Antón Chéjov: Enemigos

Antón Chéjov - Enemigos

Sinopsis: «Enemigos» (Враги) es un cuento de Antón Chéjov, publicado el 20 de enero de 1887 en la revista Tiempo nuevo. La historia se inicia en la casa del médico Kirílov, donde su hijo ha muerto de difteria y su esposa permanece sumida en el dolor. En medio de esta tragedia, un desconocido irrumpe suplicando ayuda urgente para atender a su mujer enferma. Con el ánimo devastado y el cuerpo exhausto, el doctor se enfrenta a un dilema moral: permanecer junto a su familia o acudir al llamado de otro ser humano que sufre. En esta tensa encrucijada, dos desconocidos unidos por la desgracia descubrirán que no todo sufrimiento genera entendimiento.

Antón Chéjov - Enemigos

Enemigos

Antón Chéjov
(Cuento completo)

Poco después de las nueve de la noche, una oscura jornada de septiembre, moría de difteria el pequeño Andréi, hijo único del médico rural Kirílov. La madre acababa de arrodillarse ante el lecho del niño muerto, presa de un primer acceso de desesperación, cuando en el recibidor se oyó un fuerte timbrazo.

Por miedo al contagio todos los criados habían abandonado la casa desde la mañana. Kirílov, tal como estaba, sin chaqueta, con el chaleco desabotonado, el rostro cubierto de sudor y las manos quemadas por el ácido fénico, fue a abrir la puerta. El recibidor estaba a oscuras, de modo que del recién llegado sólo se distinguían su talla mediana, su bufanda blanca y su rostro grande y sumamente pálido, hasta el punto de que su aparición pareció aclarar el recibidor…

—¿Está el doctor en casa? —se apresuró a decir.

—Soy yo —respondió Kirílov—. ¿Qué se le ofrece?

—¿Es usted? ¡Me alegro mucho! —dijo el hombre, todo contento, y empezó a buscar en la penumbra la mano del médico; la cogió y la apretó con fuerza entre las suyas—. ¡Me alegro mucho, mucho! Nos conocemos. Soy Aboguin… Tuve el gusto de coincidir con usted el verano pasado en casa de Gnúchev. Me alegro mucho de encontrarlo en casa… Por el amor de Dios, no se niegue a venir conmigo ahora mismo… Mi mujer está gravemente enferma… Tengo el coche a la puerta…

Su voz y sus movimientos dejaban traslucir una gran agitación. Lo mismo que un hombre asustado por un incendio o un perro rabioso, apenas podía contener la respiración acelerada y hablaba muy deprisa, con voz temblorosa; en sus palabras se percibía un matiz de genuina sinceridad, de temor infantil. Como todas las personas asustadas y aturdidas, se expresaba mediante frases breves y entrecortadas y pronunciaba muchos vocablos innecesarios, que no guardaban relación con el asunto.

—Tenía miedo de no encontrarlo —continuó—. Mientras venía hacia aquí, he pasado un auténtico suplicio… Vístase y partamos, por el amor de Dios… Todo ha sucedido de la siguiente manera. Aleksandr Semiónovich Papchinski, al que conoce usted, vino a verme… Charlamos un rato… Luego tomamos el té; de pronto mi mujer lanzó un grito, se llevó la mano al corazón y se desplomó sobre el respaldo de la silla. La llevé a la cama… le froté las sienes con amoniaco, le rocié la cara con agua… estaba como muerta… Temo que se trate de un aneurisma… Vamos… Su padre murió de un aneurisma…

Kirílov escuchaba en silencio, como si no comprendiera el idioma en el que hablaba aquel hombre.

Cuando Aboguin volvió a mencionar a Papchinski, al padre de su mujer y se puso a buscar de nuevo en las tinieblas la mano del médico, éste sacudió la cabeza y dijo, arrastrando con apatía cada palabra:

—Perdone, pero no puedo ir… Hace unos cinco minutos que… se ha muerto mi hijo…

—¿Es posible? —murmuró Aboguin, retrocediendo un paso—. ¡Dios mío, en qué momento más inoportuno he llegado! ¡Qué día tan desdichado…! ¡Qué día! ¡Vaya coincidencia! ¡Parece hecho a propósito!

