¡Oh, ser un blobel! (Oh, to Be a Blobel!) es un relato antimilitarista de ciencia ficción escrito por Philip K. Dick y publicado en Galaxy Magazine en febrero de 1964. La historia sigue a George Munster, un veterano marcado por el trauma de haber participado en una guerra interestelar contra los blobels, una especie de alienígenas unicelulares. Durante el conflicto, Munster sirvió como espía, lo que le obligó a asumir la forma física de un blobel para infiltrarse en sus filas. Sin embargo, al terminar la guerra, los procedimientos médicos no lograron revertir completamente la transformación, dejándolo condenado a sufrir una metamorfosis diaria e involuntaria en una masa gelatinosa, lo cual afecta profundamente sus relaciones y su vida cotidiana. En busca de alivio, Munster acude a terapia para intentar sobrellevar las secuelas psicológicas de su traumática experiencia.
¡Oh, ser un blobel!
Philip K. Dick
(Cuento completo)
Insertó una moneda platinada de veinte dólares en la ranura y el analista se conectó, después de una pausa, con un brillo amistoso en los ojos. El analista giró en la silla, y agarró una pluma y una libreta de papel amarillo del escritorio.
—Buenos días, señor —dijo—. Ya puede empezar.
—Hola, doctor Jones. Supongo que usted no es el mismo doctor Jones que escribió la biografía definitiva de Freud. Eso fue hace un siglo. —Rió nerviosamente. Siendo un indigente, no estaba acostumbrado a tratar con los nuevos psicoanalistas totalmente homeostáticos—. ¿Hago asociación libre, le hablo de mi vida o qué?
—Quizá pueda comenzar diciéndome quién es usted und warum mich…, y por qué me ha escogido —dijo el doctor Jones.
—Soy George Munster del pasaje 4, edificio WEF-395, comunidad de San Francisco fundada en 1996.
—Tanto gusto, señor Munster.
El doctor Jones extendió la mano y George Munster se la estrechó. La mano, de una temperatura corporal agradable, era decididamente blanda. El apretón, sin embargo, era viril.
—Verá usted —dijo Munster—, soy ex soldado, veterano de guerra. Así es como obtuve mi apartamento en WEF-395. ¡Opción preferencial para veteranos!
—Ah, sí —dijo el doctor Jones, midiendo el paso del tiempo con un suave tictac—. La guerra con los blobels.
—Luché tres años en esa guerra —dijo Munster, alisándose nerviosamente el pelo largo, negro y ralo—. Odiaba a los blobels y me alisté como voluntario. Sólo tenía diecinueve años y tenía un buen empleo, pero la campaña para liberar el sistema solar de los blobels era lo primordial para mí.
—Mmm —dijo el doctor Jones, moviendo la cabeza y emitiendo su tictac.
—Luché bien —continuó George Munster—. De hecho, obtuve dos condecoraciones y un ascenso en el campo de batalla. Me nombraron cabo. Eso fue porque, sin ayuda de nadie, eliminé un satélite de observación lleno de blobels. Nunca sabremos exactamente cuántos, pues siendo blobels tienden a fusionarse y separarse de manera confusa.
Se interrumpió, abrumado por la emoción. Era agobiante recordar la guerra y hablar de ella. Se tendió en el diván, encendió un cigarrillo y trató de calmarse.
Los blobels habían migrado desde otro sistema estelar, probablemente Próxima. Varios miles de años atrás se habían instalado en Marte y Titán, obteniendo un gran éxito en sus proyectos agrarios. Eran evoluciones de las amebas unicelulares originales, muy grandes y con un sistema nervioso muy organizado, pero seguían siendo amebas. Tenían seudópodos, se reproducían por fisión binaria y eran repulsivos para los colonos terrícolas.
La guerra había estallado por problemas ecológicos. El Departamento de Asistencia Extranjera de la ONU deseaba modificar la atmósfera de Marte para hacerla más adecuada para los colonos procedentes de la Tierra. Pero este cambio era perjudicial para las colonias de blobels que ya estaban asentadas en Marte, lo cual provocó un conflicto.
Y, reflexionó Munster, no era posible cambiar sólo la mitad de la atmósfera de un planeta, a causa del movimiento browniano. Al cabo de diez años, la atmósfera modificada se había extendido por el planeta entero, provocando graves daños a los blobels. Al menos eso alegaban. En represalia, una flota blobel se aproximó a la Tierra y puso en órbita una serie de sofisticados satélites diseñados para alterar su atmósfera. Esta alteración no llegó a producirse porque la Oficina de Guerra de la ONU entró en acción; misiles autodirigidos destruyeron los satélites, y de este modo estalló la guerra.
—¿Está usted casado, señor Munster? —preguntó el doctor Jones.
—No, doctor. Y —Munster se estremeció—, sabrá por qué cuando termine de contarle. Verá, doctor… —Apagó el cigarrillo—. Seré franco. Yo era un espía de la Tierra. Esa era mi función. Me asignaron esa tarea por mi valentía en el campo de batalla. Yo no lo pedí.
—Entiendo —dijo el doctor Jones.
—¿De veras? —La voz de Munster se quebró—. ¿Sabe lo que era necesario en aquellos días para que un terrícola pudiera ser espía entre los blobels?
El doctor Jones asintió con la cabeza.
—Sí, señor Munster. Usted tenía que abandonar su forma humana y asumir la repelente forma de un blobel.
