Robert Bloch: Hierba gatera

Robert Bloch - Hierba gatera

«Hierba gatera», cuento de Robert Bloch publicado en 1948, es un escalofriante relato de terror psicológico. Narra la historia de Ronnie, un joven carismático y popular que aspira a ser el próximo presidente de su clase. Detrás de su encantadora apariencia, sin embargo, se oculta un matón que intimida a sus compañeros y manipula a otros para alcanzar sus objetivos. En la víspera de las elecciones, en su afán por captar la atención de sus pares, Ronnie se ve implicado en un incidente con una vecina, Mrs. Mingle, una inquietante y huraña mujer, a cuyo gato agrede. Este incidente desencadena una serie de sucesos extraños y aterradores que alterarán todos sus planes.

Robert Bloch - Hierba gatera

Hierba gatera

Robert Bloch
(Cuento completo)

I

RONNIE, de pie ante el espejo, se echó el pelo hacia atrás.

Estiró su jersey nuevo y abombó el pecho. ¡Estupendo! Tenía que cuidar su aspecto, ya que se acercaba el final de curso y la elección para presidente de la clase. Si conseguía que le nombraran presidente, el próximo curso sería pan comido para él. Pero tenía que cuidar los detalles…

—¡Ronnie! ¡Date prisa, o llegarás tarde!

Mamá salió de la cocina, con el desayuno de Ronnie. Éste se miró al espejo por última vez. Mamá se le acercó por detrás y le rodeó la cintura con los brazos.

—Estás muy guapo, querido. Ojalá pudiera verte tu padre…

Ronnie se soltó del abrazo maternal.

—Oye, mamá… —dijo.

—¿Sí?

—¿No podrías darme algún dinero? Tengo que comprar varias cosas.

—Bueno, creo que sí. Pero, procura hacerlo durar. Ya sabes que la escuela cuesta un montón de dinero.

—Algún día te lo devolveré.

Ronnie contempló a su madre mientras ésta hurgaba en el bolsillo de su delantal y sacaba un arrugado billete de un dólar.

—Gracias. Hasta luego.

Ronnie cogió su desayuno y echó a correr hacia la calle.

Se alejó de la casa, sonriendo y silbando, sabiendo que su madre le estaba contemplando desde la ventana. Siempre le estaba contemplando, y era un verdadero fastidio.

Luego volvió la esquina, se detuvo debajo de un árbol y encendió un cigarrillo. Reemprendió la marcha lentamente con el cigarrillo en los labios. Con el rabillo del ojo observaba la casa de los Ogden, al otro lado de la calle.

En aquel momento se abrió la puerta principal y salió Marvin Ogden. Marvin tenía quince años, uno más que Ronnie, pero era más bajo y más delgado. Llevaba gafas y tartamudeaba cuando estaba excitado, pero era el alumno que pronunciaba el discurso de despedida de fin de curso.

Ronnie se acercó a él por detrás, andando rápidamente.

—¡Hola, mocoso!

Marvin se sobresaltó. Continuó andando, con la mirada clavada en el suelo.

—He dicho hola, mocoso. ¿Qué te pasa? ¿No conoces tu propio nombre?

—Hola…, Ronnie.

—¿Cómo se encuentra hoy el mocoso?

—Bueno, Ronnie, ¿por qué hablas de ese modo? Yo no te hablo nunca así.

Ronnie escupió en dirección a los zapatos de Marvin.

—Me gustaría que lo intentaras, cuatro ojos.

Marvin apresuró el paso, pero Ronnie se mantuvo a su altura.

—No corras tanto, mocoso. Tengo que hablar contigo.

—¿Con…migo, Ronnie? No quiero llegar tarde…

—Cierra el pico.

—Pero…

—Escucha. ¿Cómo se te ocurrió apartar tus apuntes, en el examen de Historia de ayer?

—Ya sabes que no pueden copiarse las respuestas de los demás, Ronnie.

—¿Estás tratando de decirme lo que tengo que hacer mequetrefe?

—N-no. Lo hice para evitarte un disgusto. Si miss Sanders descubriera que copias las respuestas, no creo que te eligieran presidente de la clase. Si alguien se enterara…

Ronnie colocó su mano sobre el hombro de Marvin. Sonrió.

—Tú no vas a decírselo a miss Sanders, ¿verdad, mocoso? —murmuró.