Aboguin cogió el picaporte de la puerta y agachó la cabeza con aire meditabundo. Era evidente que vacilaba y no sabía qué hacer, si marcharse o seguir insistiendo.

—Escuche —dijo con determinación, cogiendo a Kirílov por la manga—. ¡Entiendo perfectamente su situación! Dios sabe la vergüenza que me da tratar de ganarme su atención en un momento semejante, pero ¿qué puedo hacer? Juzgue usted mismo, ¿a quién puedo recurrir? Es usted el único médico del lugar. ¡Venga conmigo, por el amor de Dios! No se lo pido por mí… ¡No soy yo quien está enfermo!

Se produjo un silencio. Kirílov dio la espalda a Aboguin, esperó un instante y luego, con pasos lentos, se dirigió a la sala. A juzgar por sus andares inciertos y maquinales y por la atención con que arregló la pantalla de terciopelo de una lámpara apagada y echó una ojeada a un grueso libro que había sobre la mesa, en aquellos momentos no tenía intenciones ni deseos, no pensaba en nada; probablemente, ni siquiera se acordaba de que había un extraño en el vestíbulo. Por lo visto, las tinieblas y el silencio de la sala aumentaban su estupor. Al pasar de esa pieza a su despacho, levantó más de lo necesario el pie derecho y buscó con las manos la jamba de la puerta; en ese momento en toda su figura se percibió una suerte de incertidumbre, como si hubiera ido a parar a una casa ajena o se hubiera emborrachado por primera vez en su vida y la estupefacción de esa nueva sensación le dominara. En una pared del despacho, iluminando una estantería repleta de libros, se extendía una ancha franja de luz; llegaba desde la puerta entreabierta del dormitorio, junto con el olor intenso y penetrante del ácido fénico y el éter… El médico se dejó caer en un sillón, delante de la mesa; durante un minuto dirigió una mirada soñolienta a los libros bañados por aquella luz, luego se levantó y pasó al dormitorio.

Allí reinaba una calma de muerte. Todo, hasta el menor detalle, hablaba con elocuencia de la tormenta reciente y del agotamiento de los moradores, pero ahora la pieza parecía sumida en el reposo. Una vela sobre un taburete, en medio de una plétora de frascos, cajas y tarros, y una lámpara de gran tamaño sobre la cómoda derramaban una intensa luz. En la cama, junto a la ventana, yacía un niño con los ojos abiertos y una expresión de sorpresa en el rostro. No se movía, pero sus ojos abiertos parecían adquirir a cada momento un matiz más sombrío y hundirse más en el interior de las órbitas. La madre, de rodillas ante la cama, con las manos sobre el cadáver y el rostro oculto entre los pliegues de las sábanas, estaba tan inmóvil como el niño, pero ¡cuánta vida se advertía en la curva de su espalda y en sus manos! Se había desplomado junto al lecho y perseveraba con vehemencia, ansia y convicción en esa postura serena y cómoda que por fin había encontrado para su cuerpo extenuado, como si temiera perderla. La manta, los trapos, las palanganas, los charcos en el suelo, los pinceles y las cucharas esparcidas por todas partes, la botella blanca de agua de cal y el mismo aire, cargado y sofocante: todo parecía detenido y sumido en el reposo.

El médico se detuvo junto a su mujer, metió las manos en los bolsillos del pantalón, ladeó la cabeza y fijó la vista en el hijo. Su rostro expresaba indiferencia; sólo las gotas que brillaban en su barba testimoniaban su reciente llanto.

No se percibían ese espanto y esa repugnancia que suelen rodear la idea de la muerte. En el estupor general, en la postura de la madre y en la indiferencia del rostro del médico había algo conmovedor, que llegaba al alma: la belleza sutil, apenas perceptible, del dolor humano, que aún tardará tiempo en comprenderse y describirse y que sólo la música parece capaz de transmitir. Esa belleza se percibía incluso en el siniestro silencio; Kirílov y su mujer callaban, no lloraban, como si fueran conscientes no sólo de la terrible pérdida, sino también de todo el lirismo de su situación: del mismo modo que antaño, en su momento, había pasado su juventud, ahora, con ese niño, desaparecía para siempre su derecho a tener hijos. El médico tenía cuarenta y cuatro años, peinaba canas y parecía un anciano; su esposa, marchita y enferma, contaba treinta y cinco. Andréi no sólo era su único hijo, sino también el último.

