Poppy Z. Brite: Su boca sabrá a ajenjo

«Su boca sabrá a ajenjo» (His Mouth Will Taste of Wormwood) es un relato de terror de Poppy Z. Brite, publicado en 1990. Narra la historia de Howard y su amigo Louis, dos jóvenes desilusionados por la vida que buscan emociones extremas en el robo de tumbas y la acumulación de objetos profanos, mientras se adentran en los placeres carnales y la experimentación con otros estímulos. En una de sus excavaciones hallan un amuleto vudú cuyo poder les abre las puertas a un mundo sobrenatural y terrorífico. Influenciado por «El sabueso» de H. P. Lovecraft, el relato combina lo macabro con un estilo gótico moderno, evocando ecos de los Mitos de Cthulhu.

Poppy Z. Brite - Su boca sabrá a ajenjo

Su boca sabrá a ajenjo

Poppy Z. Brite
(Cuento completo)

—A la salud de los tesoros y placeres de la tumba —dijo mi amigo Louis, y alzó su vaso de absenta hacia mí en ebria bendición.

—A la de los lirios funerales —respondí— y de los tranquilos y pálidos huesos. —Bebí profundamente de mi vaso. La absenta cauterizó mi garganta con su sabor, parte pimienta, parte regaliz, parte podredumbre. Había sido uno de nuestros mayores hallazgos: más de cincuenta botellas del licor ahora declarado fuera de la ley, selladas en una tumba familiar de Nueva Orleans. Transportarlas fue un engorro, pero una vez que aprendimos a gozar del sabor del ajenjo, nuestra constante embriaguez estuvo asegurada por largo, largo tiempo. También nos habíamos llevado el cráneo del patriarca de la cripta, y ahora residía sobre terciopelo en un enclave de nuestro museo.

Louis y yo, entiendan, éramos soñadores de un tipo tenebroso e inquieto. Nos conocimos en nuestro segundo año de universidad y descubrimos rápidamente que compartíamos un rasgo vital: ambos nos sentíamos insatisfechos con todo. Bebíamos whisky puro y declarábamos que era demasiado blando. Tomábamos extrañas drogas, pero las visiones que nos proporcionaban eran de vacío, insensatez, lenta descomposición. Los libros que leíamos eran aburridos; los artistas que vendían sus coloristas cuadros por la calle eran meros mercenarios a nuestros ojos; la música que oíamos nunca era bastante fuerte, nunca bastante dura, para motivarnos. Estábamos absolutamente ahítos, nos decíamos el uno al otro. Por todas las impresiones que dejaba el mundo sobre nosotros, nuestros ojos podrían haber sido muertos agujeros negros en nuestras cabezas.

Durante un tiempo pensamos que nuestra salvación residía en la magia suscitada por la música. Estudiamos grabaciones de extrañas disonancias sin nombre, asistimos a actuaciones de oscuras bandas en sucios clubs mal iluminados. Pero la música no nos salvó. Durante un tiempo nos distrajimos con la carne. Exploramos los húmedos territorios alienígenas entre las piernas de cualquier muchacha que quisiera tener algo que ver con nosotros, a veces separadamente, a veces ambos en la cama juntos con una muchacha o más. Atamos sus muñecas y sus tobillos con encaje negro, lubricamos y perforamos todos sus orificios, las avergonzamos con sus propios placeres. Recuerdo una belleza de pelo malva, Felicia, que fue conducida a un salvaje y sollozante orgasmo por la insistente lengua de un perro callejero que recogimos. La contemplamos desde el otro lado de la habitación, aturdidos por la droga y sin movernos.

