Ray Bradbury: Muere un hombre cuidadoso

Ray Bradbury - Muere un hombre cuidadoso

Sinopsis: Muere un hombre cuidadoso (A Careful Man Dies) es un cuento de Ray Bradbury, publicado en noviembre de 1946 en New Detective Magazine. La historia sigue a Robert Douglas, un hombre que, debido a su hemofilia, ha aprendido a vivir con extrema precaución, evitando cualquier herida que pueda ser fatal. Su rutina meticulosa y su inteligencia lo han mantenido a salvo hasta ahora, pero algo ha cambiado. Recibe una misteriosa caja con una trampa mortal, lo que le hace darse cuenta de que alguien lo odia lo suficiente como para intentar asesinarlo. Desde ese momento, su mundo metódico se convierte en un juego de supervivencia contra un enemigo oculto.

Ray Bradbury - Muere un hombre cuidadoso

Muere un hombre cuidadoso

Ray Bradbury
(Cuento completo)

Sólo duermes cuatro horas por noche. Te acuestas a las once y te levantas a las tres y todo es tan claro como el cristal. Entonces empiezas el día, tomas tu café, lees un libro durante una hora, escuchas las leves, lejanas, irreales música y palabras de la radio antes del alba y sales, quizá, a dar un paseo, asegurándote siempre de que llevas contigo tu permiso policial particular. Ya te han detenido por salir a horas tardías e insólitas y eso llegó a ser un fastidio de modo que finalmente has conseguido un permiso especial. Ahora puedes ir silbando a donde quieras, las manos en los bolsillos, repicando un ritmo lento y cómodo con los tacones sobre el pavimento.

Esto dura desde que tenías dieciséis años. Ahora tienes veinticinco, y cuatro horas de sueño son todavía suficientes.

Tienes pocos objetos de cristal en tu casa. Te afeitas con una máquina eléctrica porque con una cuchilla a veces te cortas, y no debes sangrar.

Eres hemofílico. Si sangras, no cesa. Tu padre era igual, aunque sólo fue un espantoso ejemplo. Se cortó una vez un dedo, bastante profundamente, y murió por falta de sangre camino del hospital. También había hemofílicos en tu familia materna, y de ella heredaste la enfermedad.

En el bolsillo interior de tu chaqueta siempre llevas un frasco pequeño de tabletas coagulantes. Si te hieres, inmediatamente las tomas. La fórmula coagulante se difunde por tu sistema para proporcionar el material aglomerador necesario para que tu preciosa sangre deje de manar.

Y así va tu vida. Sólo necesitas cuatro horas de sueño y evitar los objetos afilados. Cada día de tu vida es casi dos veces más largo que el de un hombre medio, pero tu expectativa de vida es menor, con lo que se logra un irónico equilibrio.

Pasarán largas horas hasta que llegue el correo matutino. De modo que escribes en tu máquina cuatro mil palabras de un relato. A las nueve en punto, cuando oyes ruido en el buzón frente a tu puerta, apilas los folios, les pones un clip, controlas la copia en papel cebolla y los guardas en un archivador rotulado Novela en Curso. Luego enciendes un cigarrillo y vas a buscar la correspondencia.

Recoges las cartas. Un cheque de trescientos dólares de una revista, dos rechazos de editoriales menores y una cajita de cartón atada con un cordel verde.

Después de examinar las cartas desatas la caja, abres la tapa, hurgas en su interior y sacas lo que hay dentro.

—¡Maldición!

Sueltas la caja. Una mancha de rápido rojo se extiende por tus dedos. Algo brillante centellea en el aire con un movimiento cortante. Un resorte metálico gime.

—La sangre corre velozmente por tu mano herida. La miras un momento, miras el objeto afilado en el suelo, el pequeño artilugio bestial con la hojita de afeitar alojada en una trampa de resortes que se cerraba al tomarla inadvertidamente.

Temblando, vacilando, buscas en tu bolsillo, cubriéndote de sangre, sacas el frasco de tabletas y tragas varias.

Luego, mientras aguardas a que la sangre se coagule, te envuelves la mano en un pañuelo y cautelosamente recoges el objeto y lo pones en la mesa.

Después de contemplarlo diez minutos te sientas y enciendes torpemente un cigarrillo; tus párpados se agitan, tu vista se pierde y luego se afirma y reorganiza los objetos de la habitación y finalmente sabes la respuesta.