A diferencia de su mujer, el médico pertenecía a esa categoría de personas que, en los momentos de dolor moral, sienten la necesidad de moverse. Tras quedarse unos cinco minutos junto a su esposa, se dirigió, levantando mucho el pie derecho, a una habitación pequeña, ocupada en su mitad por un enorme y amplio sofá; de allí pasó a la cocina. Después de deambular un rato junto a la estufa y la cama de la cocinera, agachó la cabeza para atravesar la pequeña puerta que conducía al recibidor.

Allí volvió a ver la bufanda blanca y el rostro pálido.

—¡Por fin! —dijo Aboguin con un suspiro, poniendo la mano en el picaporte de la puerta—. ¡Vamos, por favor!

El médico se estremeció, le miró y se acordó…

—¡Escuche, ya le he dicho que no puedo ir! —exclamó, reanimándose—. ¡Menuda ocurrencia!

—Doctor, no soy de piedra, comprendo perfectamente su situación… ¡Le compadezco! —dijo Aboguin con voz suplicante, llevándose la mano a la bufanda—. Pero no se lo pido por mí… ¡Mi mujer se está muriendo! ¡Si hubiera escuchado su grito y visto su rostro, entendería mi insistencia! ¡Dios mío, pensaba que había ido usted a vestirse! ¡Doctor, cada minuto es precioso! ¡Partamos, por favor!

—¡No puedo ir! —dijo Kirílov, separando mucho las palabras, y pasó a la sala.

Aboguin lo siguió y le cogió por la manga.

—Entiendo su dolor, pero no he venido a buscarle para curar un mal de muelas o establecer un diagnóstico, sino para salvar la vida de una persona —continuó, suplicando como un mendigo—. ¡Esa vida está por encima de cualquier dolor personal! ¡Le estoy pidiendo un acto de valor, de heroísmo! ¡En nombre de la humanidad!

—¡La humanidad es un arma de doble filo! —dijo Kirílov con enfado—. En nombre de esa misma humanidad le pido que no me obligue a ir. ¡Menuda ocurrencia, por el amor de Dios! Apenas me tengo en pie y me viene usted con lo del humanitarismo. En este momento no puedo serle de ninguna utilidad… No iría por nada del mundo, ¿con quién iba a dejar a mi mujer? No, no… —Kirílov agitó las manos y retrocedió—. ¡Y… no me lo pida! —añadió con aire asustado—. Perdóneme… Según el tomo XIII de la legislación estoy obligado a ir y tiene usted derecho a llevarme por el cuello… Arrástreme, si quiere, pero… no le seré de ninguna utilidad… Ni siquiera estoy en condiciones de hablar… Discúlpeme…

—¡No tiene sentido que me hable en ese tono, doctor! —dijo Aboguin, cogiendo de nuevo al médico por la manga—. ¡Al diablo con el tomo XIII! No tengo ningún derecho a forzar su voluntad. Acompáñeme si quiere y si no quiere, quédese con Dios. Pero no estoy apelando a su voluntad, sino a sus sentimientos. ¡Una mujer joven se está muriendo! Dice usted que su hijo acaba de morir. ¿Quién, sino usted, puede comprender mi espanto?

Su voz temblaba de emoción; ese temblor y ese tono eran mucho más persuasivos que sus palabras. Aboguin era sincero, pero, cosa extraña, todas las frases que pronunciaba sonaban ampulosas, insensibles, floridas, intempestivas, y hasta parecían ofender el ambiente del apartamento y a esa mujer que penaba en alguna parte. Él mismo lo percibía; por eso, temiendo no ser comprendido, ponía todo su empeño en imprimir a su voz un matiz suave y acariciador, con el fin de alcanzar su objetivo, si no con las palabras, al menos con la sinceridad del tono. Por lo demás, una frase, por muy hermosa y profunda que sea, sólo surte efecto en personas indiferentes, pero no siempre puede satisfacer al hombre feliz o desdichado; por esa razón, la mayoría de las veces la expresión más sublime de felicidad o desdicha consiste en el silencio; los enamorados se comprenden mejor cuando callan y un discurso arrebatado y apasionado, pronunciado al pie de una tumba, sólo conmueve a los extraños, mientras a la viuda y a los hijos del difunto se les antoja frío e intrascendente.