—¡Desde luego que no! ¡Lo juro!

Ronnie continuó sonriendo. Hundió sus dedos en el hombro de Marvin. Con la otra mano, tiró los libros de Marvin al suelo. Cuando Marvin se inclinó a recogerlos, le dio un puntapié con todas sus fuerzas. Marvin cayó cuán largo era. Empezó a llorar. Ronnie le contempló mientras se levantaba.

—Eso es sólo una muestra de lo que haré contigo si te vas de la lengua —dijo, pisando los dedos de la mano izquierda de Marvin—. ¡Hasta luego!

El lloriqueo de Marvin se apagó en sus oídos cuando volvió la esquina, al final de la manzana. Mary June estaba esperándole debajo de los árboles. Se acercó a ella por detrás y la golpeó rudamente.

—¡Hola, chica! —dijo.

Mary June dio un salto, con los rizos brincando sobre sus hombros. Luego se volvió y reconoció a su agresor.

—¡Oh, Ronnie! No quiero que…

—Cállate. Tengo prisa. No puedo llegar tarde el día antes de la elección. ¿Has hablado con las chicas?

—Desde luego, Ronnie. Te dije que lo haría. Ellen y Vicky estuvieron anoche en mi casa y dijeron que votarían por ti. Todas las chicas van a votar por ti.

—Bueno, les conviene hacerlo.

Ronnie tiró la colilla de su cigarrillo contra uno de los rosales del jardín de los Elsner.

—Ronnie…, ten cuidado… ¿Quieres provocar un incendio?

—Deja de fastidiarme —gruñó Ronnie.

—No trato de fastidiarte, Ronnie. Pero…

—¡Cierra el pico de una vez! ¡Me pones enfermo!

Apresuró el paso, y la muchacha se mordió el labio mientras trataba de mantenerse a su altura.

—¡Espérame, Ronnie!

—¡Espérame, Ronnie! —la remedó Ronnie burlonamente—. ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo a perderte?

—No es eso. Ya sabes que no es eso. No me gusta pasar por delante de la casa de Mrs. Mingle. Siempre me mira fijamente y me hace muecas.

—¡Es una vieja chiflada!

—A mí me da miedo, Ronnie. ¿A ti no?

—¿Miedo, aquel viejo murciélago? ¿Estás loca?

—No hables tan alto. Puede oírte.

—¿Y qué?

Ronnie avanzó jactanciosamente hacia la verja de hierro, más allá de la cual se encontraba la casita sombreada por los árboles. Miró con aire insolente a la muchacha, y ésta aparto los ojos del destartalado edificio. Ronnie acortó deliberadamente el paso mientras cruzaban por delante de la casita, con sus cerradas ventanas, su porche cerrado a las miradas indiscretas y su aire general de apartamiento del mundo.

Mrs. Mingle no estaba a la vista en aquel momento. Normalmente podía vérsela en el jardín invadido por las malas hierbas, al lado de la casita; una anciana menuda, delgada, inclinada sobre sus plantas, hablando incesantemente consigo misma o con el gato negro que la acompañaba siempre.

—¡La vieja cara de ciruela no está por aquí! —observó Ronnie, en voz alta—. Habrá salido de viaje, montada en su escoba.

—¡Ronnie! ¡Por favor!

—¿Qué pasa? —Ronnie tiró de los rizos a Mary June—. Las mujeres os asustáis de todo…

La mirada de Ronnie se deslizó de nuevo por la silenciosa casa, envuelta en sombras. Un trozo de aquellas sombras parecía moverse al lado de la vivienda. Al extremo del porche se destacó una forma negra. Ronnie reconoció al gato de Mrs. Mingle. Avanzaba lentamente hacia la verja.

Rápidamente, Ronnie se inclinó y cogió una piedra. Apuntó cuidadosamente y lanzó el proyectil.

El gato emitió un bufido y luego maulló de dolor, mientras la piedra chocaba contra sus costillas.

—¡Oh, Ronnie!

—¡Vamos, antes de que salga la vieja!

Echaron a correr, calle abajo. La campana de la escuela ahogó los maullidos del gato.

—Ya hemos llegado —dijo Ronnie—. ¿Hiciste mis deberes? Bien. Dámelos.

Arrancó los papeles de la mano de Mary June y salió corriendo. La muchacha se quedó mirándole, con los ojos iluminados por una sonrisa de admiración.