… Alguien me odia… Alguien me odia de verdad…

Suena el teléfono. Atiendes.

—Habla Douglas.

—Hola, Rob. Soy Jerry.

—Oh, Jerry.

—¿Cómo estás, Rob?

—Pálido y tembloroso.

—¿Por qué?

—Alguien me ha enviado una hoja de afeitar en una caja.

—No bromees.

—Es en serio. Pero no me escuchas.

—¿Cómo va la novela, Rob?

—Nunca la terminaré si la gente me sigue enviando cosas afiladas. Supongo que con el próximo correo recibiré un florero sueco de cristal cortado. O una caja de mago con un gran espejo de guillotina.

—Tu voz suena rara —dice Jerry.

—Natural. Y la novela, Gerald, va a toda marcha. Acabo de escribir otras cuatro mil palabras. En esta escena se demuestra el gran amor de Anne J. Anthony por Mr. Michael M. Horn.

—Te estás buscando dificultades, Rob.

—Lo he descubierto hace un instante.

Jerry murmura algo.

Tú dices:

—Mike no me tocaría, Jerry. Ni Anne. Después de todo, Anne y yo estuvimos prometidos en un tiempo. Antes de que yo descubriera lo que hacían. Las fiestas que daban, las jeringas de morfina que ofrecían a la gente.

—Podrían tratar de suprimir el libro de algún modo.

—Te creo. Ya lo han hecho. Esta caja que ha llegado por correo. Bueno, quizá no han sido ellos, sino alguno de los otros, las demás personas que menciono en el libro.

—¿Has hablado con Anne en estos últimos tiempos?, pregunta Jerry.

—Sí, dices tú.

—¿Y ella prefiere todavía ese tipo de vida?

—Es muy movido. Ves muchas figuras bonitas cuando tomas ciertos narcóticos.

—No lo puedo creer. Ella no parece de esa clase.

—Es por tu complejo de Edipo, Jerry. A ti las mujeres nunca te parecen hembras. Te parecen estatuas de marfil, limpias, floridas, sin sexo, sobre pedestales rococó. Amabas demasiado a tu madre. Por suerte yo soy más ambivalente. Anne me engañó durante un tiempo. Pero una noche se divertía tanto que la creí ebria. Y de pronto estaba besándome y poniéndome en la mano una jeringuilla y me decía: «Vamos, Rob, por favor. Te gustará». Y la jeringa estaba tan llena de morfina como Anne.

—Y eso fue todo, dice Jerry del otro lado de la línea.

—Eso fue todo, dices tú. Y entonces hablé con la policía y con la brigada antidroga pero alguien utilizó influencias y les dio miedo actuar. O eso, o les pagaron bien. Sospecho que un poco de cada cosa. En todos los sistemas hay siempre alguien, en alguna parte, que atasca las tuberías. En la policía siempre hay alguien que se queda con un poco de dinero y ensucia la reputación del cuerpo. Es un hecho. No se puede evitar. La gente es humana. Yo también. Si no puedo desembozar la tubería de una manera, lo haré de otra. No necesito decirte que será con mi novela.

—Que también podría arrastrarte al desagüe, Rob. ¿Realmente piensas que tu novela obligará a actuar a la gente de la brigada?

—Ésa es la idea.

—¿No te abrirán proceso?

—Ya me he ocupado de eso. He firmado un papel que absuelve a mis editores de toda responsabilidad y afirma que todos los personajes de mi novela son ficticios. Si miento, los editores quedan a salvo. Y si me abren proceso, los derechos de autor pagarán mi defensa. Y tengo muchas pruebas. Por cierto, es una novela muy buena.

—¿Es verdad, Rob, que alguien te ha enviado una hoja de afeitar en una caja?

—Sí, y ése es el peligro. Emocionante. No se atreverían a matarme directamente. Pero si yo muriera por mi natural descuido y por la composición hereditaria de mi sangre, ¿quién podría acusarlos? No pueden cortarme el cuello, eso sería muy evidente. Pero una hojita de afeitar, o un clavo, o algo afilado fijado al volante de mi coche… todo esto es muy melodramático. ¿Cómo marcha tu novela, Jerry?

—Lentamente. ¿Comemos juntos?

—Buena idea. ¿En el Brown Derby?

—No hay duda de que te estás buscando dificultades. Sabes perfectamente que Anne come allí todos los días con Mike.

—Eso me abre el apetito, Gerald. Hasta luego.