Cuando hubimos agotado las posibilidades de las mujeres buscamos las de nuestro propio sexo, anhelando la curva andrógina de los pómulos de un muchacho, el fundido flujo de la eyaculación invadiendo nuestras bocas. Finalmente nos dedicamos el uno al otro, buscando los umbrales del dolor y del éxtasis que nadie había sido capaz de ayudarnos a alcanzar. Louis me pidió que dejara crecer mis uñas y las afilara hasta que parecieran agujas. Cuando rasgué con ellas su espalda, brotaron diminutas cuentas de sangre en los furiosos surcos que dejaron. A él le encantó permanecer inmóvil, fingiendo sumisión a mí, mientras yo lamía la salada sangre. Después fue su turno: me atacó con su boca, y su lengua pareció abrir un surco de fuego líquido en mi piel.

Pero el sexo no nos salvó tampoco. Nos encerramos en nuestra habitación y no vimos a nadie durante muchos días consecutivos. Finalmente nos retiramos a la reclusión del ancestral hogar de Louis cerca de Baton Rouge. Sus padres habían muerto: un pacto de suicidio, apuntó Louis, o quizás un suicidio y un asesinato. Louis, hijo único, retuvo el hogar y la fortuna de la familia. Construida al borde de un vasto pantano, la casa de la plantación se alzaba sepulcral entre la tenebrosidad que siempre la rodeaba, incluso en medio de una tarde de verano. Robles de enormidad primordial formaban un dosel sobre la casa, y sus ramas eran como negros brazos de los que colgaba en abundancia el musgo negro. El musgo estaba por todas partes, recordándome un quebradizo cabello gris, agitándose como el pelo de una arpía en la húmeda brisa del pantano. Tenía la impresión de que, si se le dejaba crecer libre, el musgo terminaría por brotar del marco de la adornada ventana y de las aflautadas columnas de la propia casa.

El lugar estaba desierto excepto por nosotros. El aire era pesado con el luminoso aroma de las magnolias y el hedor de los gases del pantano. Por la noche nos sentábamos en la terraza y bebíamos botellas de vino de la bodega familiar, mirando a través de una creciente bruma alcohólica los fuegos fatuos que parpadeaban hacia nosotros allá a lo lejos en el pantano. Hablábamos obsesivamente de nuevas emociones y de cómo podríamos conseguirlas. El ingenio de Louis brillaba vivo cuando estaba aburrido, y la noche que mencionó por primera vez el robo de tumbas yo me eché a reír. No pude imaginar que hablara en serio.

—¿Qué vamos a hacer con un puñado de viejos restos resecos? ¿Triturarlos para preparar una poción de vudú? Prefiero tu idea de incrementar nuestra tolerancia a varios venenos.

El agudo rostro de Louis restalló en mi dirección. Sus ojos eran dolorosamente sensibles a la luz, de modo que incluso en aquella semioscuridad llevaba gafas oscuras y era imposible ver su expresión. Mantenía su pelo rubio cortado muy corto, de modo que se alzó en locos mechones cuando se pasó una nerviosa mano por él.

—No, Howard. Piensa en ello: nuestra propia colección de muertos. Un catálogo de dolor, de fragilidad humana…, para nosotros solos. Sobre el fondo de una tranquila belleza. Piensa en lo que sería caminar por un lugar así, meditando, reflexionando en tu propia efímera esencia. ¡Piensa en hacer el amor en una sepultura! Solo tenemos que reunir las partes…, ellas crearán un todo en el que podemos caer.

(A Louis le gustaba hablar en crípticos retruécanos; anagramas y palíndromos también, y se sentía atraído hacia todo tipo de rompecabezas. Me pregunto si no fue esta la raíz de su determinación de mirar al insondable ojo de la muerte y dominarlo. Quizá vio la mortalidad de la carne como un gigantesco rompecabezas y crucigrama que, si encajaba todas las partes en su lugar, podría resolver y así derrotar. A Louis le hubiera encantado vivir eternamente, aunque nunca hubiera llegado a saber qué hacer con todo ese tiempo).