Desde detrás de la verja el gato le miró, también, relamiéndose.


II

Sucedió aquella tarde, después de la escuela. Ronnie, Joe Gordan y Seymour Higgins habían salido juntos, y Ronnie hablaba del equipo de base-ball que su madre había prometido comprarle aquel verano, si sus notas eran buenas. Desde luego, sus amigos podrían utilizar la máscara y el mitón… Con las elecciones a la vista, Ronnie tenía que mostrarse amable.

Sabía que si se quedaba mucho rato en el patio de la escuela, Mary June saldría y querría que la acompañara a casa. Estaba harto de ella. ¡Oh, sí! Era buena para hacerle los deberes y otras minucias por el estilo, pero sus compañeros se reirían de él si le veían con una muchacha.

¿Qué opinaban de ir a la calle donde estaba la piscina y darse una vuelta por allí? Podrían fumar…

Ronnie sabía que aquellos chicos no fumaban, pero el fumar le daba importancia a sus ojos y esto era lo que él quería. Le siguieron, calle abajo, taconeando sobre la acera. Hacían mucho ruido, porque todo estaba en silencio.

Lo único que Ronnie pudo oír fue el gato. Pasaban por delante de la casa de Mrs. Mingle y allí estaba el gato, en el jardín, rodando sobre su lomo y sobre su estómago, jugando con algo. Ronroneaba, maullaba y gruñía.

—¡Mirad! —exclamó Joe Gordan—. El gato parece que ha cazado algo.

—Un ratón —dijo Ronnie—. Esa casa está llena de ratones, de moscas y de bichos. Esta mañana le he dado bien al gato.

—¿De veras?

—Sí. Con una piedra. Así de grande.

Dibujó una sandía con las manos.

—¿No tuviste miedo de la vieja Mingle?

—¿Miedo? ¿De esa…?

—Hierba gatera —dijo Seymour Higgins—. Está jugando con una bola de hierba gatera. La vieja Mingle se la compra. Mi padre dice que se lo compra todo, comida especial y sardinas. Lo trata como a un hijo. ¿No habéis visto cuando andan juntos por la calle?

—Hierba gatera, ¿eh? —Joe fisgó a través de la verja—. Me preguntó por qué les gustará tanto. Los pone como locos, ¿verdad? Los gatos harían cualquier cosa por la hierba gatera.

El gato seguía jugando con la bola. Ronnie escupió despectivamente.

—Odio a los gatos. Alguien tendría que ahogar a ese maldito bicho.

—Será mejor que Mrs. Mingle no te oiga hablar de ese modo —dijo Seymour—. Te echaría el mal de ojo.

—¡Tontadas!

—Bueno, cuece hierbas y cosas, y mi madre dice…

—¡Tontadas!

—De acuerdo. Pero yo no iría dando vueltas alrededor de ella, ni de su gato.

—Ahora vais a ver.

Ronnie abrió el portillo de la verja. Avanzó hacia el gato negro, mientras sus compañeros se quedaban con la boca abierta.

El gato se agachó sobre la hierba gatera, y Ronnie vaciló un instante al ver el brillo de las uñas y el de los ojos color de ágata. Pero, sus compañeros le estaban mirando…

—¡Fuera! —gritó.

Avanzó, agitando los brazos. El gato retrocedió, andando de lado. Ronnie se agachó rápidamente y cogió la bola de hierba gatera.

—¿Lo veis? Ya la tengo, muchachos. Voy a…

—¡Suelta eso!

No había visto abrirse la puerta. No había visto salir a la vieja. Pero repentinamente estuvo allí. Apoyada en su bastón, con un vestido negro muy ajustado, apenas parecía mayor que el gato agachado junto a ella. Su pelo era gris, y arrugado y muerto, su rostro era gris y arrugado y muerto, pero sus ojos…

Eran unos ojos color de ágata, como los del gato negro. Llameaban. Y cuando habló, escupió como escupen los gatos.

—¡Suelta eso, jovencito!

Ronnie empezó a temblar. Fue sólo un escalofrío. Todo el mundo tiene un escalofrío, de cuando en cuando. Temblaba tanto, que no pudo evitar que la bola de hierba gatera cayera de su mano. Por puro accidente…

No estaba asustado. Tenía que demostrarles a sus compañeros que no estaba asustado de la vieja. Era difícil respirar, continuaba temblando, pero lo consiguió. Llenó sus pulmones de aire y abrió la boca.

