, si admitimos la coherencia sherlockiana.

—Posiblemente se inspirara Doyle por las noticias de las zonas de Kirkwood —dijo Trumball—, y de esa manera se le ocurrió el nombre. En cuyo caso podemos imaginar a Moriarty haciendo el papel de Kirkwood, y puede usted escribir un artículo sobre las zonas de Moriarty.

—¿Eso sería suficiente? —preguntó Mason nerviosamente—. ¿Fueron muy importantes los trabajos de Kirkwood? ¿Muy complejos?

Drake encogió los hombros:

—Fue una contribución respetable, pero sólo una aplicación de la física newtoniana. Es un trabajo de segunda clase, no de primera, desde luego.

—¡Espere, espere! —vibraba la rala barba de Rubin con gran emoción—. Posiblemente Moriarty no siguiera a Newton en absoluto. A lo mejor siguió a Einstein. Einstein revisó la teoría de la gravedad.

—La amplió —dijo Drake— en la Teoría general de la relatividad en 1916.

—Correcto. Cuarenta años después del trabajo de Moriarty. Tiene que ser eso. Supongamos que Moriarty se anticipara a Einstein…

—¿En 1875? —dijo Drake—. Eso sería antes del experimento de Michelson-Morley. No creo que fuera posible.

—Claro que sí —dijo Rubin—. Si Moriarty fuera lo suficientemente inteligente…, y lo era.

—Claro que sí —dijo Mason—. En el universo sherlockiano era lo suficientemente inteligente para hacer cualquier cosa. Claro que podría anticiparse a Einstein. La única cuestión es que, si lo hubiera hecho, ¿no habría cambiado el curso de la Historia de la Ciencia?

—No. Si el trabajo fuera suprimido —dijo Rubin completamente excitado—. Encaja todo. El trabajo fue suprimido y este gran avance se perdió hasta que Einstein lo redescubrió.

—¿Qué le hace suponer que el trabajo fue suprimido? —exigió saber Gonzalo.

—La obra no existe. ¿No? —dijo Rubin—. Si vamos a contemplar el universo desde el punto de vista de los Irregulares de Baker Street, entonces existió el profesor Moriarty y el tratado fue escrito, y se anticipó a la Relatividad General. Sin embargo, no lo encontramos entre la literatura científica y no hay nada que sugiera la existencia de un punto de vista relativista antes de Einstein. La única explicación es que la obra fuera suprimida por el carácter malévolo de Moriarty.

Drake rio para sí mismo:

—Serían muchos los trabajos científicos suprimidos si tener un carácter malévolo fuera una causa suficiente. Pero en cualquiera de los casos, su sugerencia no es válida, Manny. El tratado no podría contener nada acerca de la Relatividad General, por lo menos no con ese título.

—¿Por qué no? —preguntó Rubin.

—Porque la revisión de los cálculos gravitacionales para tomar en cuenta la relatividad no afectaría en gran medida a la dinámica de los asteroides —dijo Drake—. De hecho, sólo había un factor conocido por los astrónomos en 1875 que se podía considerar como un rompecabezas gravitacional.

—Ah —dijo Rubin—, estoy empezando a darme cuenta de lo que dice.

—Pues, yo no —dijo Avalon—. Siga, Jim. ¿Cuál era ese rompecabezas?

