«El gato del infierno» (The Cat from Hell) es un perturbador relato de Stephen King, publicado en la revista Cavalier en junio de 1977. La historia sigue a Halston, un experimentado asesino a sueldo, contratado por Drogan, un anciano adinerado con un oscuro pasado en la industria farmacéutica. Su insólito encargo: matar a un gato que, según Drogan, ha sido responsable de la muerte de tres personas cercanas y amenaza con acabar con él. Aunque escéptico, Halston acepta el trabajo atraído por la recompensa, sin imaginar que el felino es mucho más peligroso y extraño de lo que parece.
El gato del infierno
Stephen King
(Cuento completo)
Halston pensó que el viejo de la silla de ruedas parecía enfermo, aterrorizado y preparado para morir. Tenía experiencia en ver cosas como esa. La muerte era el negocio de Halston; se la había brindado a dieciocho hombres y seis mujeres en su trayectoria como asesino a sueldo. Sabía qué aspecto tenía la muerte.
La casa —en realidad, una mansión— era fría y tranquila. Los únicos sonidos que se oían eran el suave crepitar del fuego en la gran chimenea de piedra y el ligero gemido del viento de noviembre en el exterior.
—Quiero que cometa un asesinato —dijo el viejo. Su voz era trémula y vivaz, desagradable—. Entiendo que eso es a lo que usted se dedica.
—¿Con quién ha hablado? —preguntó Halston.
—Con un hombre llamado Saúl Loggia. Dice que usted lo conoce.
Halston asintió. Si Loggia era el intermediario, todo iba bien. Y si había un micrófono oculto en la habitación, cualquier cosa que dijera el viejo —Drogan— quedaría grabado.
—¿A quién quiere liquidar?
Drogan presionó un botón de la consola instalada en el brazo de la silla de ruedas y avanzó con un zumbido. De cerca, Halston pudo percibir el amarillento olor del miedo, la edad y la orina, todo mezclado. Le pareció repugnante, pero no lo demostró. Su rostro permanecía tranquilo y sereno.
—La víctima esta justo detrás de usted —dijo Drogan bajito.
Halston se movió rápidamente. Los reflejos eran su vida y siempre los tenía a flor de piel. Saltó del sofá, cayó sobre una rodilla, giró, una mano dentro de su chaqueta deportiva hecha especialmente a medida empuñaba el híbrido 45 de cañón corto que colgaba bajo su axila en una pistolera con resorte que dejaba el arma en su palma con un solo roce. Un instante después la tenía fuera y apuntaba a… un gato.
Durante un momento, Halston y el gato se observaron. Fue un momento extraño para Halston, un hombre sin imaginación y sin supersticiones. Durante ese instante único, arrodillado en el suelo con la pistola en alto, sintió que conocía a ese gato, aunque si alguna vez hubiera visto alguno con unos rasgos tan inusuales seguramente se acordaría.
Tenía la cara mitad blanca, mitad negra. La línea divisoria corría perfecta desde la parte superior del cráneo hasta la boca, pasando por el hocico. Sus ojos eran enormes y sombríos, y dentro de sus pupilas, negras y casi circulares, había un prisma de fuego, como un hosco carbón de odio.
Y aquel pensamiento resonó en el interior de Halston: Tú y yo nos conocemos.
Luego se disipó. Apartó la pistola y se incorporó.
—Debería matarlo a usted, viejo. No soporto las bromas.
—Y yo no suelo hacerlas —contestó Drogan—. Siéntese. Mire esto.
Extrajo un sobre grueso de debajo de la sábana que le cubría las piernas.
Halston se sentó. El gato, que estaba en el respaldo del sofá, se agachó y saltó con agilidad a su regazo. Durante un instante miró a Halston con esos enormes ojos negros, las pupilas rodeadas por finos anillos de color verde dorado, y luego se acomodó y empezó a ronronear.
Halston miró a Drogan de forma interrogante.
—Es muy amistoso —dijo Drogan—. Al principio. El agradable y amistoso minino ha matado ya a tres personas en esta casa. Solo quedo yo. Soy viejo, estoy enfermo… pero prefiero morir en paz cuando me llegue la hora.
—No lo puedo creer —dijo Halston—. ¿Me ha contratado para que mate a un gato?
—Mire dentro del sobre, por favor.
Halston lo hizo. Estaba lleno de billetes de cien y de cincuenta, todos usados. —¿Cuánto hay?
—Seis mil dólares. Le entregaré otros seis mil cuando me demuestre que el gato está muerto. El señor Loggia me dijo que doce mil dólares es su tarifa habitual.
