Ray Bradbury: El juego de octubre

Ray Bradbury - El juego de octubre

Sinopsis: «El juego de octubre» (The October Game) es un cuento de Ray Bradbury, publicado en la revista Weird Tales en marzo de 1948 y más tarde incluido en la antología Long After Midnight (1976). En la víspera de Halloween, Mich Wilder, un hombre consumido por el resentimiento, observa en silencio a su esposa y su hija mientras preparan la celebración que tendrá lugar en su casa esa noche. Todo parece normal, pero bajo esa calma se agita una tensión feroz, impulsada por el odio y la necesidad de venganza.

Ray Bradbury - El juego de octubre

El juego de octubre

Ray Bradbury
(Cuento completo)

Volvió a guardar el arma en el cajón de la cómoda y lo cerró.

No, no así. Louise no sufriría de esa manera. Estaría muerta, y todo habría terminado, y no sufriría. Era muy importante que aquello tuviera, por encima de todo, duración. Duración a través de la imaginación. ¿Cómo prolongar el sufrimiento? ¿Cómo, antes que nada, provocarlo? Bien.

El hombre, de pie ante el espejo del dormitorio, se ajustó con cuidado los gemelos. Se detuvo un momento, lo justo para oír a los niños correr por la calle de abajo, fuera de aquella cálida casa de dos pisos; los niños, como tantos ratones grises, como tantas hojas.

Por el sonido de los niños sabías el día del calendario. Por sus gritos sabías qué tarde era. Sabías que el año estaba muy avanzado. Octubre. El último día de octubre, con máscaras de hueso blanco, calabazas talladas y el olor de la cera derretida.

No. Las cosas no habían estado bien desde hacía tiempo. Octubre no ayudaba a nadie; si acaso, lo empeoraba todo. Se arregló la pajarita negra. Si fuera primavera, se dijo a sí mismo, asintiendo despacio, sin emoción, frente a su imagen en el espejo, quizá habría una oportunidad. Pero esa noche el mundo entero se desmoronaba. No había verdor de primavera, ni frescura, ni promesa.

Se oyó un leve correteo en el pasillo.

—Esa es Marion —se dijo—. Mi pequeña. Ocho años de silencio. Nunca una palabra, solo esos ojos grises luminosos y esa boquita asombrada.

Su hija había estado entrando y saliendo toda la tarde, probándose máscaras, preguntándole cuál era la más espantosa, la más horrible. Al fin se habían decidido por la máscara de esqueleto. Era «simplemente espantosa». ¡Iba a asustar a todos!

Volvió a encontrarse con su mirada en el espejo, una mirada larga, de pensamiento y deliberación. Nunca le había gustado octubre. Desde aquella primera vez, muchos años atrás, en que se tumbó entre las hojas de otoño frente a la casa de su abuela, oyó el viento y vio los árboles desnudos. Aquello lo había hecho llorar, sin saber por qué. Y un poco de esa tristeza regresaba cada año. Siempre desaparecía con la primavera.

Pero esta noche era distinto. Había una sensación de que el otoño duraría un millón de años.

No habría primavera.

Había estado llorando en silencio toda la tarde. No se notaba, ni un rastro en su rostro. Todo estaba escondido en algún lugar, y no se detenía.

Un denso olor almibarado de caramelo llenaba la bulliciosa casa. Louise había dispuesto manzanas cubiertas de caramelo recién hecho; había grandes tazones de ponche recién mezclado, manzanas colgando de cordeles en las puertas, calabazas ahuecadas que miraban desde las ventanas frías con ojos triangulares. En el centro de la sala esperaba una tina de agua, con un saco de manzanas al lado, lista para el juego de “pescar con los dientes”. Solo faltaba el catalizador: la avalancha de niños que haría que las manzanas comenzaran a balancearse, los cordeles a oscilar en las puertas, los dulces a desaparecer, los pasillos a resonar con gritos de miedo o de júbilo —era lo mismo.

Ahora la casa estaba en silencio de preparación. Y algo más que eso.

Louise había conseguido estar en todas las habitaciones, salvo en aquella donde él se hallaba. Era su manera delicada de insinuar: «Mira, Mich, ¡qué ocupada estoy! Tan ocupada que, cuando entras en una habitación donde estoy, siempre hay algo que debo hacer en otra. ¡Mira cómo corro!»

Durante un tiempo, él había jugado su pequeño juego con ella, un juego infantil y desagradable. Cuando ella estaba en la cocina, él entraba diciendo:

—Necesito un vaso de agua.