Kirílov seguía inmóvil y mudo. Cuando Aboguin añadió algunas frases más sobre la alta misión del médico, el autosacrificio, etc., el médico preguntó con aire sombrío:

—¿Queda lejos?

—A unas trece o catorce verstas. ¡Tengo unos caballos excelentes, doctor! Le doy mi palabra de honor de que estará usted de vuelta en una hora. ¡Sólo una hora!

Esas últimas palabras causaron más efecto en el médico que los llamamientos a la humanidad o a la misión del médico. Después de pensarlo durante un momento, dijo con un suspiro:

—¡Está bien, vamos!

Se dirigió a su despacho con resolución y premura, y regresó al cabo de unos instantes, vestido con una larga levita. Aboguin, ya más animado, le seguía a pequeños pasos, arrastrando los pies; le ayudó a ponerse el abrigo y salió con él.

Fuera reinaba la oscuridad, pero había algo más de luz que en el recibidor. En medio de la penumbra se recortaba con nitidez la encorvada silueta del médico, con su barba larga y fina y su nariz buida. En cuanto a Aboguin, además del pálido rostro, se distinguía ahora su gran cabeza y su gorro de estudiante, que apenas alcanzaba a cubrir su cráneo. La blanca bufanda sólo se veía por delante, pues por detrás desaparecía entre los largos cabellos.

—No le quepa duda de que sé apreciar su grandeza de alma —balbució Aboguin, al tiempo que ayudaba al médico a acomodarse en la calesa—. Llegaremos enseguida. ¡Y tú, Luka, amigo, ve lo más deprisa que puedas! ¡Por favor!

El cochero se puso en marcha sin pérdida de tiempo. Al principio pasaron junto a una hilera de feas construcciones que se sucedían a lo largo del patio del hospital; todo estaba oscuro, salvo el fondo del patio, donde, a través de la valla, se filtraba la intensa luz de un ventanal; también en las tres ventanas de la planta superior del edificio principal se percibía una mayor claridad que el ambiente circundante. Luego la calesa se hundió en una espesa penumbra, donde se respiraba el húmedo olor de las setas y se oía el susurro de las frondas; los cuervos, despertados por el rumor de las ruedas, se agitaron en el follaje y lanzaron graznidos inquietos y lastimeros, como si supieran que el doctor había perdido a su hijo y que la mujer de Aboguin estaba enferma. Más tarde surgieron unos árboles aislados y unos arbustos; un estanque, en cuya superficie dormitaban grandes sombras negras, despidió un sombrío destello y a continuación la calesa se internó en una lisa llanura. El graznido de los cuervos llegaba ya amortiguado y lejano y poco después se apagó del todo.

Kirílov y Aboguin guardaron silencio durante casi todo el camino. Sólo una vez el segundo exhaló un profundo suspiro y masculló:

—¡Qué situación más espantosa! Nunca se siente tanto cariño por los seres queridos como cuando hay riesgo de perderlos.

Cuando la calesa atravesaba el río a paso lento, Kirílov se estremeció de pronto, como si le hubiera asustado el chapoteo de las aguas, y se removió en el asiento.

—Escuche, deje que vuelva —dijo con pesar—. Iré más tarde a su casa. Sólo quiero llamar a un enfermero para que vaya a ver a mi mujer. ¡Está sola!

Aboguin callaba. La calesa, balanceándose y aplastando los guijarros, atravesó la arenosa orilla y siguió adelante. Kirílov, anegado de dolor, se agitaba y miraba a su alrededor. Detrás, a la pálida luz de las estrellas, se veía el camino, mientras los sauces de la ribera desaparecían en las tinieblas. A la derecha se extendía la llanura, tan lisa e ilimitada como el cielo; en la lejanía, aquí y allá, probablemente en alguna turbera, titilaban tenues lucecitas. A la izquierda, en paralelo al camino, se alzaba una colina, erizada de menudos matorrales, sobre la que pendía inmóvil una enorme media luna roja, apenas velada por la bruma y circundada por unas delicadas nubecillas que parecían espiarla por todas partes y vigilar para que no se marchara.