Munster guardó silencio. Abrió y cerró sus manos con amargura. Frente a él, el doctor Jones medía el tiempo con su tictac.
Esa noche, de vuelta en su pequeño apartamento de WEF-395, Munster abrió una botella de Teacher’s y se sentó a beber en una taza. Ni siquiera tenía fuerzas para buscar un vaso en el armario de la cocina. ¿Qué había conseguido en su sesión con el doctor Jones? Nada, por lo que él veía. Y había reducido aún más sus magros recursos económicos.
Magros porque durante doce horas diarias, él revertía, a pesar de todos sus esfuerzos y los esfuerzos de la Agencia de Hospitalización de Veteranos de la ONU, a su forma de blobel. Un guiñapo amorfo de aspecto unicelular, en medio de su apartamento de WEF-395. Sus recursos económicos consistían en una pequeña pensión de la Oficina de Guerra. Encontrar un empleo era imposible, porque apenas lo contrataban, la tensión lo hacía revertir allí mismo, ante las narices de su nuevo jefe y sus compañeros. No era éste el mejor modo de crear buenas relaciones laborales.
A las ocho de la noche sintió que revertía una vez más. Era una experiencia vieja y familiar para él, y la detestaba. Se apresuró a apurar su bebida, dejó la taza en una mesa, y sintió cómo se diluía en un charco homogéneo.
Sonó el teléfono.
—No puedo contestar —rezongó.
El contestador del teléfono recogió su angustiado mensaje y se lo transmitió a la persona que llamaba. Munster era una masa gelatinosa y transparente en medio de la alfombra; con movimientos ondulantes se dirigió hacia el teléfono, que aún sonaba a pesar de su orden, y sintió un furioso rencor. ¿Acaso no tenía suficientes problemas, sin tener que lidiar con un teléfono fastidioso?
Llegó hasta el aparato, extendió un seudópodo y sujetó el auricular. Con gran esfuerzo modeló su sustancia gelatinosa hasta obtener algo parecido a un aparato vocal de resonancia opaca.
—Estoy ocupado —gritó en dirección al micrófono con voz estentórea—. Llame más tarde.
«Llama mañana por la mañana —pensó mientras colgaba—. Cuando haya podido recobrar mi forma humana.» El apartamento quedó en silencio.
Suspirando, Munster se deslizó por la alfombra hasta la ventana, donde se irguió en posición vertical para ver el paisaje; tenía una mancha fotosensible en la superficie externa, y aunque no poseía un cristalino pudo apreciar con nostalgia la bahía de San Francisco, el puente Golden Gate y la isla de Alcatraz, que ahora era un campo de recreo para niños.
«Maldición —pensó con amargura—. No puedo casarme. No puedo vivir una auténtica existencia humana, porque revierto a la forma que esos tíos de la Oficina de Guerra me impusieron durante la campaña.»
Cuando aceptó la misión, no sabía que sufriría ese efecto de forma permanente. Le habían asegurado que era provisional, que sólo duraría mientras continuasen las hostilidades o alguna otra frase castrense. «Hostilidades, y un cuerno —pensó Munster con furioso e impotente rencor—. Ya han pasado once años.»
Los problemas psicológicos, la presión que sufría, eran tremendos. Por eso había visitado al doctor Jones.
De nuevo sonó el teléfono.
—De acuerdo —protestó Munster, y se deslizó trabajosamente por la habitación—. ¿Quieres hablar conmigo? —dijo mientras se aproximaba. El viaje era largo para alguien con forma de blobel—. Yo hablaré contigo. Incluso puedes encender la pantalla de vídeo y mirarme. —En el teléfono activó el interruptor que abría ambos canales, audio y vídeo—. Echa un buen vistazo —rugió, y exhibió su blanda forma ante la cámara de vídeo.
—Lamento molestarle en casa, señor Munster —dijo la voz del doctor Jones—, sobre todo cuando se encuentra en ese embarazoso estado. —El analista homeostático hizo una pausa—. Pero he dedicado un tiempo a tratar de resolver su problema. Quizá tenga, al menos, una solución parcial.
—¿Qué? —dijo Munster, sorprendido—. ¿Insinúa usted que ahora la ciencia médica puede…?
—No, no —se apresuró a decir el doctor Jones—. Los aspectos físicos trascienden mi competencia. Debe tener eso en cuenta, Munster. Cuando usted me consultó por su problema, se refería a la adaptación psicológica…
—Iré al consultorio a hablar con usted —dijo Munster, y de pronto comprendió que no podía. En su forma blobel tardaría días en reptar por la ciudad hasta el consultorio del doctor Jones—. Jones, usted ve los problemas que tengo. Estoy prisionero en este apartamento todas las noches, desde las ocho, hasta casi las siete de la mañana. Ni siquiera puedo ir a visitarlo para obtener ayuda.
—Silencio, Munster —interrumpió el doctor Jones—. Intento decirle algo. Usted no es el único que se encuentra en ese estado. ¿Lo sabía?
—Claro —suspiró Munster—. Ochenta y tres terrícolas fueron convertidos en blobels durante la guerra. De los ochenta y tres —conocía estos datos de memoria—, sesenta y uno sobrevivieron, y ahora existe una organización llamada Veteranos de la Guerra Antinatural, que cuenta con cincuenta socios. Yo soy uno de ellos. Nos reunimos dos veces por semana y revertimos al unísono… —Quería colgar. Así que esto era todo lo que había obtenido por su dinero, esta noticia vieja—. Adiós, doctor.