Cuelgas. Ahora tienes bien la mano. Silbas mientras te vendas en el cuarto de baño. Luego examinas la pequeña trampa. Una cosa primitiva. Las probabilidades de que llegara a funcionar no sobrepasan el cincuenta por ciento.

Te sientas y escribes otras tres mil palabras, estimulado por los acontecimientos de la mañana.

Durante la noche alguien ha limado la manija de la portezuela de tu coche hasta darle al borde el filo de una navaja. Goteando sangre, vuelves a la casa a vendarte de nuevo. Te tragas unas tabletas. La sangre deja de brotar.

Después de depositar en tu caja de seguridad del banco los dos nuevos capítulos del libro, vas en tu coche a reunirte con Jerry Walters en el Brown Derby. Parece tan eléctrico y pequeño como siempre, con su mentón sombreado y sus ojos saltones detrás de los gruesos cristales de sus gafas.

—Anne está dentro. —Te sonríe—. Y Mike la acompaña. Me pregunto por qué debemos comer aquí. —La sonrisa se disipa; te mira y mira tu mano—. Necesitas un trago. Por aquí. Anne está en aquella mesa. Salúdala.

—La estoy saludando.

Ves a Anne en la mesa del rincón, con un vestido floreado adornado con hilo de oro y de plata y un collar de cuentas aztecas de bronce alrededor del cuello tostado por el sol. El pelo tiene también color bronce. A su lado, detrás de un puro y una nube de humo, está la figura más bien alta y delgada de Michael Horn que parece exactamente lo que es: un jugador, un especialista en alcaloides, un hombre sensual por excelencia, un dominador, un amante de las mujeres, un aficionado a los diamantes y a los calzoncillos de seda. No te gustaría darle la mano. Las uñas manicuradas parecen demasiado afiladas.

Te sientas y pides una ensalada. Estás comiendo cuando Anne y Mike se acercan a la mesa, después del cóctel.

—Hola, cazador, le dices a Mike Horn, acentuando un poco la última palabra.

Detrás de Horn está su guardaespaldas, un chico de veintidós años, de Chicago, llamado Britz, con un clavel en la solapa de su chaqueta negra, el pelo negro engominado y los ojos cosidos por los pequeños músculos de los ángulos, que le dan un aire triste.

—Hola, Rob, querido, dice Anne. ¿Cómo marcha el libro?

—Muy bien, muy bien. He terminado un capítulo nuevo acerca de ti, Anne.

—Gracias, querido.

—¿Cuándo vas a dejar a ese fantoche?, le preguntas, sin mirar a Mike.

—Cuando lo mate, dice Anne.

Mike ríe.

—Muy bueno. Y ahora vamos, nena. Estoy harto de este idiota.

Dejas caer los cubiertos. De algún modo, varios platos caen. Estás a punto de pegar a Mike. Pero Britz y Anne y Jerry te rodean y te vuelves a sentar con los tímpanos palpitando y alguien recoge los cubiertos y te los da.

—Adiós, dice Mike.

Anne sale por la puerta como el péndulo de un reloj y adviertes la hora. Mike y Britz la siguen.

Miras tu ensalada. Tomas tu tenedor. Lo acercas a la comida. Llevas una porción a tu boca.

Jerry te mira.

—Por Dios, Rob, ¿qué ocurre?

No hablas. Apartas de la boca el tenedor.

—¿Qué es, Rob? ¡Escupe!

Tú escupes.

Jerry maldice en voz baja.

Sangre.

Tú y Jerry salen del edificio Taft y ahora tú hablas por señas. Tienes la boca vendada. Hueles a antiséptico.

—Pero no comprendo cómo —dice Jerry. Haces gestos con las manos—. Sí, ya sé, la pelea en el Derby. Tu tenedor cae al suelo. —Vuelves a gesticular. Jerry explica tu pantomima—. Mike, o Britz, lo recoge y te lo da pero es ahora un tenedor preparado, afilado, y no el tuyo.

Tú asientes vigorosamente, y enrojeces.

—O quizá fue Anne, dice Jerry.

No, dices, moviendo la cabeza. Tratas de explicar con tu pantomima que si Anne supiera esto abandonaría en el acto a Mike. Jerry no entiende y te mira por sus gruesas gafas. Tú sudas.

La lengua es mal sitio para una herida. Conoces a un tipo que se cortó la lengua y la herida no se curó nunca, aunque dejó de sangrar. Pero imagínate eso mismo en un hemofílico.

