Patricia Highsmith: El hombre que escribía libros en su cabeza

E. Taylor Cheever escribía libros en su cabeza, nunca en el papel. Para cuando murió, a los sesenta y dos años, había escrito catorce novelas y creado ciento veintisiete personajes, de los que al menos él recordaba a todos con claridad.

Sucedió así: Cheever escribió una novela cuando tenía veintitrés años, titulada El desafío eterno, que fue rechazada por cuatro editores de Londres. Cheever, por entonces subdirector de un periódico de Brighton, mostró el manuscrito a tres o cuatro periodistas y críticos amigos suyos, todos los cuales le dijeron, en un tono que a Cheever le pareció tan brusco como el de las cartas de los editores de Londres: «Los personajes no resisten…, diálogo artificial…, el tema es poco claro… Ya que me pide usted que le sea franco, puedo decirle que no creo que esto tenga esperanzas de ser publicado, ni siquiera si lo reelabora… Mejor olvídese de esta y escriba otra…». Cheever había invertido todo su tiempo libre en la novela durante dos años, y casi había llegado a perder a la chica con la que esperaba casarse, Louise Welldon, porque le prestaba muy poca atención. Sin embargo, se casó con Louise tan solo unas pocas semanas después del diluvio de informes negativos sobre su novela. Aquello distaba mucho de ser la nota de triunfo con la que había contado reivindicarse ante su novia y embarcarse en el matrimonio.

Cheever disponía de una pequeña renta personal, y Louise contaba con algo más. Cheever no necesitaba trabajar. Se había imaginado que dejaría el trabajo en el periódico (con el impulso de haber publicado su primera novela), que escribiría más novelas y reseñas de libros y tal vez una columna sobre libros para el periódico de Brighton, y desde allí ascendería luego al Times y al Guardian. Trató de entrar como crítico literario en el Beacon de Brighton, pero no podían contratarlo de forma permanente. Además, Louise quería vivir en Londres.

Se compraron una casita de dos plantas en Cheyne Walk y la decoraron con muebles y alfombras que les dieron sus familias. Mientras tanto, Cheever estaba pensando en otra novela, que se proponía tener perfectamente ajustada antes de poner una sola palabra por escrito. Tan reservado fue que ni siquiera le dijo a Louise el título o el tema, ni comentó con ella ninguno de los personajes, aunque los tenía en mente con toda claridad: sus orígenes, motivaciones, gustos y apariencia, incluso el color de sus ojos. Su siguiente libro sería definitivo en cuanto al tema, sus personajes con cuerpo, sus diálogos exiguos y reveladores.

Se sentaba durante horas en su estudio en la casa de Cheyne Walk, de hecho subía después de desayunar y se quedaba allí hasta la hora del almuerzo, luego volvía a recluirse hasta la hora del té o de la cena como cualquier otro escritor laborioso, pero en su escritorio apenas si tomaba alguna nota, excepto por un ocasional «1877 + 53» y «1939 − 83», cosas así, para determinar la edad o el año de nacimiento de algún personaje. Le gustaba tararear suavemente para sí mientras deliberaba consigo mismo. Le llevó catorce meses pensar y escribir en su mente el libro, al cual llamaba El que echó a perder el juego (nadie más en el mundo conocía el título). Por entonces, ya había nacido Everett hijo. Tan bien sabía Cheever adónde iba con el libro que toda la primera página estaba estampada en su mente como si la viese impresa. Sabía que habría doce capítulos, y sabía lo que habría en ellos. Asignó, de memoria, secuencias completas de diálogo, y podía recordarlas a voluntad. Cheever pensó que podría escribir el libro en menos de un mes. Tenía una máquina de escribir nueva, un regalo de Louise para su último cumpleaños.

—Estoy listo… finalmente —dijo Cheever una mañana con un infrecuente aire de alegría.

—¡Oh, espléndido, cariño! —dijo Louise. No carente de tacto, ella jamás le preguntaba cómo iba su trabajo, porque percibía que a él eso no le gustaba.

Mientras Cheever hojeaba el Times y llenaba su primera pipa antes de subir a trabajar, Louise salió al jardín y cortó tres rosas amarillas, que colocó en un jarrón y llevó arriba, a la habitación de él. Luego se retiró silenciosamente.

El estudio de Cheever era atractivo y confortable, con un generoso escritorio, buena iluminación, libros de referencia y diccionarios a mano, un gran sofá de cuero en el que podía echar una siestecita si así lo deseaba, y vista al jardín.

Cheever notó las rosas sobre la mesita con ruedas, al costado de su escritorio, y sonrió agradecido. «Página Uno, Capítulo Uno», pensó. El libro iba a estar dedicado a Louise. «A mi esposa Louise». Simple y claro. «Fue una mañana gris de diciembre cuando Leonard…».