—Munster —murmuró nerviosamente el doctor Jones—, no me refiero a otros terrícolas. He investigado esto. Por lo que veo, según las listas de prisioneros de la biblioteca del Congreso, quince blobels fueron transformados en seudoterrícolas para espiar para su bando. ¿Comprende?
Después de una pausa, Munster murmuró:
—No del todo.
—Usted sufre un bloqueo mental que le impide recibir ayuda —dijo el doctor Jones—. He aquí mi propuesta, Munster. Venga a mi consultorio mañana a las once. Allí encontraremos la solución a su problema. Buenas noches.
—Cuando estoy en forma blobel no tengo demasiadas luces, doctor —dijo fatigosamente Munster—. Tendrá que disculparme.
Colgó, todavía intrigado. Así que había quince blobels paseándose por Titán en ese momento, condenados a tomar formas humanas. ¿Y qué? ¿A él de qué le servía esto? Quizá lo descubriera a las once de la mañana.
Al entrar en el consultorio del doctor Jones vio a una joven sumamente atractiva sentada en un sillón junto a una lámpara, leyendo un ejemplar de Fortune.
Automáticamente, Munster se sentó en un lugar desde donde pudiera observarla. Un elegante cabello teñido de blanco le caía en trenzas sobre la nuca. La observó con deleite, fingiendo leer su propio ejemplar de Fortune. Piernas esbeltas, codos menudos y delicados. Y un rostro de rasgos bien delineados y nítidos. Ojos inteligentes, nariz respingona. «Una muchacha encantadora», pensó. Se deleitó en esa imagen, hasta que de pronto, ella alzó la cabeza y lo miró fríamente.
—Es aburrido esperar —murmuró Munster.
—¿Visita a menudo al doctor Jones? —preguntó ella.
—No. Esta es la segunda vez.
—Yo nunca he estado aquí —dijo la muchacha—. Consultaba a otro psicoanalista electrónico totalmente homeostático en Los Angeles. Anteayer el doctor Bing, mi analista, me llamó para decirme que subiera a un avión y viera al doctor Jones esta mañana. ¿El doctor Jones es bueno?
—Supongo que sí —dijo Munster. «Veremos —pensó—. Eso es exactamente lo que no sabemos a estas alturas.»
La puerta del consultorio se abrió y apareció el doctor Jones.
—Señorita Arrasmith, señor Munster —dijo, saludándolos a ambos—. ¿Quieren pasar?
—¿Quién paga los veinte dólares? —preguntó la señorita Arrasmith, poniéndose de pie.
El analista guardó silencio. Se había desconectado.
—Yo pagaré —dijo la señorita Arrasmith hurgando en su cartera.
—De ninguna manera —dijo Munster—. Permítame.
Sacó un billete de veinte dólares y lo insertó en la ranura del analista.
—Es usted un caballero, señor Munster —dijo de inmediato el doctor Jones. Sonriendo, condujo a ambos al consultorio—. Tomen asiento, por favor. Señorita Arrasmith, permita que sin preámbulos explique su situación al señor Munster. —Y dirigiéndose a Munster dijo—: La señorita Arrasmith es una blobel.
Munster miró a la muchacha de hito en hito.
—Obviamente —continuó el doctor Jones—, ahora tiene forma humana. Se trata de un estado de reversión involuntaria. Durante la guerra operó detrás de las líneas terrícolas, actuando para la Liga de Guerra Blobel. Fue capturada y encarcelada, pero la guerra terminó y no fue juzgada ni sentenciada.
—Me liberaron —dijo la señorita Arrasmith con voz baja y controlada—, aún con forma humana. Me quedé aquí por vergüenza. No podía regresar a Titán y… —Su voz tembló.
—Este estado representa una gran vergüenza para cualquier blobel de casta alta —explicó el doctor Jones.
La señorita Arrasmith asintió con la cabeza, aferrando un pañuelo de lino irlandés y tratando de parecer equilibrada.
—Así es, doctor. Viajé a Titán para comentar mi estado con las autoridades médicas de allá. Después de una costosa y prolongada terapia, pudieron inducir un retorno a mi forma natural por un período de… —vaciló—, una cuarta parte del tiempo. Pero las otras tres cuartas partes soy como ustedes me ven ahora.
Agachó la cabeza y se llevó el pañuelo al ojo derecho.
—Cielos —protestó Munster—, es usted afortunada. La forma humana es infinitamente superior a la forma blobel. Yo lo sé bien. Un blobel debe reptar…, es como una gran medusa, sin esqueleto que lo mantenga erguido. Y la fisión binaria es espantosa, realmente espantosa, comparada con la forma terrícola de…, usted sabe, reproducción.
Se sonrojó.
El doctor Jones medía el tiempo con su tictac.
—Durante un período de seis horas ustedes dos coinciden en su forma humana —declaró—. Y durante una hora coinciden en su forma blobel. En total, son siete horas sobre veinticuatro en las que ambos tienen forma idéntica. En mi opinión… —jugó con su pluma y su papel—, siete horas no está mal. No sé si me he explicado con claridad.
—Pero el señor Munster y yo somos enemigos naturales —dijo la señorita Arrasmith al cabo de un momento.
—Eso fue hace años —dijo Munster.