En el paisaje se percibía un matiz desesperado y enfermizo; la tierra, como una mujer caída que, sola en una habitación oscura, se esfuerza en no pensar en el pasado, evocaba con nostalgia la primavera y el verano, y esperaba con apatía el inevitable invierno. A cualquier lugar al que se dirigiera la vista, la naturaleza parecía una sima oscura, helada, de una profundidad infinita, de la que no podían evadirse ni Kirílov, ni Aboguin, ni la media luna roja…

Cuanto más se acercaba la calesa a su destino, más impaciente se mostraba Aboguin. Se agitaba, se incorporaba de un salto, miraba hacia delante por encima del hombro del cochero. Cuando finalmente el carruaje se detuvo ante el porche, rematado por un bello toldo de lienzo a rayas, y Aboguin contempló las ventanas iluminadas de la primera planta, su respiración temblaba.

—Si ha sucedido algo… no lo soportaré —dijo, entrando con el médico en el recibidor y frotándose las manos con inquietud—. No parece que haya ningún alboroto, lo que significa que todo va bien por el momento —añadió, prestando oídos al silencio.

En el recibidor no se oían voces ni pasos y toda la casa parecía dormir, a pesar de la viva iluminación. En ese momento, el médico y Aboguin, que hasta entonces habían estado envueltos en la oscuridad, pudieron examinarse. El médico era alto, algo giboso, vestía con desaliño y era feo de cara. En sus gruesos labios de negro, su nariz aguileña y su mirada vaga e indiferente se percibía un desagradable matiz de rudeza, esquivez y severidad. Sus alborotados cabellos, sus sienes hundidas, las prematuras canas en su barba larga y estrecha, que dejaba adivinar el mentón, la tonalidad gris pálido de su piel y sus maneras desmañadas y bruscas; en fin, toda esa dureza evocaba las privaciones sufridas, la mala fortuna, el cansancio de la vida y de los hombres. Al ver su seca figura costaba creer que tuviera mujer y pudiera llorar a un hijo. Aboguin presentaba un aspecto muy diferente. Era rubio, corpulento y robusto, con una gran cabeza y rasgos faciales muy marcados, aunque delicados, y vestía con elegancia, a la última moda. En su porte, su levita abotonada hasta el cuello, su cabellera y su rostro se percibía algo noble y leonino; caminaba con la cabeza muy erguida y el pecho abombado, hablaba con agradable voz de barítono; su modo de quitarse la bufanda o arreglarse los cabellos denotaba una elegancia refinada, casi femenina. Ni la palidez ni el temor infantil con que miraba la parte superior de la escalera, mientras se quitaba el abrigo, menoscababan su prestancia ni disminuían la impresión de prosperidad, salud y seguridad que se desprendía de toda su figura.

—No hay nadie ni se oye nada —dijo, subiendo por la escalera—. Ningún alboroto. Dios quiera que no…

Condujo al doctor a través del recibidor a un espacioso salón, donde destacaba un negro piano de cola y colgaba una araña envuelta en una funda blanca; de allí pasaron a una pequeña sala, muy bonita y acogedora, bañada por una agradable semipenumbra rosada.

—Siéntese aquí, doctor —dijo Aboguin—. Yo… vuelvo enseguida. Voy a ver lo que ocurre y a anunciar su llegada.

Kirílov se quedó solo. El lujo de la sala, la grata semipenumbra y su misma presencia en esa casa extraña y desconocida, que tenía cierto aire de aventura, no parecían afectarle. Siguió sentado en su sillón, examinándose las manos quemadas por el ácido fénico. Sólo dirigió una mirada de soslayo a una pantalla de un rojo brillante y a la funda de un violonchelo, y al volver la vista hacia el lugar donde resonaba el tic-tac de un reloj distinguió un lobo disecado tan robusto y satisfecho como el propio Aboguin.

Reinaba el silencio… En algún lugar lejano, en una pieza vecina, se oyó una sonora exclamación; luego tintineó una puerta de cristal, probablemente de un armario, y de nuevo todo se aquietó. Al cabo de cinco minutos de espera, Kirílov dejó de examinarse las manos y levantó los ojos hasta la puerta por la que había desaparecido el dueño de la casa.