Halston asintió, su mano acarició automáticamente al gato que tenía en su regazo. Dormitaba y seguía ronroneando. A Halston le gustaban los gatos. De hecho, eran los únicos animales que le gustaban. Se las arreglaban solos. Dios —si es que existía— los había creado como perfectas y reservadas máquinas de matar. Los gatos eran los asesinos del mundo animal, y Halston los respetaba.
—No tengo por qué darle explicaciones, pero aun así lo haré —dijo Drogan—. Hombre prevenido vale por dos, y no quisiera que se metiera en esto a la ligera. Parece que voy a tener que justificarme. Así no pensará que estoy loco.
Halston asintió de nuevo. Ya había decidido llevar a cabo ese golpe tan peculiar, no necesitaba ninguna charla previa. Pero si Drogan quería hablar, le escucharía.
—Antes que nada, ¿sabe quién soy yo? ¿De dónde sale el dinero?
—Laboratorios Drogan.
—Exacto. Una de las mayores empresas de fármacos del mundo y la piedra angular de nuestro éxito financiero es esto. —Del bolsillo de su bata extrajo un pequeño frasco de pastillas sin etiqueta y se lo tendió a Halston—. Tridormalphenobarbin, compuesto G. Recetado casi exclusivamente para los enfermos terminales. Es sumamente adictivo, ya sabe. Es una combinación de analgésico, tranquilizante y alucinógeno ligero. Ayuda sorprendentemente al enfermo terminal a afrontar su situación y adaptarse a ella.
—¿Usted las toma? —preguntó Halston.
Drogan hizo caso omiso a la pregunta.
—Se receta en casi todo el mundo. Es sintético, se desarrolló en los años cincuenta en nuestros laboratorios de New Jersey. Las pruebas se hicieron casi exclusivamente con gatos debido al peculiar sistema nervioso de los felinos.
—¿A cuántos liquidaron?
Drogan se puso tenso.
—Enfocarlo de ese modo es injusto y perjudicial.
Halston se encogió de hombros.
—Durante los cuatro años de pruebas que llevaron a que la FDA aprobara el uso del Tridormal-G, casi quince mil gatos…, bueno, expiraron.
Halston soltó un silbido. Casi cuatro mil gatos al año.
—Y ahora cree que este gato ha regresado para vengarse, ¿no?
—No me siento culpable en absoluto —dijo Drogan, pero aquel tono trémulo y petulante regresó a su voz—. Quince mil animales de experimentación murieron para que cientos de miles de seres humanos…
—Eso no me importa —dijo Halston. Las justificaciones le aburrían.
—Ese gato llegó aquí hace siete meses. Nunca me han gustado los gatos. Son animales repugnantes y portadores de enfermedades… siempre en la calle… vagando en los porches… llevando en el pelaje sabe Dios qué gérmenes… siempre intentando traer a casa algo con las tripas fuera para enseñártelo… Fue mi hermana quien quiso quedárselo. Lo encontró. Y pagó.
Miró con odio al gato que yacía en el regazo de Halston.
—Usted ha dicho que el gato había matado a tres personas.
Drogan empezó a hablar. El gato dormitaba y ronroneaba en el regazo de Halston bajo las suaves caricias de sus fuertes y hábiles dedos asesinos. De vez en cuando un nudo de pino estallaba en la chimenea y el gato se tensaba como una serie de muelles de acero recubiertos de pellejo y músculo. En el exterior, el viento gemía alrededor del caserón de piedra, lejos de la campiña de Connecticut. En la garganta de ese viento viajaba el invierno. La voz del viejo sonaba monótona.
Siete meses antes allí había cuatro personas: Drogan; su hermana Amanda, de setenta y cuatro años, dos más que Drogan; Carolyn Broadmoor, la amiga de Amanda de toda la vida («de los Westchester Broadmoors», comentó Drogan), aquejada gravemente por un enfisema; y Dick Gage, un empleado que trabajaba para la familia Drogan desde hacía veinte años. Gage, que tenía más de sesenta años, conducía el enorme Lincoln Mark IV, cocinaba y servía el jerez por la noche. Por la mañana llegaba una criada. Los cuatro habían convivido de aquella manera durante casi dos años; una deprimente colección de ancianos y su mayordomo. Sus únicos placeres eran ver en la televisión The Hollywood Squares y esperar a ver quién sobreviviría a quién.
Y entonces llegó el gato.