—¡Vieja bruja! —aulló.

Los ojos color de ágata se ensancharon, hasta que su tamaño superó al de la propia vieja. Lo único que Ronnie podía ver eran los ojos. Ojos de bruja. Ahora que lo había dicho, sabía que era cierto. Bruja. Era una bruja.

—¡Desvergonzado mocoso! ¡Haré que te corten tu mentirosa lengua!

¡Cielos, hablaba en serio!

Ahora se estaba acercando, y el gato avanzaba a su lado, y luego la vieja levantó su bastón, para golpearle. La bruja iba a golpearle… ¡No! ¡Oh, mamá, no!

Ronnie echó a correr.


III

No pudo evitarlo. Sus compañeros también habían echado a correr. Antes que él, incluso. Tuvo que hacerlo, la vieja estaba loca, cualquiera podía verlo. Además, si se hubiera quedado, la vieja hubiese tratado de pegarle y, al defenderse, él podría haberla lastimado. De modo que echó a correr para evitarse complicaciones. Simplemente por eso.

Ronnie se lo repitió a sí mismo una y otra vez durante la cena. Pero al decírselo a sí mismo no solucionaba nada. Tenía que decírselo a los muchachos, y pronto. Tenía que explicárselo antes de la elección de mañana…

—¡Ronnie! ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?

—No, mamá.

—Entonces, ¿por qué no contestas cuando te preguntan? No has pronunciado media docena de palabras desde que has llegado a casa. Y tienes toda la comida en el plato.

—No tengo hambre.

—¿Te ocurre algo, hijo mío?

—No. Déjame en paz.

—Es esa elección de mañana, ¿verdad?

—Déjame en paz. —Ronnie se levantó de la mesa—. Voy a salir.

—¡Ronnie!

—Tengo que ver a Joe. Es muy importante.

—Recuerda que a las nueve tienes que estar en casa.

—Sí. Desde luego.

Salió a la calle. La noche era fría. Demasiado viento para aquella época del año. Ronnie se estremeció ligeramente mientras andaba. Tal vez un cigarrillo…

Encendió un fósforo y una lluvia de chispas ascendió en espiral hacia el cielo. Ronnie apresuró el paso, dando nerviosas chupadas al cigarrillo. Tenía que ver a Joe y a los otros chicos y darles una explicación. Sí, ahora mismo. Si se lo contaban a alguien…

Estaba muy oscuro. La luz de la esquina no ardía, y los Ogden no estaban en casa. Y la casita de Mrs. Mingle siempre estaba a oscuras.

Mrs. Mingle. Iba a pasar por delante de su casita. Sería mejor que cruzara la calle.

¿Qué le sucedía? ¿Se estaba volviendo un gallina? ¡Sentir miedo de aquella vieja, de aquella bruja! Abombó el pecho. Que intentara algo… Ella y su maldito gato. ¡Sabrían quién era Ronnie!

No cruzó la calle. Pasó por delante de la casita envuelta en sombras, silbando retadoramente, y subrayó su actitud de desafío disparando la colilla de su cigarrillo a través de la verja. Volaron unas chispas, para ser tragadas inmediatamente por la boca de la noche.

Ronnie se detuvo a mirar por encima de la verja. Todo estaba oscuro e inmóvil. No había nada que temer. Todo estaba oscuro…

Todo, excepto aquel brillante parpadeo. Junto al camino, debajo del porche. Ahora podía ver el porche, porque había una luz. No era una luz fija: oscilaba. Como un fuego. Un fuego…, donde había caído la colilla de su cigarrillo. ¡La casita empezaba a arder!

Ronnie se agarró a la verja. Sí, se estaba prendiendo fuego. Mrs. Mingle saldría, vendrían los bomberos, encontrarían la colilla y…

Ronnie echó a correr, calle abajo. El viento maullaba detrás de él, el viento que avivaba las llamas que incendiarían la casita…

Mamá estaba acostada. Ronnie entró en la casa cautelosamente y se deslizó escaleras arriba sin hacer ruido. Se desvistió a oscuras y se metió en la cama. Se tapó la cabeza con la sábana y se quedó muy quieto, temblando, sin atreverse a mirar a través de la ventana para ver el resplandor procedente del otro lado de la manzana. Sus dientes castañetearon. Sabía lo que iba a suceder dentro de unos instantes.