Lo dejó para después y encendió otra pipa. Había puesto una hoja de papel en la máquina de escribir, pero era la página del título, y hasta ahora no había escrito nada. De repente, a las 10:15 de la mañana, se dio cuenta de su aburrimiento, un aburrimiento opresivo, paralizante. Ya conocía el libro, estaba íntegramente en su cabeza, de hecho ¿para qué escribirlo?

La idea de martillar sobre las teclas durante las semanas siguientes, poniendo palabras que ya conocía a lo largo de doscientas noventa y dos páginas (eso estimaba Cheever), lo desanimó. Se dejó caer en el sofá verde y durmió hasta las once. Se despertó fresco y con una perspectiva renovada: después de todo el libro ya estaba hecho, no solo hecho sino pulido. ¿Por qué no seguir con alguna otra cosa?

Una idea sobre un huérfano que busca a sus padres llevaba dando vueltas en la cabeza de Cheever unos cuatro meses. Empezó a pensar en una novela sobre eso. Se sentaba todo el día en su escritorio, tarareando, mirando los papelitos, casi todos en blanco, mientras tamborileaba con la goma de borrar en la punta de un lápiz amarillo. Estaba creando.

Para cuando hubo pensado y terminado la novela del huérfano, bastante larga, su hijo ya tenía cinco años.

—Puedo escribir mis libros más adelante —le dijo Cheever a Louise—. Lo importante es que los piense.

Louise estaba desilusionada, pero ocultó sus sentimientos.

—Tu padre es escritor —le dijo a Everett hijo—. Novelista. Los novelistas no necesitan ir a trabajar como el resto de la gente. Pueden trabajar en casa.

El pequeño Everett estaba en un jardín de infancia, y los niños le preguntaban lo que hacía su padre. Para cuando Everett tenía doce años, comprendió la situación y la encontró sumamente ridícula, especialmente cuando su madre le dijo que su padre había escrito seis libros. Libros invisibles. Fue entonces cuando Louise empezó a cambiar de actitud con respecto a Cheever, de la tolerancia y el laissez-faire al respeto y la admiración. Sobre todo, y conscientemente, lo hacía para dar ejemplo a Everett. Ella era lo bastante convencional para creer que si su hijo le perdía el respeto a su padre, el carácter de su casa y hasta el hogar mismo se desbaratarían.

Cuando Everett llegó a los quince, ya no le resultaba divertido el trabajo de su padre, sino que lo avergonzaba y lo abochornaba cuando sus amigos iban a visitarlo.

—¿Novelas…? ¿Alguna buena…? ¿Puedo ver una? —preguntó Ronnie Phelps, otro chico de quince años y uno de los héroes de Everett. Que Everett hubiese conseguido traer a Ronnie a su casa para las vacaciones de Navidad era un golpe estupendo, y Everett estaba preocupado por que todo saliera bien.

—Es muy reservado al respecto —respondió Everett—. Las guarda en su habitación, ¿sabes?

—Siete novelas. Qué curioso que nunca haya oído hablar de él. ¿Quién es su editor?

Everett se encontró bajo una gran tensión, Ronnie también se puso incómodo y después de apenas tres días se fue a Kent con su familia. Everett se negaba a comer, casi, y no salía de su habitación, en la que dos veces su madre lo encontró llorando.

Cheever no sabía nada de esto. Louise formaba un escudo que lo protegía de toda alteración doméstica, de toda interrupción. Pero puesto que las vacaciones se extendían durante casi un mes y Everett se encontraba tan mal, ella le sugirió amablemente a Cheever que tomasen un crucero a alguna parte, tal vez a las Canarias.

Al principio, a Cheever lo espantó la idea. No le gustaban las vacaciones, no las necesitaba, solía decir. Pero después de veinticuatro horas decidió que un crucero era una buena idea.

—Puedo seguir trabajando —dijo.

En el barco, Cheever se sentaba durante horas en su silla sobre la cubierta, a veces con un lápiz, a veces no, a trabajar en su octava novela. No obstante, jamás tomó una sola nota en doce días. Louise, en su silla junto a él, sabía exactamente cuándo se tomaba un respiro, porque suspiraba y cerraba los ojos. Hacia el final de la jornada, a menudo parecía estar sosteniendo un libro entre las manos, dándole una hojeada, y ella entonces se percataba de que él estaba revisando su trabajo anterior, que se sabía de memoria.

—Ja, ja —se reía a veces suavemente, cuando un pasaje lo divertía. Y en otra parte, dando la impresión de estar leyendo, murmuraba—: Hum. No está mal, nada mal.

Everett, cuya silla se hallaba al otro lado de la silla de su madre, se ponía bruscamente de pie y se alejaba, indignado y sombrío, cuando su padre emitía esos gruñidos de satisfacción. El crucero no estaba resultando todo un éxito para Everett, dado que no había nadie de su edad excepto una chica, y Everett les anunció a sus padres y al amable camarero de cubierta que no tenía ningún deseo de conocerla.