—El primero que lo vio fue Gage, maullando y merodeando alrededor de la casa. Trató de espantarlo. Le tiró palos y piedras, y le dio varias veces. Pero no sirvió de nada. Olía la comida, claro. Apenas era un saco de huesos. Al final del verano la gente los deja tirados en el arcén para que se mueran, ya sabe. Algo terrible e inhumano.
—¿Freírles los nervios es mejor? —preguntó Halston.
Drogan hizo caso omiso y prosiguió. Detestaba a los gatos. Desde siempre. Como el gato no se marchaba, Drogan le dijo a Gage que le diera comida envenenada. Copiosos y tentadores platos de comida Calo para gatos mezclada con Tridormal-G. El gato pasó de la comida. Para entonces, Amanda Drogan había visto el gato e insistió en que se lo quedaran. Drogan se negó con vehemencia, pero Amanda se salió con la suya. Al parecer, siempre lo hacía.
—Ella lo encontró —dijo Drogan—. Lo metió en casa en brazos. Ronroneaba igual que ahora. Pero no se acercó a mí. Nunca lo ha hecho… todavía. Amanda le sirvió un tazón de leche. «Oh, mirad qué pobrecito, está hambriento», susurró. Carolyn y ella siempre le hablaban en susurros. Repugnante. Era su forma de vengarse de mí, por supuesto. Sabían lo que yo sentía por los gatos desde los programas de pruebas del Tridormal-G que hicimos veinte años antes. Disfrutaban fastidiándome, provocándome. —Miró a Halston lúgubremente—. Pero pagaron.
A mediados de mayo, Gage se levantó a preparar el desayuno y encontró a Amanda Drogan tirada al pie de la escalera principal entre trozos de loza y Little Friskies. Sus ojos hinchados apuntaban cegados hacia el techo. Había sangrado copiosamente por la nariz y la boca. Se había roto la espalda, se había roto las dos piernas y se había hecho literalmente añicos el cuello, como el cristal.
—El gato dormía en su habitación —dijo Drogan—. Le hablaba como a un bebé… «¿Mi cariñín tiene hambre? ¿Necesitas salir para hacer caquita?» Obsceno, viniendo de una vieja arpía como mi hermana. Creo que la despertó maullando. Ella cogió su comedero. Decía que a Sam solo le gustaban los Friskies con un poco de leche. Así que decidió bajar. El gato se frotaba contra sus piernas. Ella era vieja, poco estable cuando se ponía de pie. Estaba medio dormida. Llegaron a la escalera y el gato se le cruzó… la hizo tropezar…
Sí, pudo haber ocurrido así, pensó Halston. En su cabeza vio a la vieja cayéndose al vacío demasiado asustada para gritar. Los Friskies esparciéndose mientras ella caía con la cabeza por delante y el comedero se estrellaba contra el suelo. Permanece inerte al pie de la escalera, con sus viejos huesos destrozados, los ojos brillando, la nariz y las orejas borboteando sangre. Y el ronroneante gato comienza a bajar la escalera, masticando Little Friskies con satisfacción…
—¿Qué dijo el forense? —preguntó.
—Muerte accidental, por supuesto. Pero yo sabía la verdad.
—¿Por qué no se deshizo del gato en ese momento, tras la muerte de Amanda?
Porque, al parecer, Carolyn Broadmoor había amenazado con marcharse si lo hacía. Estaba histérica, obsesionada con el tema. Era una mujer enferma, y todo lo relacionado con el espiritismo la chiflaba. Una médium de Hartford le dijo (por solo veinte pavos) que el alma de Amanda se había introducido en el cuerpo gatuno de Sam. Amanda estaba en el interior de Sam, le había dicho a Drogan, y si Sam se iba, ella también se iba.
Halston, que era algo así como un experto en leer entre líneas la vida de las personas, sospechó que Drogan y la vieja Broadmoor habían sido amantes hacía mucho tiempo, y que el viejo se resistía a dejarla marchar a pesar del gato.
—Eso habría sido lo mismo que un suicidio —dijo Drogan—. En su cabeza ella seguía siendo una joven saludable, perfectamente capaz de coger a ese maldito gato y largarse con él a Nueva York o a Londres o incluso a Montecarlo. De hecho, ella era la última de una extensa familia que vivía en la miseria como resultado de un sinfín de inversiones infructuosas durante los años sesenta. Aquí vivía en una habitación del segundo piso especialmente controlada y superhumidificada. Tenía setenta años, señor Halston. Fue una fumadora empedernida hasta los dos últimos años de su vida, y su enfisema era muy grave. Yo quería que estuviera aquí, y si el gato tenía que quedarse…
Halston asintió y echó una mirada intencionada a su reloj.