—Era una cuestión relacionada con el planeta Mercurio —dijo Drake—, que tiene una órbita algo inclinada alrededor del Sol. En un punto de su órbita se acerca mucho al Sol (más que cualquier otro planeta, claro, pues está más cerca de él que cualquier otro planeta). A este punto se le llama perihelio. Cada vez que Mercurio completa una revolución alrededor del Sol, el perihelio se desplaza algo hacia delante. La causa de este desplazamiento se puede encontrar en los pequeños efectos gravitacionales, o perturbaciones, de los otros planetas sobre Mercurio. Pero, aun después de tener en cuenta todos los efectos gravitacionales, no se encuentra una explicación satisfactoria de este desplazamiento. Esto fue descubierto en 1843. Hay un diminuto desplazamiento residual hacia delante que no puede ser explicado por la teoría gravitacional. No es mucho. Tan sólo unos segundos de arco por siglo, lo cual quiere decir que el perihelio se desplazaría una distancia inexplicable, igual al diámetro de la luna llena aproximadamente cada cuatro mil doscientos años; o daría una vuelta completa —hizo unos cálculos mentales— en aproximadamente tres millones de años. No es mucho desplazamiento, pero es suficiente como para hacer dudar de la teoría de Newton. Algunos astrónomos creían en la existencia de un planeta desconocido en el otro lado de Mercurio, muy cerca del Sol. Su tracción no se tuvo en cuenta por ser desconocido, pero era posible calcular las dimensiones del planeta y el tipo de órbita que debería tener para explicar este desplazamiento anómalo del perihelio. La única pega es que nunca pudieron encontrar el planeta. Luego, Einstein modificó la teoría de la gravitación de Newton, la hizo más general, y demostró que cuando se aplicaban las nuevas ecuaciones modificadas al desplazamiento de Mercurio, se explicaba con precisión este desplazamiento. También sirvió para otras muchas cosas, pero dejemos eso de lado.

—¿Por qué no pudo Moriarty haber pensado eso? —dijo Gonzalo.

Drake contestó:

—Porque habría llamado a su trabajo Sobre la dinámica de Mercurio. No es posible que haya ideado algo para resolver esta paradoja astronómica que llevaba confundiendo a los astrónomos durante treinta años y haberlo llamado de otra manera.

Mason no parecía estar muy satisfecho:

—¿Lo que me están diciendo es que no hay nada sobre lo que pudiera haber escrito Moriarty y que se llamara Sobre la dinámica de un asteroide, y que además fuese un trabajo matemático de primera clase?

Drake hizo un aro de humo:

—Supongo que es lo que estoy diciendo. Otra cosa que estoy diciendo, supongo, es que sir Arthur Conan Doyle no sabía la suficiente astronomía ni para darle de comer a un canario, y que no sabía ni lo que estaba diciendo cuando inventó el título. Aunque supongo que no esté permitido decir ese tipo de cosas.

—No —dijo Mason con la cara redonda hundida en la miseria—. No en el universo sherlockiano.

—Con permiso —dijo Henry desde su puesto en la mesa auxiliar—. ¿Puedo hacer una pregunta?

Drake le contestó:

—Sabe perfectamente que puede, Henry. No me diga que usted es un astrónomo.

—No, señor. Por lo menos no más allá del conocimiento medio de un americano medio. Aun así, ¿me equivoco cuando digo que hay un gran número de asteroides conocidos?

—Más de mil setecientos tienen las órbitas calculadas, Henry —dijo Drake.

—Y se conocían algunos en los tiempos de Moriarty, ¿no?

—Claro. Varias docenas.

—En ese caso, señor —dijo Henry—, ¿por qué se llama La dinámica de un asteroide? ¿Por qué un asteroide?

Drake pensó un rato y dijo:

—Es una buena pregunta. No lo sé, a no ser que sea otra indicación de que Doyle no sabía lo suficiente.

—No diga eso —interrumpió Mason.

—Bueno, entonces diré que no lo sé.

—Posiblemente Moriarty hiciera sus cálculos para sólo un asteroide —dijo Gonzalo.

—Entonces habría titulado su libro La dinámica de Ceres o cualquiera que fuera el asteroide sobre el que estuviera trabajando.

Gonzalo dijo tozudamente:

—No, eso no es lo que quiero decir. No quería decir que hiciera cálculos para un asteroide particular. Quiero decir que a lo mejor escogió un asteroide al azar o trabajó con un asteroide ideal, uno que no existe en realidad. Y trabajó sobre la dinámica de este asteroide.

—Podría ser, Mario —dijo Drake—. La única pega es que si Moriarty hubiera trabajado sobre la dinámica de un asteroide, el sistema matemático básico sería válido para todos los asteroides y el título del trabajo sería La dinámica de los asteroides. Y, además, cualquier cosa que hiciera en ese aspecto sería newtoniana y carecería de valor excepcional.

