Antón Chéjov: Los muchachos

Antón Chéjov - Los muchachos

«Los muchachos» (Мальчики), es un cuento de Antón Chéjov publicado en la Gaceta de San Petersburgo el 21 de diciembre de 1887. La historia nos transporta a un hogar ruso donde reina la calidez familiar en vísperas navideñas. Volodia, el hijo mayor, regresa del instituto acompañado de su amigo Chechevitsen, un joven taciturno que despierta la curiosidad de las hermanas de Volodia. Mientras la familia se dedica con entusiasmo a preparar el árbol de Navidad, los muchachos, ajenos al bullicio, planean en secreto una escapada hacia América, soñando con aventuras épicas y riquezas.

Antón Chéjov - Los muchachos

Los muchachos

Antón Chéjov
(Cuento completo)

En el patio se oyó una voz:

—¡Ha venido Volodia!

—¡Volodichka ya está aquí —gritó Natalia, irrumpiendo en el comedor como una exhalación—. ¡Ah, Dios mío!

La familia entera de los Koroleff, que esperaba la llegada de su Volodia en cualquier momento, se precipitó hacia las ventanas.

Delante de la entrada principal del edificio había un amplio trineo. Un vapor espeso se levantaba del coche de blancos caballos. No había nadie en el trineo porque Volodia ya se hallaba en el vestíbulo, desatándose la capucha con sus dedos enrojecidos por el frío. Llevaba el capote estudiantil, la gorra y los chanclos. La escarcha cubría sus cabellos, de las sienes y de su cuerpo se desprendía un olor a helada tan agradable que, al mirarle, producía el deseo de helarse uno también y exclamar: ¡Brrr, brrr…!

La madre y la tía se apresuraron a besarlo y abrazarle; Natalia se arrojó a sus pies para quitarle las altas botas de cuero, las hermanas expresaron ruidosamente su alegría, se oyó un chirriar de puertas y el padre de Volodia, en chaleco y con unas tijeras en la mano, entró corriendo en la antesala y gritó como asustado:

—¡Nosotros creíamos que llegabas ayer! ¿Qué tal ha ido el viaje? ¿Sin novedad? ¡Dios mío! ¡Dejadle que salude a su padre! ¿Acaso no soy su padre?

—¡Guau… Guau…! —ladraba con voz de bajo Milord, un enorme perro de color negro, dando con el rabo en las paredes y en los muebles.

Todo se mezcló en un único alboroto alegre que duró unos dos minutos. Una vez pasado el primer arrebato de júbilo, los Koroleff se dieron cuenta de que, además de Volodia, había en la antesala otro hombrecito, arrebujado en pañuelos, chales y capuchas, y cubierto de escarcha. Permanecía de pie e inmóvil en un rincón, embutido en un grueso gabán de pieles.

—Volodichka, ¿quién es éste? —le preguntó su madre en voz baja.

—¡Ah! —exclamó Volodia acordándose de él—. Tengo el honor de presentaros a mi camarada Chechevitsen, alumno de segundo año de Bachillerato… Le he traído para que pase unos días en nuestra compañía.

—¡Encantado, tenga la bondad…! —dijo jovialmente el padre de Volodia—. Le suplico que me disculpe, pero como estoy en casa, no me pongo la levita… ¡Natalia, ayuda a quitarse la ropa al señor Chechevitsen! ¡Dios mío!, ¿no hay alguien que eche a este perro? ¡Es un castigo!

Momentos después, Volodia y su amigo Chechevitsen, aturdidos por tan ruidosa recepción y con las mejillas aún arreboladas por el frío, se hallaban sentados a la mesa tomando el té. El sol invernal, atravesando la ventana y los dibujos helados que se formaban en ella, tembleteaba sobre el samovar y bañaba sus puros rayos en el tazón del agua. En la estancia reinaba una temperatura tibia, y los muchachos sentían cómo en sus cuerpos ateridos, no queriendo ceder el uno al otro, se cosquilleaban el frío y el calor.

—¡Bien, muchachos, la Navidad ya está muy cerca! —decía casi canturreando el padre, mientras liaba un cigarrillo con un tabaco marrón—. Hace cuatro días nos encontrábamos en verano y tu madre lloraba despidiéndose de ti; y ya estás de vuelta otra vez… El tiempo, amigo, corre rápidamente. Apenas se da uno cuenta de la vida y ya llega uno a viejo… Señor Chibisoff… Coma usted, no se ande usted con reparos… Nosotros no gastamos cumplidos.

Las tres hermanas de Volodia, Katia, Sonia y Macha, la mayor de las cuales tenía once años, estaban sentadas junto a la mesa, con los ojos clavados en el nuevo conocido. Chechevitsen era de la misma estatura que Volodia, pero no tan regordete y de tez blanca y fina como él, sino delgaducho, moreno y cubierto de pecas. Sus cabellos eran cerdosos, los ojos estrechos, los labios abultados; en general era bastante mal parecido y, a no ser por la guerrera de estudiante que llevaba, su aspecto exterior hubiera podido confundirle por el hijo de la cocinera. Su aspecto era lúgubre y pensativo y no sonreía nunca. Las niñas, mirándole, pronto creyeron que debía de ser un hombre muy inteligente e instruido. Durante todo el tiempo estaba pensando en algo, y parecía tan sumergido en sus pensamientos que cuando le preguntaban algo tenía un sobresalto, sacudía la cabeza y rogaba que le repitieran la pregunta. Las niñas notaron que también Volodia, siempre alegre y comunicativo antes, esta vez hablaba poco, no sonreía en absoluto y hasta parecía que había regresado al hogar en contra de su voluntad. Mientras tomaban el té, tan sólo en una ocasión se dirigió a sus hermanas y también con palabras extrañas. Indicó con el dedo el samovar y dijo:

—En California, en lugar de té toman ginebra.