—Murió durante la noche, a finales de junio. El médico pareció tomarlo como algo natural…, se limitó a venir y rellenar el certificado de defunción, nada más. Pero el gato estaba en la habitación. Gage me lo contó.
—A todos nos llega la hora alguna vez, hombre —comentó Halston.
—Por supuesto. Eso es lo que dijo el médico. Pero yo sabía la verdad. La recordaba. Los gatos se llevan a los bebés y a los viejos cuando están durmiendo. Y les roban el aliento.
—Un cuento de viejas.
—Basado en hechos reales, como la mayoría de lo que llaman cuentos de viejas —contestó Drogan—. A los gatos les gusta toquetear las cosas blandas con las patas, ya sabe. Una almohada, una alfombra de lana gruesa… o una manta. La manta de una cuna o de un anciano. El peso extra sobre una persona que está débil para…
La voz de Drogan se debilitó, y Halston pensó en ello. Carolyn Broadmoor dormida en su habitación, el aire entrando y saliendo de sus deteriorados pulmones, un sonido casi perdido tras el silbido de los humidificadores especiales y el aire acondicionado. El gato de extraño pelaje blanco y negro salta con sigilo sobre su cama de solterona y observa su rostro viejo y arrugado con brillantes ojos negros y verdes. Se arrastra sobre su angosto pecho y apoya allí su peso, ronroneando…, y ella respira cada vez más despacio…, y el gato ronronea mientras la vieja se asfixia lentamente bajo el peso del gato en su pecho.
Halston no era un hombre muy fantasioso, pero se estremeció un poco.
—Drogan —dijo mientras seguía acariciando al gato—. ¿Por qué no se lo carga usted? Un veterinario le proporcionaría el gas por unos veinte dólares.
—El funeral fue el 1 de julio —dijo Drogan—. Mandé que enterraran a Carolyn en nuestra parcela del cementerio, al lado de mi hermana. Como ella hubiera querido. El 3 de julio hice venir a Gage a esta misma habitación y le entregué una cesta de mimbre… una de esas canastas que se llevan de picnic. ¿Sabe a qué me refiero?
Halston asintió.
—Le dije que metiera al gato dentro y lo llevara a un veterinario de Milford para que lo durmiese para siempre. Dijo «Sí, señor», cogió la cesta y se marchó. Muy propio de él. No volví a verle con vida. Un accidente en la autovía. El Lincoln cayó por la barandilla de un puente a más de cien por hora. Dick Gage murió al instante. Cuando lo encontraron tenía arañazos en la cara.
Halston se quedó callado mientras en su cerebro se formaba la imagen de cómo había sucedido todo. En la habitación no se oía sonido alguno, salvo el tranquilo crepitar del fuego y el tranquilo ronroneo del gato sobre su regazo. El gato y él frente al fuego habrían sido una buena ilustración para aquel poema de Edgar Guest, ese que dice: «El gato en mi regazo, el agradable fuego de la chimenea / … a un hombre feliz, deberías preguntar».
Dick Gage conduciendo el Lincoln por la autovía hacia Milford, sobrepasando el límite de velocidad en unos ocho kilómetros por hora. La cesta en el asiento de al lado…, una especie de canasta para picnic. El chófer está pendiente del tráfico, quizá está adelantando a un gran camión Jimmy y no se percata del rostro medio blanco medio negro que asoma por la cesta. En el lado contrario del conductor. No se da cuenta porque está adelantando a un camión enorme y en ese momento es cuando el gato le salta a la cara, babeando y arañando, rasgándole un ojo con las zarpas, perforándolo, desinflándolo, dejándolo ciego. A cien por hora, con el motor del Lincoln zumbándole en los oídos y la otra zarpa enganchada en el puente de la nariz, lastimándolo con exquisito y condenado dolor… puede que el Lincoln haya comenzado a desviarse a la derecha, hacia la trayectoria del Jimmy, y su bocina suena con estruendo, pero Gage no puede oírlo porque el gato está maullando, el gato le cubre la cara como una enorme araña negra y peluda, las orejas hacia atrás, los verdosos ojos brillando como un foco en el infierno, las patas de atrás retorciéndose y clavándose en la blanda carne del cuello del viejo. El automóvil gira con brusquedad hacia la otra dirección. Se acerca al borde del puente. El gato salta del coche y el Lincoln, un brillante cohete negro, choca contra el cemento y salta por los aires como una bomba.
Halston tragó saliva y oyó un clic seco en su garganta.
—Y el gato… ¿volvió?
Drogan asintió.
—Una semana después. El día que enterraron a Dick Gage, de hecho. El gato volvió, como dice la canción.