—¿Quiere decir —dijo Gonzalo, intentando no darse por vencido— que no había ningún asteroide que tuviera alguna particularidad acerca de su órbita?

—En 1875 no había ninguno —dijo Drake—. Todos tenían órbitas entre Marte y Júpiter y todos se adaptaban a la teoría gravitacional con gran exactitud. Hoy en día, sí conocemos algunos asteroides con órbitas anormales. El primer asteroide atípico descubierto fue Eros, el cual tiene una órbita que lo acerca más al Sol de lo que se acerca a Marte. Por otro lado, este asteroide se acerca más a la Tierra, en ocasiones a tan sólo a veintidós millones de kilómetros, que cualquier otro cuerpo de su tamaño o mayor, exceptuando la Luna. Sin embargo, no fue descubierto hasta 1898. Luego, en 1906, se descubrió Achilles. Fue el primero de los asteroides troyanos, y son atípicos porque se desplazan alrededor del Sol en la órbita de Júpiter, aunque por delante o por detrás de este planeta.

—¿No pudo Moriarty haberse anticipado a estos acontecimientos y haber descrito estas órbitas atípicas? —preguntó Gonzalo.

—Aunque se hubiera anticipado, estas órbitas son atípicas en cuanto a su posición, pero no en cuanto a su dinámica. Los asteroides troyanos ofrecen algunas cuestiones teóricas de interés, pero ya habían sido contestadas por Lagrange un siglo antes.

Hubo un silencio corto, y luego intervino Henry:

—Pero el título está ahí, señor. Si aceptamos la premisa sherlockiana de que tiene que tener algún significado, ¿existe la posibilidad de que se refiriese a una época en la que sólo hubiera un cuerpo en órbita entre Marte y Júpiter?

Drake sonrió:

—No se haga el ignorante, Henry. Usted está hablando de la teoría de la gran explosión para explicar la existencia de asteroides.

Por un momento parecía que Henry iba a sonreír. Si tuvo la tentación de hacerlo lo disimuló muy bien y dijo:

—Alguna vez he leído la sugerencia de que una vez hubo un planeta entre Marte y Júpiter y que explotó.

—Esa teoría ya no se lleva —dijo Drake—, pero fue muy popular en su día. En 1801, cuando el primer asteroide, el Ceres, fue descubierto, resultó tener un diámetro de tan sólo unos setecientos kilómetros, lo cual es sorprendentemente pequeño. Lo que sorprendió aún más fue el hecho de que a lo largo de los tres años siguientes se descubrieron otros tres asteroides con órbitas muy similares. En seguida surgió la teoría de la explosión de un planeta.

—¿No podría estar refiriéndose el profesor Moriarty a este planeta antes de su explosión cuando hablaba de un asteroide? —dijo Henry.

—Supongo que sí, pero ¿por qué no lo llamó planeta? —dijo Drake.

—¿Habría sido realmente un gran planeta?

—No, Henry. Si se juntaran todos los asteroides no formarían un planeta mayor a unos mil seiscientos kilómetros de diámetro.

—¿No sería más aproximado a lo que conocemos hoy con el nombre de asteroide que a un planeta? Esto sería aún más claro en 1875, cuando se conocían menos asteroides y este cuerpo original habría parecido aún más pequeño.

—Quizá —dijo Drake—. Pero entonces, ¿por qué no lo llamó el asteroide?

—Quizá pensara el profesor Moriarty que llamarlo La dinámica del asteroide fuera un título demasiado específico. Quizá pensara que la teoría de la explosión no estaba lo suficientemente probada como para permitirle hablar de algo más que de un asteroide. A pesar de la falta de escrúpulos que demostró Moriarty fuera del mundo científico, debemos suponer que era un matemático meticuloso y exageradamente preciso.

Mason estaba sonriendo de nuevo:

—Eso me gusta, Henry. Es una idea genial —y tras decir esto le dio la razón a Gonzalo.

—Ya se lo dije —reiteró Gonzalo.