Pero las cosas mejoraron cuando Everett se fue a Oxford. Al menos su actitud hacia su padre volvió a divertirlo. Su padre lo había vuelto bastante popular en Oxford, declaraba Everett.

—¡No todo el mundo tiene por padre a un limerick viviente! —le dijo a su madre—. ¿Puedo recitarte uno que…?

—Everett, por favor —dijo su madre con una frialdad que al instante le arrebató la sonrisa del rostro a Everett.

Cuando se acercaba a los sesenta, Cheever mostró signos de la enfermedad del corazón que lo mataría.

Siguió escribiendo en su mente tan firmemente como siempre, pero su médico le aconsejó que redujera sus horarios de trabajo y que durmiera la siesta dos veces al día. Louise le había explicado al médico (un nuevo doctor, un especialista) la clase de trabajo que hacía Cheever.

—Está concibiendo una novela —dijo Louise—. Eso puede ser tan agotador como escribirla, desde luego.

—Desde luego —coincidió el doctor.

Cuando a Cheever le llegó la hora, Everett era un hombre de treinta y ocho años, y él mismo tenía dos hijos adolescentes. Se había convertido en zoólogo. Everett y su madre, y cinco o seis allegados se reunieron en la habitación de hospital donde yacía Cheever bajo una tienda de oxígeno. Cheever estaba murmurando algo, y Louise se inclinó para poder oír.

—… de las cenizas a las cenizas —estaba diciendo Cheever—. ¡Atrás…! No se permiten fotógrafos… ¿Al lado de Tennyson? —esto último en voz más alta y suave—… monumento a la imaginación humana…

También Everett estaba escuchando. Ahora su padre parecía estar pronunciando alguna clase de discurso preparado. Un panegírico, pensó Everett.

—… pequeño rincón reverenciado por un público agradecido… ¡Ruido metálico!… ¡Con cuidado!

De pronto Everett se inclinó hacia adelante en un espasmo de risa.

—¡Se está sepultando a sí mismo en la abadía de Westminster!

—¡Everett! —dijo su madre—. ¡Silencio!

¡Ja, ja, ja!

La tensión de Everett explotó en carcajadas, y salió tambaleándose de la habitación y se derrumbó en un banco en el pasillo, apretando los labios en un desesperado esfuerzo por controlarse. Lo que lo hacía más gracioso era que ninguno de los otros en la habitación, excepto su madre, entendía la situación. Ellos sabían que su padre escribía libros en su cabeza, ¡pero no habían entendido para nada el pasaje del Rincón de los Poetas!

Después de unos momentos, Everett se calmó y volvió a entrar en la habitación. Su padre estaba tarareando, como solía hacer mientras trabajaba. ¿Seguía trabajando? Everett observó cómo su madre se inclinaba muy cerca de su padre para escuchar. ¿Estaba equivocado o era un fantasma del himno Land of Hope and Glory lo que oía brotar de la tienda de oxígeno?

Había terminado. A Everett le pareció, mientras salía de la habitación, que ahora deberían ir a la casa de sus padres a tomar las comidas preparadas para después del funeral; pero no…, el funeral no había tenido lugar realmente. Los poderes de su padre eran de verdad extraordinarios.

Unos ocho años después, Louise se estaba muriendo de neumonía a consecuencia de una gripe. Everett estaba con ella en su dormitorio en la casa de Cheyne Walk. Su madre estaba hablando de su padre, de que nunca había obtenido el reconocimiento y el respeto que se le debía.

—… hasta el final —dijo Louise— Está sepultado en el Rincón de los Poetas, Everett…, no hay que olvidarse de eso…

—Sí —dijo Everett, algo impresionado, casi creyéndoselo.

—Nunca hay lugar para las esposas allí, por supuesto… De otro modo podría estar con él —susurró.

Y Everett se abstuvo de decirle que  iba a estar con él en la parcela de la familia, en las afueras de Brighton. ¿O acaso era verdad? ¿No podrían encontrar otro nicho en el Rincón de los Poetas? «Brighton», se dijo Everett cuando la realidad empezaba a desmoronarse. «Brighton», se dijo para rescatarse a sí mismo.

—No estoy seguro —dijo—. Tal vez se pueda arreglar, mamá. Ya lo veremos.

Ella cerró los ojos, y una suave sonrisa se instaló en sus labios, la misma sonrisa de satisfacción que Everett había visto en el rostro de su padre cuando yacía bajo la tienda de oxígeno.

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Ficha bibliográfica

Autor: Patricia Highsmith
Título: El hombre que escribía libros en su cabeza
Título original: The Man Who Wrote Books in His Head
Publicado en: Slowly, Slowly in the Wind, 1979
Traducción: Ariel Dilon

[Relato completo]

Patricia Highsmith