—Correcto —convino el doctor Jones—. Es verdad, la señorita Arrasmith es básicamente blobel y usted, Munster, es terrícola, pero… —Gesticuló—. Ambos son parias en sendas civilizaciones. Ambos son seres marginados y, en consecuencia, el ego sufre una pérdida gradual de identidad. Predigo para ambos un deterioro paulatino que desembocará en un grave trastorno mental. A menos que ambos intenten un acercamiento.
El analista calló.
—Creo que somos afortunados, señor Munster —murmuró la señorita Arrasmith—. Como dijo el doctor Jones, nuestras formas coinciden siete horas por día. Podemos disfrutar de ese tiempo juntos, en vez de sufrir este desdichado aislamiento.
Le sonrió esperanzadamente, acomodándose el abrigo. Sin duda tenía una bonita silueta; el vestido escotado daba una buena idea de ello. Estudiándola, Munster reflexionó.
—Dele tiempo —le dijo el doctor Jones a la señorita Arrasmith—. Mi análisis predice que él sabrá entender y hará lo correcto.
Acomodándose el abrigo y enjugándose los grandes ojos oscuros, la señorita Arrasmith esperó.
Varios años después, sonó el teléfono en el consultorio del doctor Jones, quien respondió de la manera habitual.
—Por favor, señor o señora, deposite veinte dólares si desea hablarme.
—Escuche —dijo una recia voz masculina al otro lado de la línea—, ésta es la Oficina Legal de la ONU y no depositamos veinte dólares para hablar con nadie. Así que active ese mecanismo interno, Jones.
—Sí, señor —asintió el doctor Jones, y con la mano derecha activó la palanca que tenía detrás de la oreja y le permitía actuar gratuitamente.
—Allá por el 2037 —expuso el experto legal de la ONU—, ¿usted aconsejó a una pareja que se casara? ¿Un tal George Munster y una tal Vivian Arrasmith, hoy señora Munster?
—Pues sí —respondió el doctor Jones, tras consultar sus bancos de memoria integrados.
—¿Había investigado las ramificaciones legales de su decisión?
—Bien —dijo el doctor Jones—, eso no era de mi incumbencia.
—Puede ser acusado de aconsejar actos que contravienen las leyes de la ONU.
—Pero ninguna ley prohíbe el matrimonio entre una blobel y un terrícola.
—De acuerdo, doctor —dijo el experto de la ONU—. Me conformaré con echar un vistazo a sus historias clínicas.
—En absoluto —protestó el doctor Jones—. Eso atentaría contra mi ética profesional.
—Entonces conseguiremos una orden judicial y las incautaremos.
—Como quiera.
El doctor Jones llevó la mano atrás de la oreja para desconectarse.
—Espere. Quizá le interese saber que ahora los Munster tienen cuatro hijos. Y, siguiendo la ley de Mendel, la progenie sigue una secuencia uno-dos-uno. Una chica blobel, un varón híbrido, una chica híbrida, una chica terrícola. El problema legal surge porque el Consejo Supremo blobel reclama a la chica blobel pura como ciudadana de Titán y también sugiere que uno de los dos híbridos sea cedido a la jurisdicción del Consejo —explicó el experto legal de la ONU—. Por otra parte, el matrimonio Munster se está disolviendo. Están tramitando el divorcio y es difícil encontrar las leyes que se aplican a su situación.
—Sí, supongo que sí —admitió el doctor Jones—. ¿Por qué se está disolviendo el matrimonio?
—No lo sé ni me importa. Quizá por el hecho de que ambos adultos y dos de los cuatro hijos alternan diariamente entre la forma blobel y la terrícola. Quizá la tensión se ha vuelto excesiva. Si quiere darles consejo psicológico, atiéndalos. Adiós.
El experto de la ONU colgó.
«¿Fue un error aconsejarles que se casaran?», se preguntó el doctor Jones. Quizá debería localizarlos. Les debo eso al menos. Y abriendo el directorio de Los Angeles, empezó a buscar en la «M».
Habían sido seis años difíciles para los Munster.
En primer lugar, George se había trasladado de San Francisco a Los Angeles. Él y Vivian se habían instalado en un apartamento de tres habitaciones en vez de dos. Vivian, que tenía forma terrícola las tres cuartas partes del tiempo, había conseguido empleo; a plena vista del público, daba información sobre vuelos de pasajeros en el Quinto Aeropuerto de Los Angeles. En cambio, George…; su pensión equivalía a sólo una cuarta parte del sueldo de su esposa y esto lo amargaba. Para colmo, había buscado un modo de ganar dinero en casa. En una revista había encontrado este valioso anuncio:
GANE DINERO RÁPIDO SIN MOVERSE DE CASA. CRÍE RANAS TORO GIGANTES DE JÚPITER, CAPACES DE DAR SALTOS DE TREINTA METROS. SE PUEDEN UTILIZAR EN CARRERAS DE RANAS (DONDE ESTÉN AUTORIZADAS) Y…
En 2038 había comprado su primera pareja de ranas importadas de Júpiter y se había puesto a criarlas para obtener rápidos beneficios en su propio apartamento, en un rincón del sótano que Leopold, el dependiente parcialmente homeostático, le permitía usar gratuitamente.
Pero en la relativamente débil gravedad terrícola las ranas eran capaces de dar saltos enormes. Y el sótano resultó ser demasiado pequeño para ellas; rebotaban de pared en pared como verdes pelotas de ping pong y pronto murieron. Obviamente se necesitaba algo más que una parte del sótano de los apartamentos QEK-604 para criar a esos malditos bichos.