Luego oyó el silbido de las sirenas. Los bomberos. Alguien les había avisado. Ahora no tenía por qué preocuparse. ¿Por qué le asustaba aquel sonido? No era más que una sirena, y no los gritos de Mrs. Mingle. Mrs. Mingle estaba perfectamente. Él estaba perfectamente. Nadie sabía…

Ronnie se quedó dormido con el rumor del viento y el grito de las sirenas en sus oídos. Durmió profundamente, con una sola interrupción. Fue hacia la madrugada, cuando creyó oír un ruido en la ventana. Como si alguien la estuviera arañando. El viento, desde luego. El viento que sollozaba, y gemía, y maullaba debajo de la ventana, al amanecer. Aunque la imaginación de Ronnie, la conciencia de Ronnie, transformó aquellos sonidos en los maullidos de un gato…


IV

—¡Ronnie!

No era el viento, no era un gato. Su madre le estaba llamando.

—¡Ronnie! ¡Oh, Ronnie!

Abrió los ojos y volvió a cerrarlos inmediatamente, cegado por el sol.

—¿Por qué no contestas?

Oyó refunfuñar a su madre, abajo. Luego volvió a llamarle.

—¡Ronnie!

—¡Ya voy, mamá!

Saltó de la cama y se vistió. Su madre estaba esperándole en la cocina.

—Esta noche has dormido como un tronco. ¿No has oído las sirenas?

Ronnie dejó caer una tostada.

—¿Qué sirenas?

—Las de los bomberos. Ha sido algo terrible. La casita de Mrs. Mingle ha quedado destruida por el fuego.

—¿Sí?

No se acordó de recoger la tostada.

—¡Pobre anciana! Imagínate…, atrapada allí…

Tenía que impedir que continuara. No podría soportar lo que iba a decir a continuación. Pero, ¿cómo podía impedirlo?

—Murió abrasada. Cuando llegaron los bomberos la casa ardía como una tea. Los Ogden vieron el fuego al regresar a su casa, y Mr. Ogden avisó a los bomberos, pero era demasiado tarde. Cuando pienso en aquella pobre anciana, tan…

Sin pronunciar una sola palabra, Ronnie se levantó de la mesa y salió de la cocina. No esperó su desayuno. No se entretuvo contemplándose al espejo. Salió a la calle, convencido de que si continuaba allí se echaría a gritar o a llorar.

Estaba esperándole en la acera, al lado de la puerta. Un bulto negro con unos ojos de ágata.

El gato.

El gato de Mrs. Mingle, esperando que saliera.

Ronnie respiró profundamente antes de abrir el portillo de la verja. El gato no hizo el menor sonido. Se limitó a volver la cabeza hacia él y le miró fijamente.

Ronnie se paró un momento, antes de cruzar la verja. En el suelo había un guijarro. Lo cogió y lo blandió en su mano.

—¡Fuera! —gritó.

El gato retrocedió. Ronnie cruzó el portillo. El gato echó a andar detrás de él. Ronnie dio media vuelta, blandiendo el guijarro.

—¡Fuera, he dicho!

El gato se quedó quieto.

¿Por qué no habría ardido también aquel maldito bicho en el incendio? ¿Qué estaba haciendo aquí?

Apretó fuertemente el guijarro entre sus dedos. Si aquel maldito gato intentaba algo…

Reemprendió la marcha, sin mirar atrás. ¿Qué le sucedía? Supongamos que el gato le estuviera siguiendo. ¿Y qué? No podía hacerle ningún daño. Ni podía hacérselo la vieja Mingle. Estaba muerta. La bruja asquerosa. Decir que haría que le cortaran la lengua… Bueno, la vieja ya había recibido lo suyo. Lástima que el gato hubiese quedado con vida. Pero ya le daría lo suyo, también, si se ponía tonto.

Nadie iba a descubrir lo de aquel cigarrillo. Mrs. Mingle estaba muerta. De modo que no tenía por qué preocuparse.

La sombra le seguía, calle abajo.

—¡Fuera de aquí!

Ronnie dio media vuelta y disparó el guijarro contra el gato. El gato siseó. Ronnie oyó sisear al viento, oyó sisear la colilla de su cigarrillo, oyó sisear a Mrs. Mingle.

Echó a correr. El gato corrió detrás de él.

—¡Eh, Ronnie!