Pronto extrajo su pipa de hachís para endulzar el sabor del vino, y no hablamos más del robo de tumbas aquella noche. Pero el pensamiento no se apartó de mí durante las lánguidas semanas que siguieron. El olor de una tumba recién abierta, pensé, tenía que ser, a su manera, tan embriagador como el perfume del pantano o el sudor más íntimo de una muchacha. ¿Podíamos realmente reunir una colección de tesoros sepulcrales que valiera la pena contemplar, que aplacara nuestras febriles almas?

Las caricias de la lengua de Louis se hicieron lánguidas. A veces, en vez de acurrucarse conmigo entre las negras sábanas de satén de nuestra cama, dormía en una retorcida manta en una de las habitaciones subterráneas. Esas habitaciones habían sido construidas originalmente con una finalidad indeterminada pero siempre intrigante: allí se habían celebrado reuniones de abolicionistas, me había dicho Louis, y un fin de semana de amor libre, y una ansiosa pero alocadamente incompetente misa negra con su correspondiente virgen vestal y sus velas fálicas.

Esas habitaciones eran donde se instalaría nuestro museo. Finalmente llegué al acuerdo con Louis de que solo la profanación de tumbas podía curarnos del más tremendo aburrimiento que estábamos sufriendo. No podía soportar el contemplar su atormentado sueño, la palidez de sus huecas mejillas, el delicado oscurecimiento como un hematoma de la piel debajo de sus parpadeantes ojos. Además, la idea del robo de tumbas había empezado a atraerme. En la corrupción definitiva, ¿no podíamos hallar el camino a la salvación definitiva?

Nuestro primer horrendo premio fue la cabeza de la madre de Louis, podrida como una calabaza abandonada entre las enredaderas, medio destrozada por dos balas de un antiguo revólver de la Guerra Civil. La tomamos de la cripta familiar a la luz de una luna llena. Los fuegos fatuos brillaban débilmente, como murientes faros en alguna orilla inalcanzable, mientras nos arrastrábamos de vuelta a la rectoría. Yo arrastraba tras de mí el pico y la pala, Louis cargaba con el putrescente trofeo metido bajo su brazo. Después de bajar al museo, encendí tres velas aromatizadas con las bermejas especias del otoño (la estación en la que habían muerto los padres de Louis), mientras Louis colocaba la cabeza en el nicho que había preparado para ella. Creí detectar una cierta ternura en su actitud.

—Recibe las bendiciones de la familia —murmuró, limpiándose con aire ausente en la solapa de su chaqueta unos jirones de pulposa carne que se habían adherido a sus dedos.

Pasamos un tiempo feliz aprovisionando el museo, puliendo los preciosos metales incrustados de las fijaciones de las paredes, barriendo el polvo que se acumulaba en los dibujos sobre terciopelo del papel de la pared, quemando alternativamente incienso y trozos de tela que habíamos saturado con nuestra sangre, a fin de proporcionar a las habitaciones el olor que deseábamos…, un perfume de cementerio lo suficientemente fuerte como para conducirnos al frenesí. Viajamos lejos para reunir nuestra colección, pero siempre regresábamos a casa con cajas llenas de cosas que se suponía que ningún hombre debía poseer nunca. Oímos hablar de una muchacha de ojos violeta que había muerto en alguna distante ciudad; antes de siete días poseíamos esos ojos en un adornado frasco de cristal tallado lleno de formaldehído. Raspamos polvo de huesos y nitro del fondo de antiguos ataúdes; robamos las apenas marchitadas cabezas y manos de niños recién metidos en sus tumbas, con sus pequeños y blandos dedos y sus labios como pétalos de flores. Conseguimos chucherías y preciosos recuerdos, vermiculados libros de plegarias y sudarios incrustados con moho. No me había tomado en serio las palabras de Louis de hacer el amor en un sepulcro…, pero tampoco había pensado en el placer que podía infligir con un fémur empapado en aceite de rosas.