Luego había nacido su primera hija. Era una blobel pura; consistía en una masa gelatinosa las veinticuatro horas del día y George esperaba en vano que cobrara forma humana, aunque fuera sólo un instante.
Tuvo un feroz enfrentamiento con Vivian por este asunto, en uno de los períodos en que ambos tenían forma humana.
—¿Cómo puedo considerarla hija mía? —le preguntó—. Para mí es una criatura alienígena. —Estaba desalentado, horrorizado—. El doctor Jones debió haber previsto esto. Quizá sea hija tuya, tiene tu mismo aspecto.
Los ojos de Vivian se llenaron de lágrimas.
—Lo dices como un insulto.
—Claro que sí. Luchamos contra las alimañas como vosotros. No os considerábamos mejores que rayas venenosas. —Se puso el abrigo terriblemente malhumorado—. Me voy a la sede de los Veteranos de la Guerra Antinatural, a beber una cerveza con los muchachos.
Poco después se reunió con sus compañeros de la guerra, feliz de salir del apartamento.
La sede de Veteranos era un decrépito edificio de hormigón en el centro de Los Angeles, una reliquia del siglo XX que necesitaba una mano de pintura. La organización iba escasa de fondos porque la mayoría de sus socios vivían, como George Munster, de pensiones de la ONU. Sin embargo, había una mesa de billar, un viejo televisor 3D, algunas cintas de música popular y un juego de ajedrez. George usualmente bebía cerveza y jugaba al ajedrez con sus compañeros, tanto en forma humana como blobel; en ese lugar ambas eran aceptadas.
Esa noche se sentó con Pete Ruggles, un veterano que también se había casado con una hembra blobel que revertía, como Vivian, a la forma humana.
—Pete, no puedo seguir así. Mi hija es una masa viscosa. He querido hijos toda la vida, ¿y qué tengo ahora? Algo que parece arrojado a la playa por el mar.
Pete, que también tenía forma humana en ese momento, bebió un sorbo de cerveza.
—Caramba, George —respondió—. Admito que es un mal asunto, pero debías saber en qué te metías cuando te casaste con ella. Y, por Dios, según la ley de Mendel, el próximo niño…
—Quiero decir —interrumpió George—, que no siento respeto por mi propia esposa, y eso es lo fundamental. La considero una cosa. Y a mí también. Ambos somos cosas.
Bebió la cerveza de un trago.
—Pero desde el punto de vista blobel… —dijo Pete pensativamente.
—Oye, ¿de qué lado estás? —exclamó George.
—No me grites o te pegaré.
Poco después se enzarzaban en una pelea a puñetazos. Por suerte, Pete revirtió a blobel en el momento preciso y la cosa no pasó a mayores. Ahora George estaba solo, en forma humana, mientras Pete reptaba hacia otra parte, quizá para reunirse con otros muchachos que también habían asumido forma blobel.
«Quizá podamos fundar una nueva sociedad en una luna remota —se dijo George melancólicamente—. Ni terrícola ni blobel.
»Tengo que regresar con Vivian —resolvió George—. ¿Qué otra cosa me queda? Tengo suerte de haberla encontrado. De otro modo sólo sería un veterano bebiendo cerveza en este lugar cada día y cada noche, sin futuro, sin esperanzas, sin una auténtica vida…»
Ahora tenía un nuevo plan para ganar dinero. Era una empresa de pedidos por correo; había puesto un anuncio en el Saturday Evening Post: MAGNETITAS MÁGICAS DE LA SUERTE, ¡DE OTRO SISTEMA SOLAR! Las piedras procedían de Próxima y se podían comprar en Titán; Vivian le había organizado el acuerdo comercial con su gente. Pero hasta ahora pocas personas habían enviado el dólar cincuenta. «Soy un fracaso», se dijo George.
Afortunadamente, el siguiente hijo, nacido en el invierno de 2039, fue un híbrido; tenía forma humana el cincuenta por ciento del tiempo, y de este modo George tuvo al fin un hijo que era miembro de su propia especie, al menos de vez en cuando.
Aún estaba celebrando el nacimiento de Maurice, cuando una delegación de vecinos de los apartamentos QEK-604 llamó a su puerta.
—Tenemos una petición —dijo el presidente de la delegación, moviendo los pies con embarazo—, para solicitar que usted y la señora Munster se vayan de QEK-604.
—Pero ¿por qué? —preguntó George, desconcertado—. ¡Hasta ahora nunca han puesto objeciones a nuestra presencia!
—Pero ahora ustedes tienen un niño híbrido que querrá jugar con los nuestros, y no lo consideramos saludable para nuestros hijos.
George les cerró la puerta en las narices. Cada vez más, sentía la presión y la hostilidad de la gente que los rodeaba. «Y pensar —caviló con amargura— que luché en la guerra para salvar a estas gentes. Desde luego no ha valido la pena.»
Una hora después estaba de vuelta en la sede de Veteranos, bebiendo cerveza y hablando con su compañero Sherman Downs, también casado con una blobel.
—Sherman, así no vamos a ninguna parte. Nadie nos quiere. Tenemos que emigrar. Quizá probemos suerte en Titán, en el mundo de Vivian.
—Por todos los santos —protestó Sherman—. Me saca de quicio que te rindas, George. ¿Acaso tu cinturón reductor electromagnético no está empezando a venderse?