—¿Sobrevivió a un accidente de tráfico a cien por hora? Es difícil creerlo.
—Dicen que tienen siete vidas. Cuando regresó… me pregunté si no podría ser un… un…
—¿Un gato diabólico? —apuntó Halston con suavidad.
—A falta de una palabra mejor, sí. Algún tipo de demonio enviado…
—Para castigarle.
—No lo sé. Pero me temo que sí. Lo alimento, o mejor dicho, la señora que viene a casa lo hace por mí. A ella tampoco le agrada. Dice que ese rostro es una maldición de Dios. Por supuesto, ella es de aquí. —El viejo intentó sonreír pero fracasó—. Quiero que lo mate. He vivido con él durante los últimos cuatro meses. Merodea entre las sombras. Me observa. Parece estar… a la espera. Me encierro en mi habitación cada noche y aun así me pregunto si me despertaré por la mañana y me lo encontraré… acurrucado sobre mi pecho… ronroneando.
El viento gimió solitario en el exterior e hizo un extraño sonido sibilante en la chimenea de piedra.
—Al final me puse en contacto con Saúl Loggia. Él le recomendó. Le llamó «cartucho», creo.
—«Cartucho único.» Significa que trabajo por mi cuenta.
—Sí. Me dijo que nunca le han arrestado, ni siquiera han sospechado de usted. Me dijo que al parecer siempre cae de pie… como un gato.
Halston miró al viejo de la silla de ruedas. Y de pronto sus manos musculosas y de largos dedos rodearon el cuello del animal.
—Podría hacerlo ahora, si quiere —dijo bajito—. Le partiré el cuello. Ni siquiera sabrá…
—¡No! —gritó Drogan. Tomó una larga y temblorosa bocanada de aire. El color le había ruborizado las pálidas mejillas—. No… aquí no. Lléveselo fuera.
Halston sonrió con gravedad. Acarició muy suavemente la cabeza, los hombros y el lomo del gato dormido.
—Está bien —dijo—. Acepto el trabajo. ¿Quiere el cadáver?
—No. Mátelo. Entiérrelo. —Hizo una pausa. Se inclinó hacia delante en la silla de ruedas, como un viejo carroñero—. Tráigame la cola —dijo—. Así podré arrojarla al fuego y verla arder.
Halston conducía un Plymouth 1973 con un motor Cyclone Spoiler de producción exclusiva. Tenía el piso alto y suspensión reforzada, y circulaba con el capó apuntando hacia el pavimento en un ángulo de veinte grados. El mismo había reconstruido el diferencial y la parte trasera. La caja de cambios era Pensy y el acoplado era Hearst. Descansaba sobre enormes ruedas Bobby Unser Wide Ováis y una superficie de cilindros de poco más de cincuenta centímetros.
Salió de la residencia de Drogan poco después de las 21.30. La gélida luna creciente se vislumbraba a través de los jirones de nubes de noviembre. Conducía con todas las ventanillas abiertas porque ese olor amarillento de la vejez y el miedo parecía haberle impregnado la ropa y no le agradaba en absoluto. El frío era duro y cortante, incluso entumecía, pero podía soportarlo. Se estaba llevando aquel hedor amarillento.
Dejó la autovía en Placer’s Glen y se dirigió, a una más que respetable velocidad de sesenta por hora, al taciturno pueblo, indicado en la intersección por una señal intermitente amarilla. Fuera del pueblo, ya en la carretera estatal 35, aceleró el Plymouth, dejó que se deslizara. El compensado motor Spoiler ronroneó como lo había hecho el gato aquella tarde. Halston sonrió. Avanzaba a poco más de ciento diez entre campos de maíz seco.
El gato iba en el asiento del pasajero, dentro de una bolsa doble de compras, amarrada con un fuerte cordel. Cuando Halston lo metió dentro, el gato estaba adormilado y ronroneaba, y siguió ronroneando durante todo el trayecto. Quizá le había gustado Halston y creía que se lo llevaba a casa. Al igual que él, el gato era un «cartucho único».
Qué trabajo más extraño, pensó Halston, y le sorprendió el hecho de que lo considerara un trabajo serio. Quizá lo más extraño era que el gato le gustaba, sentía cierta empatía por él. Si se las había apañado para librarse de esos tres carcamales decrépitos, más a su favor…, en especial por deshacerse de Gage, que lo llevaba a Milford para una cita fatal con un veterinario con el pelo cortado a cepillo al que le habría encantado meterlo en una cámara de gas de cerámica del tamaño de un microondas. Sentía empatía por él, pero no hasta el punto de echarse atrás. Sería cortés y lo mataría rápido y sin dolor. Detendría el automóvil en el arcén, al lado de uno de esos terrenos áridos de noviembre, lo sacaría de la bolsa, lo acariciaría, le rompería el cuello y le cortaría la cola con la navaja. Y, pensó, enterraré el cuerpo con todos los honores, salvándolo de los carroñeros. No puedo salvarlo de los gusanos, pero puedo salvarlo de las pulgas.