Haces un gesto y te obligas a sonreír mientras subes a tu coche. Jerry mira de reojo, piensa, comprende.

—Ah, ríe. ¿Quieres decir que ahora lo único que te falta es una puñalada en el trasero?

Asientes, le estrechas la mano, te alejas.

De pronto la vida ya no es divertida. La vida es real. La vida es algo que escapa de tus venas a la menor invitación inconscientemente, tu mano va una y otra vez al bolsillo donde están guardadas las tabletas. Esas buenas viejas tabletas.

Más o menos en ese momento adviertes que te están siguiendo.

Giras en la esquina siguiente y piensas con rapidez. Un accidente. Maltrecho, sangras. Desmayado, no puedes tomar una dosis de las preciosas tabletas que llevas en el bolsillo.

Aprietas el acelerador. El coche ruge y salta y miras atrás y el otro coche te sigue y se acerca. Un golpe en la cabeza, la más pequeña herida y estás acabado.

Giras a la derecha en Wilcox y a la izquierda en Melrose, pero aún te siguen. Sólo puedes hacer una cosa.

Paras el coche junto al bordillo, tomas las llaves, bajas tranquilamente, das unos pasos y te sientas en el jardín de alguien.

Cuando el coche perseguidor pasa, sonríes y saludas con la mano.

Piensas que oyes maldiciones mientras el coche desaparece.

Recorres a pie el resto del camino a tu casa. Llamas al garaje para que recojan tu coche.

Aunque siempre has estado vivo, nunca has estado tan vivo como ahora… Vivirás para siempre. Eres más inteligente que todos ellos juntos. Eres cuidadoso. No te podrán hacer una cosa que puedes ver y evitar de un modo u otro. Tienes suficiente fe en ti mismo. No puedes morir. Otra gente muere, pero tú no. Tienes absoluta fe en tu capacidad de vivir. Nunca habrá una persona lo bastante inteligente para matarte.

Puedes comer llamas, recoger balas de cañón, besar a mujeres con teas en los labios, golpear a un pistolero en el mentón. Ser como eres, tener la clase de sangre que tienes en las venas, te ha hecho… ¿un jugador?, ¿un aventurero? Debe de haber alguna forma de explicar esa ansiedad morbosa que tienes por el peligro. Bueno te lo puedes imaginar así. Tu ego recibe unos tremendos ánimos cada vez que sales bien de una experiencia. Admítelo, eres una persona engreída y satisfecha de sí con ideas morbosas de autodestrucción. Ideas escondidas, naturalmente. Nadie admite ante los demás que quiere morir, pero eso está allí, en alguna parte. El deseo de preservarse y el de morir en tira y afloja. El deseo de morir te mete en líos, el de sobrevivir te saca de ellos. Y odias a esa gente, te ríes de ella, cuando parpadean y se retuercen de fastidio cuando emerges sano y salvo. Te sientes superior, divino, inmortal. Ellos son inferiores, cobardes, comunes. Y no es poco lo que te irrita pensar que Anne prefiere las drogas a ti. Ella encuentra más estimulante la aguja. Maldita sea. Y sin embargo, tú la encuentras estimulante a ella. Y peligrosa. Pero correrías el riesgo con ella, en cualquier momento, sí, en cualquier viejo momento…

Son una vez más las cuatro de la mañana. La máquina de escribir se mueve debajo de tus dedos cuando llaman a la puerta. Te levantas a atender en el perfecto silencio que precede al alba.

Lejos, en el otro lado del universo, su voz dice:

—Hola, Rob. ¿Te acabas de levantar?

—Sí. Es la primera vez que vienes en muchos días, Anne. —Abres la puerta y ella pasa a tu lado; huele bien.

—Estoy harta de Mike. Me pone enferma. Necesito una buena dosis de Robert Douglas. Estoy cansada de verdad, Rob.

—Se nota en tu voz. Te comprendo.

—Rob…

Una pausa.

—¿Sí?

Una pausa.

—Rob… ¿no podríamos escaparnos mañana? Quiero decir hoy, esta tarde. ¿Ir a algún sitio en la costa, echarnos al sol y dejar que nos caliente? Lo necesito, Rob, de veras.

—Bueno, creo que sí. Seguro. Sí. Diablos, ¡sí!