En el umbral estaba Aboguin, pero no parecía el mismo hombre. Su aire de prosperidad y su refinada elegancia habían desaparecido; su rostro, sus manos y su porte se veían alterados por una horrible expresión que podía denotar tanto miedo como un horrible sufrimiento físico. La nariz, los labios, el bigote y todas sus facciones se agitaban, como si quisieran separarse de la cara, mientras sus ojos parecían reír de dolor…

Aboguin avanzó con grandes y dificultosos pasos hasta situarse en el centro de la pieza, se inclinó, exhaló un gemido y sacudió los puños.

—¡Me ha engañado! —gritó, recalcando con fuerza la sílaba ña—. ¡Me ha engañado! ¡Se ha ido! ¡Se puso enferma y me envió a por un médico sólo para escaparse con ese bufón de Papchinski! ¡Dios mío!

Como si le costara trabajo andar, Aboguin se acercó con dificultad al médico, extendió hacia él los blancos y delicados puños y, al tiempo que los sacudía, siguió vociferando:

—¡Se ha marchado! ¡Me ha engañado! Ah, ¿por qué esta mentira? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿A qué viene esta estratagema vil y miserable, este juego diabólico y rastrero? ¿Qué le he hecho yo? ¡Se ha marchado!

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Giró sobre los talones y se puso a dar vueltas por la habitación. En ese momento, con su levita corta y sus pantalones ajustados a la última moda, que hacían que las piernas parecieran demasiado delgadas con respecto al resto del cuerpo, con su gruesa cabeza y su melena, guardaba una enorme semejanza con un león. En el rostro indiferente del médico centelleó una expresión de curiosidad. Se puso en pie y se quedó mirando a Aboguin.

—Permítame, ¿dónde está la enferma? —preguntó.

—¡La enferma! ¡La enferma! —gritó Aboguin, riendo y llorando, mientras sacudía los puños—. ¡No es una enferma, sino una miserable! ¡Qué bajeza! ¡Una canallada así no la habría ideado ni el mismo Satanás! ¡Me envió a buscarle para fugarse con ese bufón, con ese estúpido payaso, con ese rufián! ¡Ah, Dios mío, más habría valido que hubiese muerto! ¡No podré soportarlo! ¡No podré!

El médico se irguió. Sus ojos parpadearon y se anegaron de lágrimas, su fina barba empezó a moverse a derecha e izquierda, al ritmo del mentón.

—Perdone, ¿qué significa esto? —preguntó, mirándole con curiosidad—. Mi hijo ha muerto; mi mujer, transida de dolor, está sola en casa… yo apenas me tengo en pie, llevo tres noches sin dormir… ¿qué es esto? ¡Me obliga usted a participar en una comedia trivial, interpretando un papel de comparsa! ¡No… no lo comprendo!

Aboguin abrió uno de los puños, arrojó al suelo un trozo de papel arrugado y lo pisoteó como si fuera un insecto que quisiera aplastar.

—¡Y yo sin darme cuenta… sin enterarme! —decía, con los dientes apretados, agitando el puño a la altura del rostro, con la expresión de alguien a quien acaban de pisar un callo—. ¡No advertí que venía todos lo días, no reparé en que hoy había venido en coche! ¿Para qué lo quería? ¡Y yo sin darme cuenta! ¡Seré pazguato!

—¡No… no lo comprendo! —balbució el médico—. ¿Qué es todo esto? ¡Se está burlando del prójimo, mofándose del dolor humano! ¡Apenas puedo creerlo…! ¡Jamás en mi vida había visto algo semejante!

Con la expresión de embotado asombro de quien acaba de comprender que le han infligido una grave ofensa, el médico se encogió de hombros, abrió los brazos y, sin saber qué decir ni qué hacer, se desplomó exhausto en un sillón.