Durante los últimos meses, George había fabricado y vendido un complejo artilugio reductor electrónico que Vivian le había ayudado a diseñar. Se basaba en un artefacto blobel que era muy popular en Titán, pero desconocido en la Tierra. Y había funcionado bien. George tenía más pedidos de los que podía servir. Pero…
—Tuve una experiencia espantosa, Sherman —confesó George—. El otro día estaba en una tienda y me hicieron un gran pedido de cinturones reductores. Me entusiasmé tanto… —Se interrumpió—. Te imaginarás lo que sucedió. Revertí ante los ojos de un montón de clientes, y cuando el comprador vio eso, canceló su pedido. Era lo que todos tememos… Deberías haber visto cómo cambió su actitud hacia mí.
—Contrata a alguien que se encargue de las ventas —dijo Sherman—. Un terrícola puro.
—Yo soy terrícola puro —gruñó George—. Nunca lo olvides. Jamás.
—Sólo quiero decir…
—Sé lo que quieres decir —lo cortó George.
Intentó pegarle a Sherman, pero por fortuna falló y en el alboroto ambos revirtieron a su forma blobel. Se enzarzaron en una viscosa pelea pero, al fin, otros veteranos lograron separarlos.
—Soy tan terrícola como cualquiera —declaró George, desde su forma blobel—. Y aplastaré a quien diga lo contrario.
En su forma blobel no podía regresar a casa, y tuvo que telefonear a Vivian para que fuera a buscarlo. Era humillante. «El suicidio —pensó—. Ésa es la respuesta.»
¿Cuál era la mejor manera? En forma blobel no podía sentir dolor, así que le convenía hacerlo durante la reversión. Había varias sustancias que podían disolverlo. Por ejemplo, podía arrojarse a una piscina con mucho cloro, como la que QEK-604 tenía en su sala de recreo.
Vivian, en su forma humana, lo encontró una noche mientras vacilaba al borde de la piscina.
—George, te lo suplico, vuelve a ver al doctor Jones.
—No —dijo él con voz estentórea, configurando un sistema parecido al vocálico con una parte del cuerpo—. Es inútil, Vivian. No quiero seguir así.
Hasta los cinturones habían sido idea de Vivian, no de él. Iba a remolque en todo…, siempre detrás de ella, y rezagándose cada vez más con cada día que pasaba.
—Tienes mucho que ofrecer a los niños —dijo Vivian.
Eso era verdad.
—Quizá pase por la Oficina de Guerra de la ONU —decidió—. Hablaré con ellos para ver si la ciencia médica ha inventado algo nuevo que pueda estabilizarme.
—Pero si te estabilizas como terrícola —dijo Vivian—, ¿qué será de mí?
—Compartiríamos dieciocho horas cada día. ¡Todas las horas en que tienes forma humana!
—Pero no querrías seguir casado conmigo. Porque entonces, George, podrías salir con una terrícola.
Comprendió que no era justo para ella, así que abandonó la idea.
En la primavera de 2041 nació su tercer bebé, también una niña, e híbrida como Maurice. Era blobel de noche y terrícola de día. Entretanto, George encontró una solución para algunos de sus problemas. Se procuró una amante.
Él y Nina se veían en el hotel Elysium, un destartalado edificio de madera en el centro de Los Angeles.
—Nina —dijo George, bebiendo whisky Teachers y sentado junto a ella en el desvencijado sofá del hotel—, has hecho que mi vida sea digna de vivirse.
Le desabotonó los botones de la blusa.
—Te respeto —dijo Nina Glaubman, ayudándolo con los botones—. A pesar de que…, bueno, eres un ex enemigo de nuestra gente.
—Por Dios —protestó George—, no debemos pensar en los viejos tiempos. Tenemos que olvidar el pasado.
«Sólo cuenta el futuro», pensaba.
Su cinturón reductor había tenido tanto éxito, que su empresa había contratado a quince empleados terrícolas a tiempo completo, y poseía una pequeña y moderna fábrica en los alrededores de San Fernando. Si los impuestos de la ONU hubieran sido razonables, ya sería rico. Reflexionando acerca de eso, George se preguntaba cuál sería la tasa impositiva en las tierras administradas por los blobels. En Ío, por ejemplo. Quizá debería echarle un vistazo.
Una noche, en Veteranos, discutió el tema con Reinholt, el esposo de Nina, quien presuntamente ignoraba lo que había entre Nina y George.
—Reinholt —dijo George con dificultad, mientras bebía su cerveza—. Tengo grandes planes. El socialismo sobreprotector de la ONU no va conmigo. Me está asfixiando. El Cinturón Mágico Munster es… —gesticuló—… más de lo que la civilización terrícola puede comprender. ¿Me entiendes?
—Pero George —dijo Reinholt con frialdad—, tú eres terrícola. Si emigras a territorio blobel con tu fábrica, traicionarás a tu…
—Escucha —dijo George—, tengo una auténtica hija blobel, dos hijos medio blobel, y una cuarta en camino. Tengo fuertes lazos emocionales con esa gente, en Titán e Ío.
—Eres un traidor —dijo Reinholt, asestándole un puñetazo en la boca—. Y no sólo eso —continuó, pegándole en el estómago—, sino que estás liado con mi esposa. Te mataré.
Para escapar, George revirtió a la forma blobel. Los golpes de Reinholt atravesaron inofensivamente la sustancia húmeda y gelatinosa. Luego, Reinholt también revirtió, y penetró en él con ferocidad, tratando de absorber y consumir el núcleo de George.