Mientras bebía, ella, inclinada sobre el brebaje de caramelo que burbujeaba en la estufa como un lodazal prehistórico, decía:

—Oh, tengo que encender las calabazas.

Y corría al salón para hacer que las calabazas sonrieran con luz. Él la seguía, sonriendo:

—Voy a buscar mi pipa.

—¡Ay, la sidra! —gritaba ella, escapando al comedor.

—Voy a revisar la sidra —decía él.

Pero cuando intentaba seguirla, ella corría al baño y cerraba la puerta con llave. Él se quedaba frente a la puerta, riendo de un modo extraño, con la pipa enfriándosele en la boca; y, cansado del juego, pero terco, esperaba otros cinco minutos. No se oía nada desde dentro. Y, para que ella no disfrutara sabiendo que él aguardaba irritado, de pronto se dio la vuelta y subió las escaleras silbando alegremente.


Allí esperó. Por fin oyó que se abría la puerta del baño, y la vida volvió a reanudarse en la planta baja, como en una selva cuando el terror se ha marchado y los antílopes regresan a su manantial.

Mientras se ajustaba la pajarita y se ponía el abrigo oscuro, se oyó un leve murmullo en el vestíbulo. Marion apareció en la puerta, toda esquelética bajo su disfraz.

—¿Cómo me veo, papá?

—¡Muy bien!

Debajo de la máscara se asomaba el cabello rubio; desde las cuencas del cráneo, unos pequeños ojos azules sonrieron. Él suspiró. Marion y Louise: las dos silenciosas denunciantes de su virilidad, de su oscuro poder.

¿Qué alquimia había en Louise que había tomado la oscuridad de un hombre oscuro y la había desteñido, desteñido una y otra vez, hasta borrar el negro del cabello, el castaño de los ojos, blanqueando y lavando la vida del bebé durante todo el embarazo, hasta que la niña nació rubia, de ojos azules y mejillas sonrosadas?

A veces sospechaba que Louise había concebido a la niñae como una idea, completamente asexual: una concepción inmaculada de mente y célula desdeñosas. Como firme reprimenda hacia él, había engendrado una criatura a su propia imagen, y para colmo había arreglado de algún modo que el médico dijera:

—Lo siento, señor Wilder, su esposa no podrá tener más hijos. Este es el último.

—Y yo quería un niño —había dicho Mich, ocho años atrás.

Casi se inclinó entonces para abrazar a Marion, con su máscara de calavera. Sintió un inexplicable impulso de compasión hacia ella: nunca había tenido el amor de un padre, solo el abrazo sofocante de una madre sin amor. Pero, sobre todo, se compadecía de sí mismo, por no haber sabido disfrutar de su hija tal como era; por no haber aprovechado el mal comienzo y querido a la niña simplemente por sí misma, aunque no fuera oscura ni varón ni parecida a él. En algún punto, algo se había perdido.

En igualdad de condiciones, habría amado al hijo. Pero Louise nunca quiso un niño, desde el principio. Le horrorizaba la idea del parto. Él la había forzado, y desde aquella noche hasta la misma agonía del alumbramiento, Louise vivió aparte, en otro lugar de la casa. Esperaba morir con el hijo impuesto.

Pero Louise no murió. Y lo hizo en triunfo. Sus ojos, el día en que él fue al hospital, estaban fríos: «Estoy viva», decían. «Y tengo una hija rubia. ¡Mira!»

Cuando él extendió la mano para tocarla, la madre se volvió para conspirar con su nueva criatura rosada, apartándola del oscuro asesino que la había forzado. Todo había sido tan irónico, tan perfectamente justo. Su egoísmo lo merecía.

Pero ahora era octubre otra vez. Había habido otros octubres. Y cuando pensaba en los largos inviernos, año tras año, se llenaba de horror ante la idea de los meses interminables, sellado dentro de la casa por una nevada sin fin, atrapado con una mujer y una niña que no lo amaban, durante meses y meses.

En esos ocho años había tenido respiros. En primavera y verano, las caminatas, los picnics, los días al aire libre eran remedios desesperados para el problema desesperado de un hombre odiado.

Pero en invierno, las caminatas, los picnics, las escapadas se marchitaban con las hojas. La vida, como un árbol, quedaba vacía: la fruta recogida, la savia hundida en la tierra. Sí, a veces invitaban gente, pero en invierno, con las ventiscas, era difícil. Una vez había sido lo bastante astuto para ahorrar para un viaje a Florida. Habían ido al sur. Él había podido caminar al aire libre.