Marvin Ogden le estaba llamando. No podía detenerse ahora, ni siquiera para propinarle un pescozón a aquel mocoso. Continuó corriendo. El gato se mantuvo a la misma distancia, siempre detrás de él.

Luego le faltó el resuello, y acortó el paso. Muy a tiempo. Delante de él había un grupo de muchachos, de pie en la acera, frente a un montón de restos humeantes.

Estaban contemplando lo que había sido la casita de la vieja Mrs. Mingle.

Ronnie cerró los ojos y cruzó la calle. El gato le siguió.

Tenía que deshacerse de él antes de llegar a la escuela. ¿Qué diría la gente si le veían con el gato de la vieja? Quién sabe lo que podrían pensar… Tenía que deshacerse de él.

Ronnie echó a correr hacia la Sinclair Street. El gato le siguió. Al llegar a la esquina cogió una piedra y la lanzó contra el gato. El animal dio un salto de costado. Luego se sentó en la acera y contempló fijamente a Ronnie. No hizo más que eso: contemplarle.

Ronnie no pudo apartar sus ojos del gato. El animal le miraba con fijeza, del mismo modo que había mirado Mrs. Mingle. Pero Mrs. Mingle estaba muerta. Y esto no era más que un gato. Un gato del que tenía que deshacerse, y pronto.

Se acercaba el autobús. Ronnie encontró una moneda de diez centavos en su bolsillo y subió al vehículo. El gato no se movió. Ronnie se quedó en pie en la plataforma, mirando hacia atrás mientras el autobús reemprendía la marcha. El gato continuó sentado en la acera.

Dos paradas más lejos, Ronnie se apeó y cogió el autobús de la Hollis Avenue. Le llevó hasta la escuela, diez minutos tarde. Ronnie se apeó y cruzó la calle apresuradamente.

Una sombra cruzó la entrada del edificio.

Ronnie vio al gato. Estaba allí, esperándole.

Echó a correr.

Fue lo único que Ronnie recordaba del resto de la mañana. Correr. Correr, y el gato detrás de él. No pudo ir a la escuela, no pudo estar allí para la elección, no pudo deshacerse del gato. Corrió.

De calle en calle, por toda la vecindad; deteniéndose a tirar piedras, maldiciendo, jadeando y sudando. Corriendo siempre, y siempre con el gato a sus alcances. Sin darse cuenta, se encontró delante de las ruinas de la casita de Mrs. Mingle, con sus restos calcinados y humeantes. El gato le había empujado hacia allí, quería que viera…

Ronnie empezó a llorar. Lloró mientras corría hacia su casa. El gato no producía el menor sonido. Se limitaba a seguirle. Bueno, ya le ajustaría las cuentas. Se lo diría a su madre. Su madre se encargaría de él. Su madre.

—¡Mamá! —aulló, mientras corría hacia la puerta.

Silencio. Su madre había salido. De compras.

Y el gato acababa de cruzar el portillo de la verja.

Ronnie cerró la puerta. Su madre tenía llave para abrir. Ahora estaba a salvo. A salvo en su casa. A salvo en la cama: deseaba irse a la cama, y taparse la cabeza con las mantas, hasta que llegara su madre y lo arreglara todo.

Alguien arañó la puerta.

—¡Mamá!

Su gritó despertó los ecos de la casa vacía.

Echó a correr escaleras arriba. Todo quedó en silencio. Luego oyó girar el pomo de la puerta. Era la vieja Mingle, salida de la tumba. Era la bruja, que venía en su busca. Era…

—¡Mamá!

—¡Ronnie! ¿Qué sucede? ¿Qué estás haciendo en casa? ¿No has ido a la escuela?

Era su madre. Ronnie cerró la boca a tiempo. No podía contarle lo del gato. Ni ahora ni nunca. Saldrían a relucir otras cosas, y… Cuidado. Debía tener mucho cuidado con lo que decía.

—Me dolía el estómago —dijo—. Miss Sanders me dijo que viniera a casa y me acostara.

Su madre subió apresuradamente, le ayudó a desvestirse, dijo que avisaría al médico y le arropó cariñosamente. Y Ronnie pudo llorar, y su madre no supo que no lloraba porque le doliera el estómago. ¿Por qué tenía que saberlo? Ahora, todo había pasado.