Al igual que otras veces, otros veteranos los separaron antes de que pudieran causarse daños irreparables.
George todavía temblaba, esa noche, mientras hablaba con Vivian en el salón de su apartamento de ocho habitaciones en el grande y flamante edificio ZGF-900. Era una situación delicada, y desde luego, Reinholt se lo contaría a Vivian. Sólo era cuestión de tiempo. El matrimonio, a juicio de George, había terminado. Quizá éste fuera el último momento que compartían.
—Vivian —dijo con urgencia—, debes creerme. Te amo. Tú y los niños, además de la empresa de cinturones, sois toda mi vida. —Se le ocurrió una idea desesperada—. Marchémonos ahora, esta noche. Prepara a los niños y vete ya mismo a Titán.
—No puedo —respondió Vivian—. Sé cómo me trataría mi gente, y cómo os trataría a ti y a los niños. George, vete tú. Traslada la fábrica a Ío. Yo me quedaré aquí.
Las lágrimas humedecieron sus ojos oscuros.
—Por Dios, ¿qué clase de vida sería ésa? Tú en la Tierra y yo en Ío…, no sería un matrimonio. ¿Y quién se queda con los niños?
Posiblemente Vivian obtendría la custodia. Pero su empresa contaba con abogados de talento. Quizá pudiera usarlos para resolver sus problemas domésticos.
A la mañana siguiente, Vivian se enteró de su relación con Nina y también contrató a un abogado.
—Escucha —dijo George, hablando por teléfono con su principal abogado, Henry Ramarau—. Consígueme la custodia de la cuarta niña. Ella será terrícola. Y haré concesiones con los dos híbridos. Yo me quedaré con Maurice y ella puede quedarse con Kathy. Y, desde luego, también se quedará con esa masa viscosa, esa presunta hija. En lo que a mí respecta, es suya de todos modos. —Colgó bruscamente y se volvió hacia el comité de dirección de su compañía—. ¿Dónde estábamos? Ah, el análisis de las leyes fiscales de Ío.
Durante las siguientes semanas, la idea de trasladarse a Ío le pareció cada vez más viable desde el punto de vista de los beneficios y las ventajas fiscales.
—Compra terrenos en Ío —le ordenó George a su agente, Tom Hendricks—. Y cómpralos baratos. Queremos empezar bien. —A su secretaria, la señorita Nolan, le dijo—: No deje que nadie entre en mi oficina hasta nuevo aviso. Me temo que pronto sufriré un atentado. Por rechazo ante este traslado de la Tierra a Ío. Y también por problemas personales.
—Sí, señor Munster —respondió la señorita Nolan, acompañando a Tom Hendricks fuera de la oficina—. Nadie lo molestará.
Podía confiar en que ella no permitiría que nadie entrara mientras George revertía a su forma blobel, como le sucedía con frecuencia últimamente. La presión que sufría era inmensa.
Cuando George recobró su forma humana, la señorita Nolan le informó que había llamado un tal doctor Jones.
—Maldición —dijo George, acordándose de lo ocurrido seis años atrás—. Pensé que ya estaría en la pila de la chatarra. Llame al doctor Jones, y avíseme cuando lo tenga. Me tomaré un minuto para hablar con él.
Era como en los viejos tiempos en San Francisco. Poco después, la señorita Nolan tenía al doctor Jones al teléfono.
—Doctor —dijo George, recostándose en la silla giratoria y acariciando una orquídea que tenía sobre el escritorio—, me alegra oírle.
—Señor Munster —dijo el analista homeostático—, veo que ahora tiene secretaria.
—Sí, ahora soy un magnate de los negocios. Estoy en el negocio de los cinturones reductores. Es algo parecido al collar antipulgas que usan los gatos. ¿En qué puedo servirle?
—Creo que tiene usted cuatro hijos.
—En realidad tres, más una cuarta en camino. Escuche, doctor, esa cuarta hija es vital para mí. Según la ley de Mendel, es terrícola pura, y estoy haciendo todo lo que está en mi mano para obtener la custodia. Usted se acordará de Vivian, ¿no? Pues bien, ella regresó a Titán, con su gente, donde corresponde. Yo estoy pagando a algunos de los mejores médicos para que me estabilicen. Estoy harto de esta reversión constante, noche y día. No tengo tiempo para tonterías.
—Por el tono, noto que usted es un hombre importante y atareado, señor Munster. Ha progresado desde que lo vi la última vez.
—Vaya al grano —dijo George con impaciencia—. ¿Por qué ha llamado?
—Pensé que, bueno…, que quizá pudiera reconciliarlo con Vivian.
—Bah —resopló George—. ¿Esa mujer? Nunca. Escuche, doctor, tengo que colgar. Estamos acabando de perfilar una estrategia comercial, aquí en Munster Inc., y estoy muy ocupado.
—Señor Munster —preguntó el doctor Jones—, ¿hay otra mujer?
—Hay otra blobel, si a eso se refiere —dijo George, y colgó. «Dos blobels es mejor que ninguna», se dijo. Y regresó a sus ocupaciones. Apretó un botón del escritorio y la señorita Nolan asomó la cabeza en su oficina—. Señorita Nolan, póngame con Hank Ramarau, quiero averiguar…
—El señor Ramarau espera en la otra línea. Es urgente.
Pasando a la otra línea, George dijo:
—Hola, Hank. ¿Qué hay de nuevo?
—Acabo de descubrir que para poder dirigir tu fábrica de Ío debes ser ciudadano de Titán.