Pero ahora, con el octavo invierno acercándose, sabía que todo había llegado al final. Simplemente no podía atravesarlo. Había un ácido encerrado dentro de él que, a lo largo de los años, había ido devorando lentamente tejidos y huesos, y ahora, esa noche, alcanzaría la chispa salvaje y todo acabaría.

Sonó el timbre abajo, una campanilla frenética. En el pasillo, Louise fue a abrir. Marion, sin decir palabra, bajó corriendo a saludar a los primeros invitados. Se oyeron gritos, risas.

Él caminó hasta lo alto de las escaleras. Louise estaba abajo, recogiendo los abrigos. Alta, delgada, rubia hasta la blancura, reía con los niños recién llegados.

Vaciló. ¿Qué era todo aquello? ¿Los años? ¿El tedio de vivir? ¿En qué punto se había torcido todo? No, no fue solo con el nacimiento de la niña. Fue el símbolo de todas sus tensiones, pensó: los celos, los fracasos, la amargura.

¿Por qué no daba media vuelta, hacía la maleta y se iba? No. No sin herir a Louise tanto como ella lo había herido a él. Era así de simple. Un divorcio no le dolería en absoluto; sería solo el final de una indecisión anestesiada. Si pensaba que el divorcio le daría algún placer, se quedaría casado con ella toda la vida, por puro despecho. No, tenía que herirla. Tal vez, encontrar la manera de quitarle a Marion, legalmente. Sí. Eso sería lo peor para ella. Arrebatarle a Marion.

—¡Hola allá abajo! —llamó, bajando las escaleras con una sonrisa radiante.

Louise no levantó la vista.

—¡Hola, señor Wilder!

Los niños lo saludaron y rieron cuando llegó al pie de la escalera.


A las diez, el timbre había dejado de sonar; las manzanas habían sido mordidas en las puertas, las caras rosadas de los niños estaban secas tras el juego de “pescar manzanas”, las servilletas manchadas de caramelo y ponche, y él, el marido, había asumido el mando con amable eficiencia.

Le quitó la fiesta de las manos a Louise. Corrió de un lado a otro, hablando con los veinte niños y los doce padres que habían venido y se alegraban con la sidra “especial” que les había preparado. Dirigió el juego de ponerle la cola al burro, la botella giratoria, las sillas musicales y todos los demás, entre carcajadas y gritos.

Luego, bajo el brillo de las calabazas de ojos triangulares, con todas las luces apagadas, gritó:

—¡Silencio! ¡Síganme!

Y, de puntillas, descendió hacia el sótano. Los padres, en la periferia del tumulto disfrazado, se sonreían, asintiendo ante el ingenioso anfitrión, hablando con la afortunada esposa.

—Qué bien se lleva con los niños —decían.

Los niños lo siguieron chillando.

—¡El sótano! —gritó él—. ¡La tumba de la bruja!

Más chillidos. Fingió un escalofrío.

—¡Abandonad toda esperanza, los que entráis aquí!

Los padres rieron.

Uno por uno, los niños se deslizaron por un tobogán improvisado con tablas de una mesa, hasta el sótano oscuro. Él los seguía con chillidos y frases espantosas. Un coro maravilloso de gritos llenó la casa a media luz de calabaza. Todos hablaban a la vez. Todos menos Marion.

Ella había pasado toda la fiesta en silencio; toda la emoción estaba dentro de ella, contenida. Qué pequeña duende, pensó él. Con la boca cerrada y los ojos brillantes, había observado su propia fiesta como quien contempla una lluvia de serpentinas a sus pies.

Ahora, los padres. Con alegre desgana, se deslizaron también por la pendiente corta, entre risas, mientras Marion esperaba, queriendo verlo todo, siempre la última.

Louise bajó sin ayuda. Él se movió para asistirla, pero ya había desaparecido antes de que se inclinara.

La planta alta quedó vacía y silenciosa, a la luz de las velas.

Marion estaba junto al tobogán.

—Allá vamos —dijo él, y la levantó en brazos.


Se sentaron formando un amplio círculo en el sótano. El calor provenía de la masa distante del horno. Las sillas se alineaban a lo largo de las paredes: veinte niños que chillaban, doce adultos que susurraban, dispuestos alternativamente. Louise, en el extremo opuesto; Mich, en este, junto a las escaleras.

Miró, pero no veía nada. Todos habían tomado asiento a tientas, donde pudieron, en la oscuridad. A partir de ese momento, todo el programa se desarrollaría a oscuras, él como maestro de ceremonias. Un niño correteó. Se olía el cemento húmedo, y el viento de octubre soplaba afuera entre las estrellas.

—¡Ahora! —gritó el marido en la penumbra—. ¡Silencio!

Todos se acomodaron.