Sí, ahora todo había pasado, y él estaba en la cama. A la hora del almuerzo, su madre le subió un poco de sopa. Ronnie deseaba preguntarle por el gato, pero no se atrevió. Además, ya no le oía arañar. Debió marcharse cuando su madre llegó a casa.

Ronnie permaneció tendido en la cama, dormitando, mientras las sombras de la tarde corrían en largas cintas negras a través del suelo de la habitación. Sonrió para sí. ¡Qué tonto había sido! Asustarse de un gato… Un gato que a lo mejor sólo existía en su imaginación. ¿Por qué no?

—¡Ronnie! ¿Estás bien? —preguntó su madre desde el pie de la escalera.

—Sí, mamá. Me encuentro mucho mejor.

Desde luego, se encontraba mucho mejor. Podía levantarse y bajar a cenar, si quería.

Empezó a apartar las mantas. La habitación estaba a oscuras. Era casi la hora de la cena…

En aquel momento, Ronnie oyó el sonido. Alguien que arañaba una puerta, que se deslizaba… ¿Abajo, en el vestíbulo? No. No podía ser en el vestíbulo. ¿Dónde, entonces?

La ventana. Estaba abierta. Y el sonido procedía de la ventana. Tenía que cerrarla inmediatamente. Se levantó de un salto, golpeándose la barbilla contra una silla mientras avanzaba en la oscuridad. Cerró la ventana.

Inmediatamente volvió a oír el sonido.

¡Y procedía del interior de la habitación!

Ronnie volvió a meterse en la cama de un salto, subiendo el embozo hasta su barbilla. Sus ojos intentaron taladrar la oscuridad.

¿Dónde estaba?

Sólo vio sombras. ¿Cuál de las sombras se movía?

¿Dónde estaba?

¿Por qué no maullaba, de modo que pudiera localizarlo?

¿Por qué no hacía algún ruido? Sí, ¿y por qué estaba aquí? ¿Por qué le seguía? ¿Qué trataba de hacerle?

Ronnie lo ignoraba. Lo único que sabía era que estaba en la cama, esperando, pensando en Mrs. Mingle y en su gato, y en que ella era una bruja y había muerto porque él la había asesinado. ¿La había asesinado, realmente? Las ideas de Ronnie se confundían, no podía recordar, ni siquiera sabía ya lo que era real y lo que no era real. No podía saber cuál de las sombras se movería a continuación.

Y luego lo supo.

La sombra redonda estaba moviéndose. La redonda bola negra avanzaba lentamente, pulgada a pulgada, a través de la habitación. La sombra que un momento antes permanecía agazapada al pie de la ventana.

Debía de ser el gato, desde luego, ya que las sombras no tienen zarpas que arañen el suelo al avanzar. Las sombras no saltan de repente, para quedarse colgadas de los barrotes de la cama y mirarle a uno con unos ojos amarillos y unos dientes amarillos…

Con aquella mirada fija que recordaba la mirada de Mrs. Mingle.

El gato era enorme. Sus ojos eran enormes. Y sus dientes eran enormes, también.

Ronnie abrió la boca para gritar.

Entonces la sombra voló por el aire, en dirección a su rostro, a su boca abierta. Las zarpas se aferraron a sus mejillas, manteniendo sus mandíbulas separadas, y la cabeza se introdujo en la boca…

En medio de su dolor, desde muy lejos, Ronnie oyó que alguien le llamaba.

—¡Ronnie! ¡Oh, Ronnie! ¿Qué es lo que te pasa?

Una especie de nube roja velaba sus ojos. Ronnie echó la cabeza hacia atrás y experimentó un vivísimo dolor. Repentinamente, la sombra se alejó y Ronnie se encontró sentado en la cama. Movía la boca, pero de ella no salía ningún sonido. No salía nada de ella, excepto aquella borboteante humedad rojiza.

Su madre insistió.

—¡Ronnie! ¿Por qué no contestas?

De las profundidades de la garganta de Ronnie surgió un sonido gutural, pero ninguna palabra. Nunca más surgirían palabras de ella.

—¡Ronnie! ¿Qué es lo que te pasa? ¿Se te ha comido la lengua el gato…?

Robert Bloch - Hierba gatera
  • Autor: Robert Bloch
  • Título: Hierba gatera
  • Título Original: Catnip
  • Publicado en: Weird Tales, marzo de 1948
  • Traducción: Alfredo Herrera – José María Aroca

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