—Bueno, había dejado de quererme, se había enamorado de otro, de acuerdo, pero ¿por qué este engaño, esta estratagema cobarde y pérfida? —decía Aboguin con voz llorosa—. ¿Por qué? Y ¿para qué? ¿Qué le he hecho? Escuche, doctor —dijo con vehemencia, acercándose a Kirílov—. Ha sido usted testigo involuntario de mi desgracia y no voy a ocultarle la verdad. Le juro que amaba a esa mujer, la adoraba como un esclavo. Por ella lo he sacrificado todo: he discutido con mi familia, he abandonado mi empleo y la música, le he perdonado lo que no le hubiera perdonado a una madre o a una hermana… Ni una sola vez la he mirado con mala cara… ¡No le he dado ningún pretexto! ¿A qué viene esta mentira? No le exijo que me ame, pero ¿por qué este engaño abominable? Si no me amabas, habérmelo dicho a la cara, honradamente, sobre todo cuando conocías mi punto de vista al respecto…

Con lágrimas en los ojos y temblando de pies a cabeza, Aboguin se sinceró con el médico. Hablaba con vehemencia, llevándose ambas manos al corazón, desvelando sin la menor vacilación sus intimidades familiares, como si se alegrara de arrancarse por fin esos secretos del pecho. Si hubiera estado hablando así una hora o dos, habría aligerado su alma y, sin duda, se habría sentido aliviado. Quién sabe, si el médico le hubiera escuchado y le hubiera compadecido como un amigo, quizá, como suele suceder en tales casos, se habría resignado a su desgracia sin protestar, sin hacer tonterías innecesarias… Pero no fue eso lo que pasó. Mientras Aboguin hablaba, el ofendido médico cambiaba a ojos vistas. La indiferencia y la sorpresa dieron paso poco a poco a una expresión de amarga ofensa, de indignación y de rabia. Los rasgos de su cara se volvieron más ásperos, duros y desagradables. Cuando Aboguin le acercó a los ojos un retrato de su joven esposa, que mostraba a una muchacha de rostro bello, pero seco e inexpresivo como el de una monja, y le preguntó si una mujer con tal semblante le parecía capaz de mentir, el médico se levantó de un salto, con los ojos llameantes, y le dijo, recalcando con rudeza cada palabra:

—¿Por qué me cuenta todo esto? ¡No tengo ninguna gana de escucharle! ¡Ninguna gana! —gritó, dando un puñetazo en la mesa—. No me importan para nada sus triviales secretos, ¡que se vayan el diablo! ¡Cómo se atreve a soltarme estas vulgaridades! ¿O es que piensa usted que aún no me ha ofendido bastante? ¿Cree que soy un lacayo al que puede agraviar cuanto le plazca? ¿Eh? —Aboguin se apartó de Kirílov y le miró sorprendido—. ¿Por qué me ha traído aquí? —continuó el médico, moviendo la barba al hablar—. Si se casa usted por capricho, se enfurece porque se aburre y monta un melodrama, ¿qué me importa a mí todo eso? ¿Qué tengo yo que ver con sus novelas? ¡Déjeme en paz! ¡Dedíquese a sus nobles negocios, presuma de ideas humanitarias, toque el contrabajo y el trombón —el médico dirigió una mirada de soslayo a la funda del violonchelo—, engorde como un capón, pero no se atreva a burlarse de sus semejantes! ¡Si no sabe respetar a la gente, al menos ahórrele su atención!

—Perdone, ¿qué me está diciendo? —preguntó Aboguin, enrojeciendo.

—¡Le estoy diciendo que es una ruindad y una bajeza jugar así con la gente! Soy médico y usted considera lacayos y personas de mal tono a los médicos y, en general, a los trabajadores que no huelen a perfume ni a prostitución; haga lo que le parezca, ¡pero nada le da derecho a convertir a un hombre que sufre en un comparsa de su melodrama!

—¿Cómo se atreve a hablarme así? —preguntó en voz queda Aboguin y su rostro volvió a temblar, esta vez sin duda de ira.

—No, ¿cómo se ha atrevido usted, conociendo mi aflicción, a traerme aquí para escuchar sus vulgaridades? —gritó el médico, dando un nuevo puñetazo en la mesa—. ¿Quién le da derecho a burlarse del dolor ajeno?

—¡Ha perdido usted el juicio! —vociferó Aboguin—. ¡Qué falta de humanidad! Yo también soy profundamente desdichado y… y…

—Desdichado… —dijo el médico con una sonrisa llena de desprecio—. No utilice usted esa palabra, no le concierne. Los bribones que no encuentran el dinero necesario para satisfacer una letra también se consideran desdichados. El capón al que ahoga el exceso de grasa también se juzga desdichado. ¡Qué nulidades!