La noche de la que he hablado —la noche en que brindamos por la tumba y sus riquezas— acabábamos de adquirir nuestro más espléndido premio. Después de los brindis planeamos una orgía de celebración en un club nocturno de la ciudad. Habíamos regresado de nuestros más recientes viajes con el habitual surtido de sacos y cajas, pero además con una cajita pequeña cuidadosamente envuelta y metida en el bolsillo del pecho de Louis. La cajita contenía un objeto sobre cuya existencia tan solo habíamos especulado anteriormente. A partir de ciertas murmuraciones medio articuladas de un viejo ciego cuya lengua soltamos con licor barato en un bar del Barrio Francés, rastreamos los rumores de un cierto fetiche o amuleto en un cementerio negro en la zona bayou del sur. Se decía que el fetiche era una cosa de sorprendente belleza, capaz de atraer a cualquier amante a la cama de uno, hechizar a un enemigo hasta conducirlo a la enfermedad y a una dolorosa muerte, y (esto, creo, fue lo que más intrigó a Louis) devolver multiplicado por diez sus conjuros a cualquiera que lo usara con algo menos que un toque maestro.

Una densa niebla flotaba baja sobre el cementerio cuando llegamos allí, aferrándose a nuestros tobillos, envolviendo las lápidas de madera y piedra, fundiéndose bruscamente en algunos lugares para revelar una retorcida raíz o un mancha de ennegrecida hierba, luego volviendo a cerrarse. Nos abrimos camino a la luz de la luna menguante siguiendo un sendero invadido por la hierba. Las tumbas estaban decoradas con elaborados mosaicos de cristales rotos, monedas, tapones corona de botellas, conchas de ostras lacadas en plata y oro. Algunos montículos estaban delimitados por botellas vacías enterradas boca abajo en la tierra. Vi un solitario santo de argamasa cuyos rasgos habían sido carcomidos por el viento y la lluvia. Pateé medio enterradas latas oxidadas que en su tiempo habían contenido flores; ahora solo contenían desnudos tallos quebradizos y pestilente agua de lluvia, o nada en absoluto. Solo el aroma de los lirios silvestres invadía la noche.

La tierra en una esquina del cementerio parecía más negra que el resto. La tumba que buscábamos estaba marcada tan solo por una tosca cruz de madera quemada y retorcida. Éramos hábiles en el arte de violar a los muertos; pronto teníamos el ataúd al descubierto. Las planchas estaban curvadas por los años en la húmeda tierra. Louis abrió la tapa con su pala, y a la escasa y acuosa luz de la luna miramos lo que había dentro.

De su ocupante no conocíamos casi nada. Algunos decían que allí yacía enterrada una horriblemente desfigurada vieja hechicera. Otros decían que se trataba de una muchacha con un rostro tan encantador y frío como la luz de la luna reflejada en el agua, y un alma más cruel que el propio Destino. Otros más afirmaban que el cuerpo no era en absoluto el de una mujer, sino el de un sacerdote vudú blanco que había gobernado el bayou. Tenía unos rasgos de una fría belleza ultraterrena, decían, y todo un almacén de pociones y fetiches que manejaba con las más consideradas bendiciones…, o las más terribles maldiciones. Esta era la historia que más nos gustaba a Louis y a mí; el capricho del hechicero nos atraía, y el hecho de su belleza.

Ningún rastro de belleza quedaba ahora en la cosa que había en el ataúd…, al menos no el tipo de belleza que un ojo apreciaría. Louis y yo quedamos prendados de la translúcida piel como pergamino tensada sobre unos huesos largos que parecían haber sido tallados en marfil. Las delicadas y quebradizas manos dobladas sobre el hundido pecho, las negras cavernas de los ojos, los incoloros mechones de pelo que aún se aferraban al fino domo blanco del cráneo…, para nosotros todas aquellas cosas eran la poesía de la muerte.

