En «Tiempo intermedio» de Ray Bradbury, un anciano sale de su casa en la madrugada y encuentra a unos niños jugando en su jardín. Aunque intenta hablar con ellos, no obtiene respuesta. De vuelta en su hogar, se sienta en la oscuridad, inquieto. De repente, un joven y una chica entran, sorprendidos de verlo, y lo echan, afirmando que esa es su casa. El anciano, perplejo y sin que se atiendan sus protestas, termina en la calle. Durante la noche, observa desconcertado cómo varias personas entran y salen de su hogar, sin que aparentemente nadie le preste atención.
Tiempo intermedio
Ray Bradbury
(Cuento completo)
De noche, ya muy tarde, el anciano salió de la casa con una linterna en la mano y preguntó a los niños cuál era el propósito de su juego. Los niños no respondieron, sino que se echaron sobre las hojas.
El anciano entró en la casa y se sentó preocupado. Eran las tres de la madrugada. Vio su propias manos, pequeñas y pálidas, temblar sobre las rodillas. Era todo articulaciones y ángulos, y su rostro, reflejado encima de la chimenea era poco más que una nube tenue de aliento exhalado sobre el espejo.
En él exterior, los niños rieron dulcemente, sobre el montón de hojas.
Apagó la linterna con cuidado y se quedó sentado en la oscuridad. No comprendía por qué le molestaba el juego de los niños. Pero era demasiado tarde para que estuviesen fuera, a las tres de la mañana, jugando. Sentía mucho frío.
Se oyó el sonido de una llave en la puerta y el anciano se puso en pie para ver quién podría querer entrar en su casa. La puerta principal se abrió y entró un joven acompañado de una joven. Se miraban con cariño y amor, agarrados de la mano, y el anciano los miró y gritó:
—¿Qué estáis haciendo en mi casa?
El joven y la joven respondieron:
—¿Qué está usted haciendo en nuestra casa?
El joven añadió:
—Salga ahora mismo. —Agarró al anciano por el codo, lo echó por la puerta y la cerró y atrancó después de registrarle para ver si había robado algo.
—Ésta es mi casa, no podéis dejarme fuera. —El anciano golpeó la puerta. Se quedó inmóvil en el oscuro aire de la madrugada. Levantando la vista vio las luces iluminar el interior tras las ventanas y las habitaciones del piso de arriba y luego, con un movimiento de sombra, se apagaron.
El anciano recorrió la calle y regresó, y todavía los niños seguían rodando sobre las heladas hojas de la madrugada, sin mirarle. Se situó frente a la casa y vio cómo se encendían y apagaban las luces más de un millar de veces. Contó en silencio.
Un muchacho de unos catorce años corrió hacia la casa, con una pelota en la mano. Abrió la puerta sin usar llave y entró. La puerta se cerró.
Media hora más tarde, con el viento de la mañana ya despertando, el anciano vio acercarse un coche y a una mujer rolliza salir de él con un niño de tres años. Atravesaron el césped oscuro y entraron en la casa después de que la mujer mirase al anciano y dijese:
—¿Es usted, señor Terle?
—Sí—dijo el anciano automáticamente, porque por alguna razón no deseaba asustarla. Pero era mentira. Sabía que no era el señor Terle. El señor Terle vivía un poco más allá.
Las luces se encendieron y apagaron un millar de veces más.
Los niños seguían jugueteando entre las hojas oscuras.
Un muchacho de diecisiete años vino dando saltos desde el otro lado de la calle, acompañado del ligero olor a lápiz de labios en la mejilla, y casi chocando con el anciano, gritó:
—¡Lo siento! —Y subió los escalones a saltos. Después de meter la llave en la cerradura, entró.
El anciano se quedó allí con la ciudad durmiendo a su alrededor; las ventanas oscuras, las habitaciones respirando, las estrellas entre los árboles, caprichosamente atrapadas y retenidas en las ramas invernales, tanta nieve suspendida reluciendo en el aire frío.
—Ésa es mi casa; ¡quiénes son todas esas personas que entran! —gritó el anciano a los niños que jugaban.
Sopló el viento, agitando los árboles vacíos.
En el año que era 1923 la casa estaba oscura, un coche se acercó a ella, la madre salió del coche acompañada de su hijo William, que tenía tres años. William miró el oscuro mundo de la madrugada y vio su casa, y mientras sentía cómo su madre tiraba de él en dirección a la casa le oyó decir:
—¿Es usted, señor Terle?
Y entre las sombras del inmenso roble lleno de viento un anciano de pie respondió:
—Sí.
La puerta se cerró.
En el año que era 1934, William vino corriendo una noche de verano, sintiendo el balón acunado entre las manos, sintiendo la oscura calle correr bajo sus pies, siguiendo la acera. Olió, más que vio, a un anciano al pasarlo corriendo. Ninguno de los dos habló. Y así entró en casa.
En el año que era 1937, William corría con saltos de antílope atravesando la calle, con el olor a lápiz de labios en el rostro, el olor de alguien joven y dulce en las mejillas; todo repleto de ideas de amor y noche. Casi derribó al extraño, gritó:
—¡Lo siento!
Y siguió corriendo para meter la llave en la puerta principal.