—¡Señor mío, se está propasando usted! —chilló Aboguin—. ¡Esas palabras pueden valerle una bofetada! ¿Lo entiende? —Aboguin se metió precipitadamente la mano en el bolsillo, sacó la cartera y, tomando dos billetes, los arrojó sobre la mesa—. ¡Tenga, por la visita! —dijo y las ventanas de la nariz le temblaron—. ¡Ya está usted pagado!

—¡No se atreva a ofrecerme dinero! —gritó el médico, lanzando de un manotazo los billetes al suelo—. ¡Los insultos no se borran con dinero!

Aboguin y el médico estaban frente a frente y, llenos de cólera, seguían dirigiéndose ofensas inmerecidas. Probablemente nunca en su vida, ni siquiera en momentos de delirio, habían dicho tantas palabras injustas, crueles y absurdas. En ambos se manifestaba con acritud el egoísmo de los desdichados; suelen ser éstos egoístas, malvados, injustos, crueles y menos capaces que los imbéciles de comprenderse mutuamente. La desdicha, lejos de unir a los hombres, los separa; incluso en aquellos casos en que las personas debieran sentirse vinculadas por la similitud de su dolor, se cometen muchas más injusticias y crueldades que en ambientes relativamente felices.

—¡Haga el favor de llevarme a casa! —gritó el médico, jadeante.

Aboguin llamó con gesto brusco. Al no aparecer nadie, volvió a llamar y, ebrio de ira, arrojó la campana al suelo, que cayó con ruido sordo sobre la alfombra y emitió un gemido lastimero, semejante al de un moribundo. Apareció un criado.

—¿Dónde os habías metido, malditos? —dijo el amo, abalanzándose sobre él y apretando los puños—. ¿Dónde estabas ahora? Ve a decir que traigan la calesa para este señor y ordena que preparen la berlina para mí. ¡Espera! —gritó, cuando el criado se dio la vuelta para irse—. ¡Que mañana no quede ni un traidor en mi casa! ¡Os echo a todos! ¡Contrataré criados nuevos! ¡Canallas!

Aboguin y el médico aguardaron en silencio a que prepararan los coches. El primero había recobrado ya ese aire de prosperidad y de refinada elegancia. Caminaba por el salón, sacudiendo la cabeza con gesto distinguido y parecía meditar en alguna cuestión. Su ira no se había calmado, pero trataba de aparentar que no reparaba en su enemigo… El médico estaba de pie, con una mano apoyada en el borde de la mesa, y miraba a Aboguin con ese desprecio profundo, desdeñoso y algo cínico con que miran las personas atribuladas y desdichadas cuando tienen delante a un hombre próspero y elegante.

Al cabo de un rato, cuando el médico tomó asiento en la calesa y partió, sus ojos seguían conservando esa mirada de desdén. Todo estaba oscuro, mucho más que una hora antes. La media luna roja había desaparecido ya detrás de la colina y las nubes que la vigilaban flotaban junto a las estrellas como manchas negras. Una berlina con faroles rojos pasó con estrépito por el camino y adelantó al médico. Era Aboguin que se dirigía a algún sitio para quejarse y cometer alguna tontería…

Durante todo el trayecto el médico no pensó en su mujer, ni en Andréi, sino en Aboguin y en la gente que habitaba en la casa que acababa de abandonar. Condenaba a Aboguin, a su mujer, a Papchinski y a todos los que vivían en esa semipenumbra rosada y olían a perfume; a lo largo del camino su odio y su desprecio alcanzaron tal extremo que hasta llegó a dolerle el corazón. Y su entendimiento se creó un juicio inconmovible de esas personas.

Pasará el tiempo, pasará también el dolor de Kirílov, pero ese convencimiento injusto, indigno de un corazón humano, no desaparecerá y perdurará en el alma del médico hasta el momento de su muerte.

FIN

Antón Chéjov - Enemigos
  • Autor: Antón Chéjov
  • Título: Enemigos
  • Título Original: Враги
  • Publicado en: Tiempo nuevo, 20 de enero de 1887
  • Traducción: Sin datos

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