Estaba pensando en esas cosas mientras el automóvil atravesaba la noche como un fantasma azul oscuro cuando, de repente, el gato pasó caminando por delante de sus ojos, sobre el salpicadero, la cola alzada con arrogancia, su cara blanca y negra vuelta hacia él, en la boca una especie de sonrisa.
—Chiiisss… —siseó Halston. Miró a la derecha y vio un agujero (mordido o arañado) en el lateral de la bolsa doble de compras. Volvió a mirar hacia delante… y el gato alzó una pata juguetonamente hacia él. La pata resbaló por la frente de Halston. Se lo quitó de encima de un manotazo; los anchos neumáticos del Plymouth chirriaron mientras el coche se balanceaba errático de un lado a otro en el angosto camino asfaltado.
Halston golpeó al gato con el puño. Estaba en el salpicadero. Le bloqueaba la visión. El gato bufó y arqueó el lomo, pero no se movió. Halston alzó el puño de nuevo y el animal, en lugar de asustarse, se le echó encima.
Gage, pensó. Igual que Gage…
Pisó el freno. El gato estaba sobre su cabeza, impidiéndole la visión con su panza peluda, arañándolo, surcándole la cara. Halston agarraba el volante con firmeza. Golpeó una y otra y otra vez al gato. Y de pronto el camino desapareció, el Plymouth avanzaba por la cuneta, saltando arriba y abajo cada vez que se topaba con un bache. Después, el impacto lo lanzó hacia delante contra el cinturón de seguridad; el último sonido que oyó fue el aullido inhumano del gato: la voz de una mujer sufriendo un fuerte dolor o a punto de alcanzar el clímax sexual.
Lo golpeó con los puños y solo sintió la elástica y blanda flexión de los músculos.
Luego, un segundo impacto. Y oscuridad.
La luna estaba baja. Faltaba una hora para el alba.
El Plymouth yacía en un barranco cubierto de niebla. Había una maraña de alambre de espino enredada en la rejilla del radiador del coche. El capó se había abierto y del radiador roto salían aros de humo que se mezclaban con la niebla.
No sentía las piernas.
Miró hacia abajo y vio que el silenciador del Plymouth se había hundido por el impacto. La parte trasera del motor Cyclone Spoiler le había aplastado las piernas, aprisionándolas.
Fuera, en la lejanía, el graznido depredador de una lechuza precipitándose sobre algún animal pequeño y escurridizo.
Dentro, cerca, el constante ronroneo del gato.
Parecía que sonreía, como el gato de Cheshire que Alicia encontró en el País de las Maravillas.
Halston lo vio levantarse, arquear el lomo y estirarse. Con un repentino y habilidoso gesto, saltó sobre su hombro. Halston trató de levantar las manos para quitárselo de encima.
Sus brazos no se movieron.
Fractura de la columna vertebral, pensó. Parálisis. Quizá temporal. Probablemente para siempre.
El gato le ronroneó en el oído como un trueno.
—Apártate —dijo Halston. Su voz era ronca y seca. El gato se tensó un instante y luego volvió a relajarse. De pronto, golpeó a Halston en la mejilla con una pata, y esta vez tenía las garras fuera. Ardientes líneas de dolor bajaron por su garganta. Además de un tibio hilo de sangre.
Dolor.
Sensibilidad.
Envió a su cabeza la orden de que se moviera hacia la derecha, y le obedeció. Por un instante su cara se enterró en un pelaje suave y seco. Halston mordió. La garganta del gato emitió un sonido de sobresalto y desconcierto —¡yowk!— y saltó sobre el asiento. Lo miró con ira, con las orejas hacia atrás.
—No te lo esperabas, ¿verdad? —dijo Halston con voz ronca.
El gato abrió la boca y bufó. Viendo ese rostro extraño y esquizofrénico, Halston entendió que Drogan hubiese creído que aquel gato era diabólico. Era…
Interrumpió sus pensamientos al notar un débil y hormigueante cosquilleo en los antebrazos y las manos.
Sensibilidad. Vuelve. Alfileres y agujas.