—Eso es fácil de solucionar —dijo George.
—Pero para ser ciudadano de Titán… —Ramarau titubeó—. Te lo diré del modo más fácil, George. Tienes que ser blobel.
—Rayos, soy blobel. Al menos durante parte del tiempo. ¿Eso no basta?
—No —dijo Ramarau—. También investigué ese aspecto, conociendo tu enfermedad, y tiene que ser el cien por cien del tiempo. Noche y día.
—Mmm, esto es malo, pero lo arreglaremos de algún modo. Escucha, Hank, tengo una cita con Eddy Fulbright, mi coordinador médico. Te llamaré después, ¿de acuerdo?
Colgó y se sentó, frunciendo el entrecejo y frotándose la barbilla. «Bien —decidió—, si las cosas son así, son así. Los hechos son hechos, y no podemos permitir que se interpongan en nuestro camino.» Descolgó el teléfono y llamó a su médico, Eddy Fulbright.
La moneda platinada de veinte dólares rodó por la ranura y activó el circuito. El doctor Jones se conectó, miró hacia arriba y vio a una despampanante joven de pechos puntiagudos a quien reconoció —por medio de un rápido escrutinio de sus bancos de memoria— como la esposa de George Munster, Vivian Arrasmith.
—Buenos días, Vivian —dijo cordialmente—. Tenía entendido que estaba usted en Titán.
Se puso de pie, ofreciéndole una silla.
—Doctor —gimió Vivian, enjugándose los grandes ojos oscuros—, todo se está derrumbando. Mi esposo tiene un romance con otra mujer…, sólo sé que se llama Nina, y los muchachos de la Asociación de Veteranos hablan de ello. Supongo que es terrícola. Ambos queremos el divorcio. Pero tendremos una espantosa batalla legal por los niños. —Se acomodó púdicamente el abrigo—. Además estoy esperando una cuarta criatura.
—Lo sé —dijo el doctor Jones—. Esta vez terrícola pura, si la ley de Mendel no miente, aunque sólo se aplicaba a las camadas.
—Estuve en Titán, hablando con expertos en derecho y medicina —sollozó la señora Munster—, con ginecólogos, y sobre todo con especialistas en orientación conyugal. El mes pasado recibí toda clase de consejos. Ahora acabo de regresar a la Tierra pero no encuentro a George; ha desaparecido.
—Ojalá pudiera ayudarla, Vivian. Charlé con su esposo el otro día, pero sólo habló de generalidades; evidentemente, es un magnate tan importante que es difícil tener una conversación con él.
—Y pensar que lo ha conseguido todo porque yo le di una idea, una idea blobel.
—Ironías del destino. Ahora bien, si quiere conservar a su esposo, Vivian…
—Estoy resuelta a conservarlo, doctor Jones. Con franqueza, me he sometido a terapia en Titán, la más novedosa y cara, y es porque amo mucho a George, aun más de lo que amo a mi propia gente o mi planeta.
—¿A qué se refiere? —preguntó el doctor Jones.
—Gracias a los más modernos adelantos médicos del sistema solar, me han estabilizado, doctor Jones. Ahora tengo forma humana veinticuatro horas al día en vez de dieciocho. He renunciado a mi forma natural con tal de conservar mi matrimonio con George.
—El sacrificio supremo —dijo el doctor Jones, conmovido.
—Ahora, si tan sólo pudiera encontrarlo, doctor…
En la ceremonia de inauguración de Ío, George Munster se deslizó gradualmente hasta la pala, extendió un seudópodo, aferró la herramienta y excavó una cantidad simbólica de terreno.
—Es un gran día —dijo con voz hueca y estentórea, mediante la imitación de aparato vocal que había modelado con la sustancia viscosa y plástica que constituía su cuerpo unicelular.
—Así es, George —convino Hank Ramarau, que llevaba los documentos legales.
El funcionario de Ío, que era una gran masa transparente, como George, se acercó a Ramarau y sostuvo los documentos.
—Los entregaré a mi gobierno —declaró con voz tonante—. Estoy seguro de que están en orden, señor Ramarau.
—Le garantizo —le dijo Ramarau al funcionario— que el señor Munster no revierte a la forma humana en ningún momento. Ha utilizado las técnicas más avanzadas de la ciencia médica para lograr esta estabilidad en la fase unicelular de su rotación. Munster no nos engañaría al respecto.
«Este momento histórico —proclamó telepáticamente la gran mancha que era George Munster ante la multitud de blobels que asistían a la ceremonia—, significa un estándar de vida más alto para los ionianos. Traerá empleos y prosperidad a la zona, además del orgullo nacional de participar en la manufacturación de lo que ahora reconocemos como un invento nativo, el Cinturón Mágico Munster.»
La multitud de blobels lanzó hurras telepáticos.
«Esto es motivo de orgullo para mí», les transmitió George Munster, y comenzó a reptar hacia el coche, donde su chófer esperaba para llevarlo al hotel de Ciudad Ío.
Un día se adueñaría del hotel. Estaba invirtiendo las ganancias de su negocio en bienes raíces locales. Era un gesto patriótico y rentable, como le habían dicho otros ionianos, otros blobels.
«Al fin soy un hombre de éxito», dijo George Munster a todos los que estaban a distancia suficiente para recibir sus emisiones telepáticas. Entre hurras frenéticos, se deslizó rampa arriba y entró en su coche fabricado en Titán.
FIN