—Me gustas, Rob. Desearía que no estuvieras escribiendo esa maldita novela.

—Quizá dejaría de hacerlo si te apartaras de esa gente, dices. Pero no me gustan las cosas que te han hecho. ¿Te ha dicho Mike lo que me está haciendo a mí?

—¿Está haciendo algo, querido?

—Trata de desangrarme. De desangrarme literalmente, quiero decir. Tú sabes cómo es Mike en realidad, ¿no es verdad, Anne? Pusilánime, asustadizo. Y Britz, Britz también, para el caso. Yo he visto antes gente así, que aparenta dureza para esconder su cobardía. Mike no quiere matarme. Le da miedo matar. Piensa que me puede atemorizar. Pero yo seguiré adelante porque no creo que tenga arrestos suficientes para acabar la tarea. Antes se arriesgaría a una sobredosis que a un crimen. Conozco a Mike.

—Pero ¿me conoces a mí, querido?

—Me parece que sí.

—¿Bien?

—Bastante bien.

—Yo podría matarte.

—No lo harías. Me quieres.

—Y también, ronronea ella, me quiero a mí misma.

—Siempre has sido extraña. Yo nunca supe, ni sé ahora, qué es lo que te impulsa.

—La propia conservación.

Le ofreces un cigarrillo. Ella está muy cerca de ti. Asientes dubitativamente.

—Una vez te vi arrancar las alas a una mosca.

—Era interesante.

—En la escuela, ¿disecabas los gatitos de los frascos?

—Me encantaba.

—¿Y sabes lo que te hace la droga?

—Me encanta.

—¿Y esto?

Estás muy cerca, de modo que con un solo movimiento arrimas tu rostro al de ella. Los labios son tan buenos como parecen: cálidos, móviles y suaves.

Ella se aparta apenas.

—Esto también me encanta, dice.

La aprietas contra ti, nuevamente sus labios te reciben y cierras los ojos…

—Maldición, dices y te alejas.

Sus uñas te han lastimado el cuello.

—Lo siento, querido. ¿Te duele?, pregunta Anne.

—Todo el mundo quiere lo mismo, dices. Buscas tu frasco favorito y sacas un par de tabletas. Por Dios, señora, qué entusiasmo. Trátame con dulzura de ahora en adelante. Soy frágil.

—Lo siento, dice ella. Estaba excitada.

—Es muy halagador. Pero si ocurre esto cuando me besas, seré un guiñapo ensangrentado si seguimos adelante. Aguarda.

Más vendas en el cuello.

—Despacio, nena. Iremos a la playa y te daré una clase acerca de los inconvenientes de seguir con Michael Horn.

—Te diga lo que te diga, ¿seguirás adelante con esa novela, Rob?

—Estoy decidido. ¿Dónde estábamos? Ah, sí.

Nuevamente los labios.

Detienes el coche en lo alto de un farallón soleado poco después de mediodía. Anne baja corriendo la escalera de maderos. El viento levanta su pelo color bronce; está muy guapa con su bañador azul. Sesenta metros más abajo, el mar. La sigues, pensativo. Estás lejos de todo. Las ciudades han desaparecido, la carretera está desierta. La ancha playa está vacía, rodeada por el mar; las rompientes bañan grandes trozos de granito amontonados. Aves acuáticas chillan. Miras descender a Anne delante de ti. «Qué tontuela», piensas.

Caminas del brazo con ella por la arena, dejas que el sol entre en ti. Sientes que por el momento todo es limpio y bueno. Toda la vida es limpia y sana, incluso la vida de Anne. Quieres hablar, pero tu voz suena extraña en el silencio salado y de todos modos aún te duele la lengua por el pinchazo del tenedor.

Junto a la línea del agua Anne recoge algo.

—Una lapa, dice. ¿Recuerdas cómo te gustaba bucear con tus gafas y un tridente, en los buenos tiempos?

—En los buenos tiempos. Evocas el pasado, Anne y tú y las cosas que a ambos os gustaban. Recorrer la costa. Pescar. Bucear. Pero incluso entonces ella era extraña. No le disgustaba matar langostas. Le gustaba limpiarlas.

—Eras tan imprudente, Rob. Y aún lo eres. Buceabas en busca de caracoles entre las rocas, donde podías cortarte con las lapas. Son filosas como navajas.

—Lo sé, dices.

Ella arroja la lapa. Cae junto a los zapatos que te has quitado. Cuando vuelves, cuidas de no pisarla.