El gato se abalanzó sobre su cara con las garras fuera, bufando.
Halston cerró los ojos y abrió la boca. Mordió la barriga del gato y solo arrancó pelo. Las garras de las patas delanteras se habían enganchado a sus oídos, escarbando. El dolor era inmenso, intensamente agudo. Halston trató de levantar las manos. Se movieron pero apenas se separaron de su regazo.
Inclinó la cabeza hacia delante y la sacudió de un lado a otro, como si intentara quitarse jabón de los ojos. El gato resistió, bufando y chillando. Halston sintió la sangre que le chorreaba por las mejillas. Le costaba respirar. Tenía el pecho del gato apretado contra la nariz. Podía tomar un poco de aire por la boca, pero no mucho. Lo poco que aspiraba pasaba a través del pelo del animal. Sentía las orejas como si se las hubieran empapado con el líquido de un mechero y luego le hubiesen prendido fuego.
Estiró la cabeza hacia atrás y gritó de agonía… debió de sufrir un latigazo cervical cuando el Plymouth chocó. Pero el gato no esperaba ese movimiento y se soltó. Halston oyó el golpe contra el asiento de atrás.
Un hilillo de sangre le resbaló por el ojo. Intentó mover las manos, quería acercarse una mano a la cara y enjugarse la sangre.
Las manos temblaron en su regazo, pero seguía siendo incapaz de moverlas. Pensó en la 45 especial que tenía en la pistolera debajo de su brazo izquierdo.
Como la alcance, minino, acabaré de una sola vez con las que te queden de tus siete vidas.
Más hormigueo. Débiles punzadas de dolor en los pies, sepultados y seguramente destrozados debajo del motor; zumbidos y hormigueo en las piernas… era exactamente como cuando se te despierta una extremidad que se te había quedado dormida. En ese momento, a Halston no le importaban sus pies. Le bastaba saber que no se había roto la columna, que no iba a terminar como un saco de carne muerta unido a una cabeza parlante.
Quizá a mí también me quede alguna vida más.
Tener cuidado con el gato. Eso era lo primordial. Después, salir de debajo de la chatarra… Quizá apareciera alguien, eso resolvería los dos problemas de una vez. Aunque a las cuatro y media de la madrugada no era muy probable, y menos en una carretera como esa, pero era remotamente posible. Y…
¿Y qué estaba haciendo el gato ahí atrás?
No le gustaba tenerlo de cara, pero tampoco le gustaba tenerlo detrás y fuera de la vista. Intentó mirar por el espejo retrovisor, pero fue inútil. Se había torcido tras el accidente y solo reflejaba el barranco cubierto de hierba en el que se había estrellado.
Hubo un ruido detrás de él, como un susurro de tela rasgada. Un ronroneo.
Un gato diabólico, y una mierda. Se ha echado a dormir ahí atrás.
Y aunque no fuera así, si lo que estaba haciendo era planear su asesinato, ¿qué podía hacer? Era una cosita flacucha, lo más probable es que mojado pesara solo dos kilos. Y, además, él pronto… pronto sería capaz de mover los brazos lo suficiente para alcanzar la pistola. Estaba seguro.
Halston aguardó. Sentía continuamente una serie de alfileres y agujas clavándose en su cuerpo. Fue absurdo (o quizá una reacción instintiva ante su roce con la muerte) pero tuvo una erección durante más o menos un minuto. Es complicado hacerse una paja en estas circunstancias, pensó.
El alba asomaba por el cielo del este. En algún lugar cantó un pájaro.
Halston volvió a intentar mover las manos y esta vez logró levantarlas unos centímetros antes de que cayeran de nuevo. Aún no. Pero pronto.
Un ruido sordo y suave detrás de él, en el asiento trasero. Giró la cabeza y vio el rostro blanco y negro, los ojos brillantes con sus enormes pupilas negras.
Halston le habló.
—Jamás he fracasado en los trabajos que he aceptado, minino. Este podría ser el primero. Estoy recuperando la sensibilidad de las manos. Cinco minutos, diez como mucho. ¿Quieres un consejo? Sal por la ventana. Está abierta. Vete y llévate la cola contigo.
El gato lo miró.
Halston intentó mover las manos otra vez. Se levantaron; temblaban una barbaridad. Medio centímetro. Un centímetro. Las dejó caer con suavidad. Resbalaron de su regazo y golpearon el asiento del Plymouth. Las manos brillaban pálidamente, como enormes arañas tropicales.
El gato le sonreía.