La habitación era negra, negra. Ni una luz, ni un destello, ni un reflejo de ojo.

Un roce de loza, un tintineo metálico.

—La bruja está muerta —entonó el marido.

—Eeeeeeeeeeeeee —repitieron los niños.

—La bruja está muerta, la han matado… y aquí está el cuchillo con que la mataron.

Entregó el cuchillo. Pasó de mano en mano, alrededor del círculo, entre risas nerviosas, chillidos y murmullos de los adultos.

—La bruja está muerta, y esta es su cabeza —susurró el marido, y entregó un objeto a la persona más cercana.

—¡Yo sé cómo se juega esto! —exclamó un niño, feliz, en la oscuridad—. Él trae unas tripas de pollo del refrigerador y dice: “¡Estas son sus entrañas!” Y hace una cabeza de barro y la pasa por la cabeza, y pasa un hueso de sopa por el brazo, y toma una canica y dice: “¡Este es su ojo!” Y un poco de maíz, y dice: “¡Estos son sus dientes!” Y un saco de budín, y dice: “¡Este es su estómago!” ¡Yo sé cómo es este juego!

—Cállate —dijo una niña—. ¡Vas a arruinarlo!

—La bruja sufrió daño… y este es su brazo —dijo Mich.

—¡Eeeee! —gritaron los niños.

Los objetos pasaban y pasaban, como papas calientes, alrededor del círculo. Algunos niños chillaban y no querían tocarlos. Otros saltaban de sus sillas y se quedaban en medio del sótano hasta que los objetos horribles hubieran pasado.

—Oh, solo son tripas de pollo —se burló un chico—. ¡Vuelve, Helena!

De mano en mano, con pequeños gritos tras gritos, los objetos continuaban su ronda.

—La bruja fue cortada en pedazos… y este es su corazón —dijo el marido.

Seis o siete objetos se movían a la vez en la risa temblorosa de la oscuridad.


Louise habló:

—Marion, no tengas miedo; es solo un juego.

Marion no dijo nada.

—¿Marion? —preguntó Louise—. ¿Tienes miedo?

Marion no respondió.

—Está bien —dijo el marido—. No tiene miedo.

Y siguieron las rondas, los gritos, la hilaridad.

El viento otoñal suspiraba en torno a la casa. Y él, el marido, estaba de pie al pie de las escaleras, entonando las frases, repartiendo los objetos.

—¿Marion? —preguntó Louise de nuevo, desde el otro extremo del sótano.

Todos hablaban a la vez.

—¿Marion? —llamó Louise.

El ruido cesó.

—Marion, contéstame. ¿Tienes miedo?

Marion no contestó.

El marido estaba allí, al pie de las escaleras del sótano.

Louise llamó:

—Marion, ¿estás ahí?

Silencio.

—¿Dónde está Marion? —preguntó Louise.

—Estaba aquí —dijo un niño.

—Quizá subió arriba.

—¡Marion!

Ninguna respuesta. Silencio.

—¡Marion! ¡Marion! —gritó Louise.

—Enciendan las luces —dijo uno de los adultos.

Los objetos dejaron de pasar. Los niños y los mayores se quedaron quietos, con las cosas de la bruja aún en las manos.

—No —jadeó Louise. Se oyó el chirrido salvaje de su silla moviéndose en la oscuridad—. No. ¡No enciendan las luces! Oh, Dios, Dios mío, no las enciendan, por favor, ¡no, no las enciendan!

Louise gritaba ahora. Todo el sótano se congeló con el grito.

Nadie se movió.

Todos permanecieron sentados en la oscuridad, suspendidos en la tarea súbitamente detenida de aquel juego de octubre; el viento golpeaba la casa afuera, el olor a calabazas y manzanas llenaba la habitación, el olor de los objetos que aún tenían entre los dedos…

…mientras un niño exclamaba:

—¡Subiré a buscarla!

Y subió corriendo, esperanzado, dando la vuelta a la casa —una, dos, tres, cuatro veces—, gritando:

—¡Marion! ¡Marion! ¡Marion!

Una y otra vez, hasta que por fin bajó lentamente las escaleras, de nuevo al sótano que aguardaba en silencio, y dijo hacia la oscuridad:

—No puedo encontrarla.

Entonces… algún idiota encendió las luces.

FIN

Ray Bradbury - El juego de octubre
  • Autor: Ray Bradbury
  • Título: El juego de octubre
  • Título Original: The October Game
  • Publicado en: Weird Tales, marzo de 1948
  • Aparece en: Long After Midnight (1976)
  • Traducción: Juan Pablo Guevara para Lecturia

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