—Podríamos haber sido felices, dice ella.

—Hace bien pensarlo, ¿verdad?

—Querría que cambiaras de idea, dice ella.

—Es demasiado tarde, dices tú.

Ella suspira.

Una ola avanza por la playa.

No te da miedo estar allí con Anne. No te puede hacer nada. Puedes manejarla. De eso estás seguro. No; será un día tranquilo y perezoso, sin incidentes. Estás alerta, preparado para cualquier eventualidad.

Te tiendes al sol que te atraviesa hasta la médula y te disuelve interiormente y te amoldas a los contornos de la arena. Anne está a tu lado y el sol dora su nariz respingona y se refleja en las diminutas gotas de sudor de su frente. Habla de cosas ligeras y alegres y tú estás fascinado con ella; ¿cómo puede ser tan hermosa, tan como una serpentina arrojada en tu camino y sin embargo tan sórdida en alguna parte escondida de ella misma que tú no puedes encontrar?

Yaces boca abajo y la arena está caliente. El sol calienta.

—Te vas a quemar, dice ella por fin, riendo.

—Supongo que sí, dices. Te sientes muy inteligente, muy inmortal.

—Te pondré un poco de aceite en la espalda, dice ella. Despliega el rompecabezas chino de su bolso de charol, alza una botellita de límpido aceite amarillo. Esto se interpondrá entre el sol y tú, agrega. ¿Te parece bien?

—Sí, dices. Te sientes muy bien, muy superior.

Ella te aceita como si fueras un cochinillo en el asador. La botellita está suspendida encima de ti y de ella cae una trenza de líquido brillante, amarillo, fresco, a los pequeños huecos de tu columna vertebral. La mano de Anne lo extiende y te masajea la espalda. Tú estás echado, ronroneando, con los ojos entrecerrados, contemplando las diminutas burbujas azules y amarillas que bailan entre tus pestañas mientras ella vierte un poco más de líquido y ríe y te masajea.

—Ya me siento más fresco, dices.

Ella te masajea todavía un minuto o más y luego para y se sienta a tu lado. Pasa largo tiempo; tú yaces en el horno de arena y no quieres moverte. De pronto el sol calienta menos.

—¿Tienes cosquillas?, pregunta Anne a tu espalda.

—No, dices, alzando las comisuras de la boca.

—Tienes una hermosa espalda, dice ella. Me encantaría hacerte cosquillas.

—Hazlo, dices.

—¿Tienes cosquillas aquí?, pregunta ella.

Sientes en la espalda un movimiento distante, soñoliento.

—No, dices.

—¿Y aquí?, dice ella.

No sientes nada.

—Ni siquiera me has tocado, dices.

—Una vez leí en un libro, dice ella, que las partes sensibles de la espalda están tan poco desarrolladas que la mayoría de la gente no puede decir exactamente en dónde la tocan.

—Mentira, dices. Tócame. Yo te diré dónde.

Sientes tres largos movimientos en tu espalda.

—¿Y bien?, pregunta ella.

—Me has hecho cosquillas a lo largo de un omóplato. Más o menos unos diez centímetros. Luego lo mismo en el otro omóplato. Y por fin a lo largo de la columna.

—Chico listo. Abandono. Eres demasiado inteligente. Necesito un cigarrillo… Maldición, no me quedan. ¿Te importa si voy a buscarlos al coche?

—Iré yo, dices.

—No importa. —Ya está atravesando la arena. La miras correr, soñoliento, perezoso, entre la ondulación del aire caliente. Te parece extraño que lleve su bolso. Mujeres. Pero también adviertes que es hermosa corriendo. Trepa por los escalones de madera, se vuelve, agita el brazo, sonríe. Le devuelves la sonrisa, mueves tu mano en un breve saludo fatigado. ¿Tienes calor?, grita ella.

—Estoy empapado, respondes con pereza.

Sientes el sudor en tu cuerpo. Sientes el calor, y te hundes en él como en un baño. Sientes el sudor que corre por tu espalda, débil y lejos, como hormigas. Suda, te dices, suda. El sudor corre por tus costillas y cae hasta tu estómago. Ríes. Dios, qué sudor. Nunca has sudado así antes, en tu vida. El olor del aceite que te ha puesto Anne es dulce en el aire caliente. Sueño, sueño.

Te sobresaltas. Alzas la cabeza.