¿He cometido un error?, se preguntó, confuso. Él era una criatura de corazonadas y, de repente, la sensación de haber cometido un error lo abrumó. Entonces, el cuerpo del gato se tensó y, mientras saltaba, Halston supo lo que iba a hacer y abrió la boca para gritar.
El gato aterrizó en la entrepierna de Halston, con las garras fuera, escarbando.
En ese momento, Halston deseó estar paralítico. El dolor era enorme, terrible. Jamás hubiera sospechado que en el mundo pudiera existir un dolor semejante. El gato era un resorte de furia que le estaba arrancando las pelotas.
Halston gritó, con la boca bien abierta, y el gato cambió de dirección y le saltó a la cara, a la boca. Entonces Halston supo que aquello era algo más que un gato. Era algo que poseía una intención maligna y asesina.
Echó una última mirada a aquella cara negra y blanca, de orejas aplastadas y ojos enormes y llenos de odio lunático. Se había librado de tres carcamales y ahora se iba a deshacer de John Halston.
Embistió contra su boca, un proyectil peludo. Sintió arcadas. Las garras delanteras se movieron, haciéndole jirones la lengua como si fuera un pedazo de hígado. Se le revolvió el estómago y vomitó. El vómito subió por el esófago, pero el gato lo obstruía y Halston comenzó a ahogarse.
En ese momento extremo, la voluntad de sobrevivir superó la parálisis del accidente. Levantó lentamente las manos para agarrar al animal. Oh, Dios mío, pensó.
El gato se estaba abriendo paso en la boca, achatando el cuerpo, retorciéndose, colándose más y más adentro. Halston podía sentir cómo le crujía la mandíbula ensanchándose cada vez más para dejarle entrar.
Estiró los brazos para agarrarlo, sacarlo de un tirón, destrozarlo… pero sus manos solo aferraron la cola del gato.
De algún modo se las había arreglado para introducirse completamente en su boca. El extraño rostro medio blanco medio negro debía de haber alcanzado ya su garganta, que se hinchaba como una manguera de jardín. Se oyó el terrible sonido de una arcada.
Su cuerpo se sacudió. Las manos volvieron a desplomarse en su regazo y los dedos tamborilearon sin sentido sobre sus muslos. Sus ojos destellaron, luego se quedaron opacos. Miraban sin mirar la llegada del alba a través del parabrisas del Plymouth.
De la boca abierta sobresalían tres centímetros de tupida cola… mitad negra mitad blanca. Se movía perezosamente a un lado y a otro.
Luego desapareció.
Un pájaro gorjeó en algún lugar. El amanecer se esparció en silencio sobre los campos cubiertos de rocío de Connecticut.
El granjero se llamaba Will Reuss.
Iba camino de Placer’s Glen para poner en regla la documentación de su camión cuando vio brillar algo bajo el sol de la mañana en el barranco de detrás del camino. Se detuvo en el arcén y vio el Plymouth en un ángulo ladeado e inestable, con alambre de espino enredado en la rejilla del radiador como una maraña de lana de acero.
Se apeó y se quedó sin aliento.
—Dios santo —murmuró a aquel resplandeciente día de noviembre.
Había un tipo sentado al volante, sus ojos abiertos brillaban vacíos hacia la eternidad. Una empresa de estudios de mercado jamás podría incluirlo en sus encuestas presidenciales. Tenía la cara manchada de sangre. Aún llevaba puesto el cinturón de seguridad.
La puerta del conductor estaba atascada, pero Reuss se las apañó para abrirla tirando con las dos manos. Se inclinó hacia dentro y desabrochó el cinturón con la intención de buscar algún tipo de identificación. Estaba a punto de alcanzar la chaqueta cuando se percató de que la camisa del tipo muerto se movía, justo por encima de la hebilla del cinturón. Agitándose… y abultándose. Manchas de sangre comenzaron a florecer como rosas siniestras.
—Pero ¿qué diablos…?
Se echó hacia atrás y tiró de la camisa del hombre muerto. Will Reuss observó. Y gritó.
Por encima del ombligo de Halston, un agujero irregular le atravesaba la carne. De él asomaba la ensangrentada cara negra y blanca de un gato de ojos enormes y brillantes.
Reuss trastabilló hacia atrás, dando alaridos, tapándose la cara con las manos. Una veintena de cuervos alzaron el vuelo graznando en un campo cercano.
El gato se esforzó por salir y se estiró con una languidez obscena.
Después salió de un salto por la ventana abierta. Reuss lo vio alejarse entre la hierba.
Parecía que tenía prisa, le diría más tarde a un periodista de un periódico local.
Como si tuviera que terminar un trabajo.
FIN