En el año 1947 el coche paró frente a la casa, William relajado, con su mujer a su lado. Vestía un bonito traje cheviot, era tarde, estaba cansado, y los dos olían ligeramente a múltiples bebidas ofrecidas y aceptadas. Durante un momento los dos prestaron atención al viento entre los árboles.
—¿Hay luz en nuestra casa? —preguntó la esposa.
William se sintió intranquilo.
—Si —dijo.
Salieron del coche y con ayuda de la llave entraron en la casa. Un anciano salió del salón y gritó:
—¿Qué estáis haciendo en mi casa?
—¿Su casa? —dijo William—. Salga ahora mismo. —Y William, sintiéndose ligeramente alterado en el estómago, porque había algo en el viejo que le hacía sentirse todo agua y nada, registró al anciano, lo echó y atrancó la puerta. Desde el exterior el anciano gritó:
—Ésta es mi casa, ¡no podéis dejarme fuera!
Se fueron a la cama y apagaron las luces.
En el año 1928, William y los otros niños se peleaban en el jardín, haciendo tiempo hasta que tuviesen que irse para ver al circo llegar a la estación al alba sobre los carriles metálicos y azules. Estaban tirados sobre las hojas, donde reían, daban patadas y peleaban. Un anciano con una linterna atravesó el jardín.
—¿Por qué estáis jugando en mi jardín a estas horas de la madrugada? —preguntó el anciano.
—¿Quién es usted? —replicó William levantando momentáneamente la vista de la pelea.
El anciano permaneció un buen rato sobre los niños tendidos. A continuación dejó caer la linterna.
—¡Oh, querido niño, ahora lo comprendo, ahora lo comprendo! —Se inclinó para tocar al niño—. Yo soy tú y tú eres yo. ¡Te quiero, mi querido muchacho, con todo mi corazón! ¡Deja que te cuente lo que va a sucederte en los años por venir! ¡Si lo hubiese sabido! ¡Yo soy tú, y tú fuiste yo! ¡Mi nombre es William, y también es el tuyo! ¡Toda esa gente que entra en la casa, son William, son tú, son yo! —El anciano se estremeció—. ¡Oh, todos los años oscuros y el paso del tiempo!
—Váyase —dijo el niño—. Está loco.
—Pero… —dijo el anciano.
—Está loco. ¡Llamaré a mi padre!
El anciano se volvió y se alejó.
Hubo un parpadeo en las luces de la casa, encendido y apagado.
Los niños seguían luchando en silencio entre las hojas. El anciano permaneció en el jardín.
Arriba, en su cama, William Latting no dormía en su cama en el año 1947. Se puso en pie, encendió un cigarrillo y miró por la ventana. Su mujer estaba despierta.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Ese anciano —dijo William Latting—. Creo que todavía está ahí abajo, bajo el roble.
—Oh, es imposible —respondió ella.
—No puedo ver muy bien, pero creo que sigue ahí. Apenas puedo distinguirle, está todo tan oscuro…
—Se acabará yendo —dijo ella.
William Latting aspiró lentamente el cigarrillo. Asintió.
—¿Quiénes son esos niños?
Desde su cama su esposa dijo:
—¿Qué niños?
—Jugando en el césped ahí fuera, ¿qué hora de la noche es ésta para jugar con las hojas?
—Probablemente sean los chicos de los Moran.
—No me lo parecen.
Seguía junto a la ventana.
—¿Oyes algo?
—¿Qué?
—El llanto de un bebé. Muy lejano.
—No oigo nada —respondió ella.
Ella se quedó tendida prestando atención. Los dos creyeron oír unos pies corriendo por la calle, una llave en la puerta. William Latting salió al pasillo y miró escaleras abajo, pero no vio nada.
En el año 1937, entrando por la puerta, William vio a un hombre en pijama en lo alto de la escalera mirando hacia abajo, con un cigarrillo en la mano.
—¿Eres tú, papá?
No hubo respuesta. El hombre suspiró y entró en alguna habitación. William entró en la cocina para asaltar la nevera.
Los niños se peleaban sobre las blandas hojas oscuras de la madrugada.
William Latting dijo:
—Escucha.
Él y su mujer escucharon.
—Es el anciano —dijo William—. Llora.
—¿Por qué iba a llorar?
—No lo sé. ¿Por qué llora la gente? Quizá sea infeliz.
—Si todavía sigue ahí a esta hora de la madrugada —dijo su esposa en medio de la habitación a oscuras— llama a la policía.
William Latting se apartó de la ventana, apagó el cigarrillo y se tendió en la cama con los ojos cerrados.
—No —dijo con tranquilidad—. No llamaré a la policía. No por él, no lo haré.
—¿Por qué no?
La voz estaba llena de determinación.
—No querría hacerlo. No lo haré.
Los dos se quedaron acostados y se percibía el lejano sonido del llanto y el viento soplando, y William Latting supo que todo lo que tenía que hacer si quería ver a los niños pelearse sobre las oscuras hojas de la madrugada era alargar la mano, levantar la cortina y mirar, y allí estarían, abajo, luchando y peleando mientras la madrugada se iluminaba desde el cielo oriental.