Louis pasó su linterna sobre los marchitos tendones del cuello. Allí, en una cadena de plata ennegrecida por el tiempo, estaba el objeto que habíamos venido a buscar. No era ninguna tosca muñeca de cera o un trozo de raíz seca. Louis y yo nos miramos mutuamente, emocionados por la belleza de la cosa; luego, como en un sueño, tendimos la mano para cogerla. Aquel era nuestro premio de la noche, nuestro botín de la tumba del hechicero.

—¿Qué te parece mi aspecto? —preguntó Louis mientras nos vestíamos.

Yo nunca tenía que pensar acerca de mi ropa. Incluso en una noche como aquella, cuando nos vestíamos para salir, elegía las mismas prendas que podía llevar para ir a cavar una tumba por la noche: negras, sin adornos, con solo el blanco de mi rostro y manos mostrándose contra el fondo nocturno. En una ocasión particularmente festiva como aquella, podía aplicarme un poco de kohl alrededor de los ojos. La ausencia de color me hacía casi invisible: si caminaba con los hombros hundidos y la barbilla baja, nadie excepto Louis podía verme.

—No te inclines tanto, Howard —dijo Louis irritadamente cuando pasé frente al espejo—. Date la vuelta y mírame. ¿No estoy espléndido con mi joya del hechicero?

Incluso cuando vestía de negro, Louis lo hacía para que la gente reparara en él. Esta noche estaba espléndido con sus pantalones ajustados de seda púrpura y una chaqueta plateada que parecía convertir toda luz en algo iridiscente. Había tomado nuestro botín de su cajita y se lo había colgado al cuello. Cuando me acerqué para mirarlo más detenidamente capté el aroma de Louis: intenso y carnal, como la sangre mantenida demasiado tiempo en una botella tapada.

La cosa colgada de su cadena parecía más extrañamente hermosa que nunca contra el esculpido hueco de la garganta de Louis. ¿He olvidado describir ese objeto mágico, el fetiche de vudú extraído de la tumba? Nunca lo olvidaré. Un pulido fragmento de hueso (o un diente, pero ¿qué colmillo podría ser tan largo, tan perfectamente esculpido, y seguir reteniendo de alguna forma la apariencia de un diente humano?) encajado en una franja de cobre. Incrustado en el metal, un único rubí brillaba como una gota de sangre contra el fondo gris verdoso. Tallado en una exquisita miniatura sobre el fragmento de hueso, y oscurecido por el frote de alguna sustancia negro rojiza, destacaba un elaborado vévé, uno de los símbolos usados en el vudú para invocar su panteón de terribles dioses. Quien fuera que había sido enterrado en aquella solitaria tumba del bayou, no había sido un simple aficionado a la magia de los pantanos. Cada cruz y cada voluta del vévé estaba reproducida a la perfección. Tuve la impresión de que la cosa retenía todavía un rastro del aroma de la tumba, un olor como a patatas estropeadas desde hacía tiempo. Cada tumba tiene su propio aroma peculiar, lo mismo que cada cuerpo vivo.

—¿Estás seguro de que quieres llevarlo? —pregunté.

—Mañana lo pondremos en el museo —dijo—, con una vela escarlata ardiendo eternamente ante él. Pero esta noche sus poderes son míos.

El club nocturno estaba en una parte de la ciudad que parecía como si hubiera sido destripada desde dentro por una justiciera lengua de fuego. La calle estaba iluminada tan solo por ocasionales letreros de neón situados muy altos, anuncios de hoteles baratos y bares abiertos toda la noche. Ojos oscuros nos miraron desde los huecos y callejones entre los edificios, y no desaparecieron hasta que la mano de Louis se metió en el bolsillo interior de su chaqueta. Llevaba un pequeño estilete allí, y sabía cómo usarlo para algo más que para divertirse.