—Un momento. Vamos a ver a dónde nos lleva todo esto. Moriarty no puede estar sólo hablando de la dinámica del asteroide original como un cuerpo que gira alrededor del Sol, porque estaría siguiendo la teoría gravitacional, como lo hacen todos sus descendientes. Tendría que hablar acerca de la explosión. Estaría analizando las fuerzas dentro de la estructura del planeta que hicieran posible la explosión. Tendría que discutir sobre las consecuencias de la explosión, y todo esto está dentro de los límites de la teoría gravitacional. Tendría que calcular las fuerzas de tal manera que la resultante de la explosión diera lugar a efectos gravitacionales que dejara a los fragmentos asteroidales en la órbita en la que se encuentran hoy.

Drake se paró a pensar, asintió y continuó hablando:

—No estaría mal. Sería un problema matemático digno del cerebro de Moriarty, y podemos suponer que sería el primer paso de cualquier matemático que se atreve a enfrentarse a un problema astronómico tan complejo. Sí, me gusta.

—A mí también me gusta —dijo Mason—. Si me puedo acordar de todo lo que han dicho, ya tengo el artículo escrito. Dios mío, esto es maravilloso.

—De hecho, señores —dijo Henry—, creo que esta hipótesis es aún mejor de lo que ha planteado el doctor Drake. Creo recordar que el señor Rubin mencionó antes que debemos suponer que el tratado del profesor Moriarty fue suprimido por no encontrarse en los anales científicos. Me parece que si nuestra teoría logra explicar esta supresión se afianzará aún más.

—Desde luego —dijo Avalon—, pero ¿puede explicarlo?

—Suponga —dijo Henry con voz cálida— que por encima de la dificultad del problema y el mérito de resolverlo hay un motivo oculto que persigue Moriarty. Después de todo, estamos ante la destrucción de un mundo. Ante un criminal como Moriarty, cuya mente enferma discurría para producir el caos en la Tierra, para romper y corromper la sociedad y la economía mundial. Tenía que haber algo de fascinación en la destrucción física de un mundo. ¿No se le ocurriría pensar que en el asteroide primitivo pudiera existir otro como él? ¿Una persona llena de malicia que había osado alterar las peligrosas fuerzas del interior del planeta? Moriarty pudo haber imaginado que este super-Moriarty del asteroide original había destruido deliberadamente su mundo y toda la vida existente sobre él, incluyendo la suya propia, dejando a los asteroides que ahora existen como lápidas conmemorativas de su acción. ¿Existe la posibilidad de que Moriarty sintiera envidia de esta hazaña y que intentase realizar los cálculos necesarios para llevar a cabo esta misma acción en la Tierra? ¿No es posible que los pocos científicos europeos capaces de adivinar sólo una mínima parte de lo que Moriarty estaba diciendo en su tratado entendieran que lo que describía no era un modelo matemático del origen de los asteroides, sino el comienzo de una receta para llevar a cabo el crimen definitivo…, la destrucción de la Tierra, de la vida y de la creación de un cinturón de asteroides aún mayor? No sería sorprendente que una comunidad científica espantada suprimiera un trabajo de tales características.

Y cuando terminó de hablar Henry hubo un momento de silencio y Drake aplaudió. Los demás se unieron al aplauso.

Henry se ruborizó:

—Lo siento —murmuró cuando se hubieron acallado los aplausos—, creo que he hablado demasiado.

—En absoluto —dijo Avalon—. Fue un estallido sorprendente de poesía que me encantó oír.

—Yo, francamente, creo que es perfecto —dijo Halsted—. Es exactamente lo que haría Moriarty y explica todo. ¿No está de acuerdo, Ron?

—Lo pensaba decir —dijo Mason— en cuanto se me hubiera pasado el asombro. No pediré más que escribir un trabajo sherlockiano basado en el análisis de Henry. ¿Pero cómo voy a apropiarme de sus ideas?

—Son suyas, señor Mason —dijo Henry—. Mi regalo por haber iniciado una sesión tan sumamente gratificante. Como usted verá, yo también he sido un devoto lector de Sherlock Holmes durante un buen número de años.

FIN

Isaac Asimov - El crimen definitivo
  • Autor: Isaac Asimov
  • Título: El crimen definitivo
  • Título Original: The Ultimate Crime
  • Publicado en: More Tales of the Black Widowers (1976)

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