En lo alto del farallón el coche arranca, se pone en marcha y mientras ves que Anne agita la mano, gira reflejando el sol y se aleja por la carretera.

Sencillamente.

—Pequeña bruja, dices, irritado. Empiezas a incorporarte.

No puedes. El sol te ha debilitado. Tu cabeza vacila. Maldición. Estás sudando.

Sudando.

Hueles algo nuevo en el aire caliente. Algo tan familiar y eterno como el olor salado del mar. Un olor dulce, caliente. Un olor que es todo el horror del mundo para ti y los que son como tú. Gritas y te pones de pie, tambaleante.

Llevas puesto un albornoz, una vestidura roja. Desciende por tus muslos y mientras miras cae a tus piernas y a tus tobillos. Es rojo. El rojo más rojo del arco iris. El rojo más puro, más hermoso y más terrible se extiende y difunde por tu cuerpo.

Tocas tu espalda. Articulas palabras sin sentido. Tus manos descubren tres largas heridas abiertas en tu carne.

¿Sudor? Tú creías que sudabas. ¡Y era sangre! Y estabas echado, y creías que sudabas, y te reías, y gozabas.

No sientes nada. Tus dedos se mueven torpe, débilmente. Tu espalda nada siente. Está entumecida.

«Te pondré un poco de aceite en la espalda», dice Anne, muy lejos, en la temblorosa pesadilla del recuerdo. «Te vas a quemar

Una ola se rompe en la playa. Ves en tu memoria la larga trenza de líquido amarillo que cae a tu espalda desde los amorosos dedos de Anne. Sientes que te masajea.

Una droga disuelta. Novocaína o cocaína o algo amarillo que adormeció todos los nervios de tu espalda. Anne sabe mucho de narcóticos, ¿verdad?

Dulce, dulce, encantadora Anne.

«¿Tienes cosquillas?», pregunta Anne en tu mente.

Tienes náuseas. Y en tu mente inundada de roja sangre responden tu voz y sus ecos: No. Hazme cosquillas. Hazme cosquillas, cosquillas, cosquillas… Hazme cosquillas, Anne J. Anthony, bella señora. Hazme cosquillas.

Con una bonita concha de lapa.

Tú buceabas en busca de caracoles y las filosas lapas de una roca te hicieron tres largos arañazos en la espalda. Sí, eso es. Buceo. Accidente. Bonito montaje.

Encantadora, dulce Anne.

¿O te habrás aguzado las uñas con una piedra de afilar, querida?

El sol pesa en tu mente. La arena empieza a fundirse debajo de tus pies. Tratas de encontrar los botones para abrir y desprender el vestido rojo. Insensatamente, a ciegas, a tientas, buscas los botones. No hay. No se abre el vestido. Qué tontería, piensas tontamente. Qué tontería que te encuentren vestido con tu larga ropa interior de lana roja. Una tontería.

Debe haber cremalleras. Esas tres largas heridas se pueden cerrar con cremalleras, y esa cosa roja cesará de manar de ti, del hombre inmortal.

Las heridas no son profundas. Si pudieras llegar hasta un médico. Si pudieras tomar tus tabletas.

¡Las tabletas!

Casi caes sobre tu chaqueta, y buscas en un bolsillo y luego en otro y en otro y los das vuelta y arrancas el forro y gritas y lloras y varias olas martillean la orilla a tu espalda, rugiendo como trenes despavoridos. Y vuelves a los bolsillos, con la esperanza de haber pasado por alto alguno. Pero no hay nada más que pelusa, una caja de cerillas, dos entradas de teatro. Dejas caer la chaqueta.

—¡Vuelve, Anne!, gritas. ¡Vuelve! Hay cincuenta kilómetros hasta la ciudad, hasta el médico. No puedo ir andando. No tengo tiempo.

Al pie de las rocas miras hacia arriba. Ciento catorce escalones. El farallón es empinado y refulge al sol.

No se puede hacer nada excepto subir los escalones.

Cincuenta kilómetros hasta la ciudad, piensas. Bueno, ¿qué son cincuenta kilómetros?

¡Qué día tan espléndido para pasear!

FIN

Ray Bradbury - Muere un hombre cuidadoso
  • Autor: Ray Bradbury
  • Título: Muere un hombre cuidadoso
  • Título Original: A Careful Man Dies
  • Publicado en: New Detective Magazine, Noviembre de 1946
  • Traducción: Carlos Peralta

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