Cruzamos una puerta al extremo de un callejón y descendimos la estrecha escalera hasta el club. La tenue luz de una bombilla azul iluminaba las escaleras, haciendo que el rostro de Louis pareciera hundido y muerto detrás de sus gafas oscuras. El ruido nos azotó al entrar, dominado por una chillante batalla de guitarras. El interior del club era una mezcolanza de luces destellantes y oscuridad. Los graffiti cubrían las paredes y el techo como una maraña de alambre espinoso que hubiera cobrado vida. Vi insignias de bandas y carcajeantes calaveras, crucifijos enjoyados con cristales rotos y negras obscenidades estremeciéndose a la luz estroboscópica.

Louis me trajo una copa de la barra. La bebí lentamente, aún ebrio de la absenta. Puesto que la música era demasiado fuerte para la conversación, estudié a los clientes del club a nuestro alrededor. Eran una tranquila reunión, que miraba fijamente al escenario como si hubieran sido drogados (y sin duda muchos de ellos lo estaban: recordaba haber visitado un club una noche bajo el efecto de una dosis de hongos alucinógenos, y haber observado fascinado cómo las cuerdas de las guitarras parecían derramar blandas vísceras sobre el escenario). La mayoría eran más jóvenes que Louis y yo, y extrañamente hermosos en sus desgastadas ropas de tiendas de segunda mano, sus cueros y sus redes y sus joyas de bisutería barata, sus pálidos rostros y su pelo teñido. Quizá nos lleváramos a alguno de ellos a casa con nosotros esta noche. Lo habíamos hecho otras veces antes. «Los deliciosos golfos de la calle», los llamaba Louis. Un rostro particularmente hermoso, de huesos prominentes y aspecto andrógino, parpadeó al borde de mi visión. Cuando miré había desaparecido.

Fui al baño. Un par de muchachos estaban de pie en el único urinario, charlando animadamente. Hice una pausa en el lavabo para enjuagarme las manos, observando a los muchachos por el espejo e intentando oír su conversación. Una fractura a la altura de la línea del pelo en el cristal hacía que los ojos del más alto parecieran desviados.

—Caspar y Alyssa la encontraron esta noche —dijo—. En algún viejo almacén junto al río. Oí que su piel era gris, hombre. Y como marchita, como si alguien le hubiera sorbido la mayor parte de la carne.

—Oh, vaya —dijo el otro muchacho. Sus labios orlados de negro apenas se movieron.

—Solo tenía quince años, ¿sabes? —dijo el muchacho alto mientras se subía la cremallera de sus raídos pantalones.

—Pero era un coño pese a todo.

Se alejaron del urinario y empezaron a hablar de la banda: Sacrificio Ritual, creí oír, cuyo nombre estaba garabateado en las paredes del club. Cuando salieron, los muchachos miraron al espejo y los ojos del alto se cruzaron con los míos por un instante. Nariz como la de un altanero jefe indio, párpados teñidos con negro y plata. Louis lo aprobaría, pensé…, pero la noche era joven, y todavía quedaban por tomar muchas copas.

Cuando la banda hizo una pausa visitamos de nuevo la barra. Louis se situó al lado de un delgado muchacho de pelo oscuro que llevaba el pecho desnudo excepto una tira de retorcido encaje alrededor del cuello. Cuando se volvió, vi que era el rostro andrógino y sorprendente que había entrevisto antes. Su belleza era casi feral, pero dominada por una fría elegancia como un barniz de cordura que ocultara la insania. Su marfileña piel se tensaba sobre unos pómulos como navajas; sus ojos eran pozos héticos de oscuridad.

—Me gusta tu amuleto —le dijo a Louis—. Es muy inusual.

—Tengo otro igual en casa —respondió Louis.

—¿De veras? Me gustaría verlos los dos juntos. —El muchacho hizo una pausa para que Louis pidiera nuestros gimlets de vodka, luego dijo—: Creía que solo había uno.

La espalda de Louis se envaró como una tira de cuentas al ser tensada. Supe que detrás de sus gafas sus pupilas se habían encogido hasta convertirse en cabezas de alfiler; la luz le dolía más cuando estaba nervioso. Pero ningún temblor en su voz le traicionó cuando dijo:

—¿Qué sabes sobre él?

El muchacho se encogió de hombros. En sus huesudos hombros, el movimiento fue despreocupado y gracioso.

—Es vudú —dijo—. Yo sé lo que es el vudú. ¿Y tú?

La implicación era como una estocada, pero Louis se limitó a mostrar el más ligero asomo de sus dientes, algo que tal vez podría ser una sonrisa.

—Estoy familiarizado con todo tipo de magia —dijo.

El muchacho se acercó más a Louis, de tal modo que sus caderas casi se tocaron, y alzó el amuleto entre el índice y el pulgar. Creí ver que una larga uña rozaba la garganta de Louis, pero no pude estar seguro.

—Puedo decirte el significado de este vévé —dijo—, si estás seguro de que quieres saberlo.

—Simboliza poder —dijo Louis—. Todo el poder de mi alma. —Su voz era fría, pero vi que su lengua se asomaba para humedecer sus labios. Estaba empezando a desagradarle aquel muchacho, y a desearlo al mismo tiempo.

—No —dijo el muchacho, con una voz tan suave que apenas capté sus palabras. Sonaba casi triste—. Esta cruz en el centro está invertida, ¿ves?, y la línea que la rodea representa una serpiente. Una cosa así puede atrapar tu alma. En vez de ser recompensado con la vida eterna…, puedes verte condenado a ella.

—¿Condenado a la vida eterna? —Louis se permitió una pequeña y fría sonrisa—. ¿Qué quieres decir?

—La banda empieza de nuevo. Búscame después y te lo diré. Podemos tomar una copa…, y puedes contarme todo lo que sepas sobre el vudú. —El muchacho echó hacia atrás la cabeza y se rio. Solo entonces observé que le faltaba uno de sus caninos superiores.

La siguiente parte de la velada es una mezcla imprecisa de luz de luna y neón, cubitos de hielo y girante humo azul y dulce embriaguez. El muchacho bebió vaso tras vaso de absenta con nosotros, y pareció disfrutar con el amargo sabor. A ninguno de nuestros otros huéspedes le había gustado el licor.

—¿Dónde lo conseguiste? —preguntó.

Louis guardó silencio un largo momento antes de decir:

—Me fue enviado de Francia.

Excepto por su único hueco negro, la sonrisa del muchacho hubiera sido tan perfecta como el afilado creciente de luna.

—¿Otra copa? —dijo Louis, volviendo a llenar nuestros vasos.

Cuando la lucidez volvió a mí, estaba en brazos del muchacho. No pude distinguir las palabras que estaba susurrando; muy bien podrían haber sido un encantamiento si la magia pudiera cantarse para poner música al placer. Un par de manos sujetaron mi rostro, guiando mis labios hacia la apergaminada piel pálida del muchacho. Muy bien podían ser las manos de Louis. No sabía nada excepto la presencia de aquel muchacho, el frágil movimiento de los huesos debajo de la piel, el sabor de su saliva amarga por el ajenjo.

No recuerdo cuando finalmente se apartó de mí y empezó a prodigar su amor sobre Louis. Hubiera deseado poder mirar, hubiera podido ver el ansia rezumar en los ojos de Louis, el placer rasgar su cuerpo. Porque, tal como resultó, el muchacho amó a Louis mucho más concienzudamente de lo que él nunca me amó a mí.

Cuando desperté, el sordo golpetear de mi pulso resonando en mi cráneo bloqueó todas las demás sensaciones. Gradualmente, sin embargo, fui consciente de las revueltas sábanas de seda, de la caliente luz del sol sobre mi rostro. Hasta que no desperté por completo no vi la cosa que había estado acunando como un amante durante toda la noche.

Por un instante dos realidades se agitaron en perturbadora yuxtaposición y casi se mezclaron. Estaba en la cama de Louis; reconocí la sensación de las sábanas, el olor a seda y sudor. Pero esta cosa que abrazaba…, esto era seguramente una de las frágiles momias que habíamos arrastrado fuera de sus tumbas, las cosas que diseccionábamos para nuestro museo. Me tomó solo un momento, sin embargo, reconocer los familiares rasgos ahora en ruinas: la afilada barbilla, la alta frente elegante. Algo había disecado a Louis, lo había drenado de hasta la última gota de su humedad, su vitalidad. Su piel estaba cuarteada y se desprendía en escamas bajo mis dedos. Su pelo estaba pegado a mis labios, seco y descolorido. El amuleto, que todavía estaba alrededor de su cuello en la cama por la noche, había desaparecido.

El muchacho no había dejado ninguna huella…, o eso creí hasta que vi una cosa casi transparente a los pies de la cama. Era como una cierta cantidad de tela de araña, o un velo húmedo e insustancial. La recogí y la agité, pero no pude ver sus rasgos hasta que la llevé a la ventana. La cosa tenía una forma vagamente humana, con sus vacíos miembros arrastrados como jirones casi invisibles. Mientras la cosa flotaba y ondulaba en el aire, vi parte de un rostro en ella —la afilada curva dejada por un pómulo, el agujero donde había habido un ojo—, como si alguien hubiera impreso un rostro sobre gasa.

Llevé el quebradizo cascarón del cuerpo de Louis abajo al museo. Tras depositarlo delante del nicho de su madre, dejé una varilla de incienso quemando en sus manos cruzadas y una almohada de seda negra bajo el seco bulbo de su cráneo. Él lo hubiera querido así.

El muchacho no ha vuelto de nuevo a mí, aunque dejo la ventana abierta todas las noches. He regresado al club, donde permanezco bebiendo vodka y observando a la gente. He visto muchas bellezas, muchos rostros extraños y devastados, pero no el que busco. Creo que sé dónde encontrarle. Quizá todavía me desee…, tengo que averiguarlo.

Acudiré de nuevo al solitario cementerio en el bayou. Una vez más —solo, esta vez—, encontraré la tumba no marcada y clavaré mi pala en su negra tierra. Cuando abra el ataúd —¡lo sé, estoy seguro de ello!—, encontraré no la enmohecida cosa que vimos antes, sino la tranquila belleza de la de nuevo henchida juventud. La juventud que bebió de Louis. Su rostro será una máscara tallada en tranquilidad. El amuleto —lo sé, estoy seguro de ello— estará alrededor de su cuello.

Morir: el shock final del dolor o la inexistencia que es el precio que tenemos que pagar por todo. ¿Es posible que sea el más dulce estremecimiento, la única salvación que podemos alcanzar…, el único momento auténtico de conocimiento de nosotros mismos? Los oscuros pozos de sus ojos se abrirán, inmóviles y lo bastante profundos como para ahogarse en ellos. Me tenderá sus brazos, invitándome a echarme a su lado en su rico lecho agusanado.

Con el primer beso su boca sabrá a ajenjo. Después de esto solo sabrá a mí…, a mi sangre, a mi vida, que sorberá fuera de mi cuerpo y dentro del suyo. Sentiré las sensaciones que sintió Louis: el marchitamiento de mis tejidos, la desecación de todos mis fluidos vitales. No me importa. ¿Los tesoros y los placeres de la tumba? Son sus manos, sus labios, su lengua.

FIN

Poppy Z. Brite - Su boca sabrá a ajenjo
  • Autor: Poppy Z. Brite
  • Título: Su boca sabrá a ajenjo
  • Título Original: His Mouth Will Taste of Wormwood
  • Publicado en: Borderlands (1990)
  • Traducción: Domingo Santos

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