También él estaba sumido, al parecer, en extraños pensamientos y, a juzgar por las miradas que de cuando en cuando intercambiaba con su amigo Chechevitsen, los pensamientos de ambos muchachos eran los mismos.

Después del té se trasladaron todos a la habitación de los niños. El padre y las niñas se sentaron junto a la mesa y reanudaron el trabajo que la llegada de los chicos había interrumpido. Con papel de diversos colores estaban haciendo flores y franjas para el árbol de Navidad. Era un trabajo entretenido que movía gran algazara. Cada flor que se hacía era recibida por las niñas con gritos de entusiasmo, como si hubiera caído del cielo; el padre también se enardecía y de vez en cuando tiraba las tijeras al suelo, expresando su descontento porque no estaban afiladas. La madre entró en la habitación de los niños, con rostro preocupado y preguntó:

—¿Quién ha cogido mis tijeras? ¿Otra vez las has cogido tú, Iván Nikolaich?

—¡Dios santo, ni siquiera me dejan las tijeras! —respondió con voz plañidera Iván Nikolaich y, reclinándose sobre el respaldo de la silla, adoptó la postura del hombre ofendido; pero al cabo de un minuto volvió a sentirse entusiasmado.

En sus anteriores visitas, Volodia tomaba parte también de los preparativos para el árbol de Navidad, o corría al patio a ver cómo el cochero y el pastor hacían una montaña de nieve. Pero esta vez ni él ni Chechevitsen se interesaron en absoluto por el papel de colores y ni una sola vez fueron a ver a los caballos en la caballeriza, sino que se sentaron junto a la ventana y empezaron a hablar en voz baja. Después, ambos abrieron el atlas geográfico y se enfrascaron en la contemplación de un mapa.

—Primero Perm… —decía quedamente Chechevitsen—. De allí a Tiumen… Luego Tomsk. Después…, después… a Kamehatka… De aquí cruzaremos en lanchas el estrecho de Bering. Los samoredos nos ayudarán. Y de aquí a América… En América hay muchos animales peludos.

—¿Y California? —inquirió Volodia.

—California está más al sur… Una vez llegados a América, no nos será difícil caer en California. Comeremos de lo que nos dé la caza y el saqueo.

Durante todo el día, Chechevitsen rechazó el trato de las niñas, mirándolas de reojo. Después del té de la tarde quedó solo con ellas, casualmente, unos minutos. Permanecer callado habría resultado quizá un poco violento. Tosió severamente, se frotó las manos, lanzó una mirada tétrica sobre Katia y preguntó:

—¿Ha leído usted a Mayne-Reid?

—No, no lo he leído… Pero, oiga, ¿sabe usted patinar?

Sumergido en sus pensamientos, Chechevitsen no respondió a esta pregunta, y únicamente infló los carrillos y dio un resoplido como si el calor le ahogara.

—Cuando un rebaño de bisontes corre por las pampas, la tierra tiembla, y entonces los mustangos dan coces y relinchan. —Chechevitsen esbozó una triste sonrisa y continuó—: También los indios asaltan el tren. Pero lo peor de todo son los mosquitos y los comejenes.

—¿Y eso qué es?

—Son como hormigas, pero tienen alas. Sus picaduras son horribles. ¿Saben ustedes quién soy yo?

—El señor Chechevitsen.

—No. Yo soy Montigomo, Uña de Buitre, el jefe de los invencibles.

Macha, la menor de las hermanas, miró a Chechevitsen, luego a la ventana, detrás de la cual se veía llegar la noche, y dijo pensativamente:

—Anoche guisaban lentejas.

Las palabras, completamente incomprensibles, de Chechevitsen, la enigmática conversación que mantenía con Volodia incansablemente, el ver que éste, en vez de jugar, adoptaba una actitud extrañamente pensativa, todo eso era desconcertante y misterioso. Las dos niñas mayores, Katia y Sonia, comenzaron a vigilar mucho a los chicos. Por la noche, cuando éstos se acostaron, las niñas se acercaron furtivamente a la puerta y prestaron oídos a la conversación. ¡Oh, qué de cosas oyeron! Los chicos se preparaban a huir para alguna parte de América, en busca de oro; ya lo tenían todo dispuesto para la marcha: una pistola, dos cuchillos, pan seco, una lente de aumento para encender fuego, un compás y cuatro rublos. Se enteraron de que los chicos tendrían que recorrer a pie unos cuantos miles de verstas y luchar por el camino con los tigres y los salvajes; después habrían de partir en busca del oro y el marfil y dar muerte a los enemigos que les saliesen al encuentro; tendrían que convertirse en piratas marinos, beber gin y, por último, casarse con beldades rubias y labrar las plantaciones. Volodia y Chechevitsen se entusiasmaban hablando y se interrumpían continuamente el uno al otro. Chechevitsen se hacía llamar Montigomo, Uña de Buitre, y Volodia, Hermano Cara Pálida.

—Oye, tú, ten cuidado, no se lo digas a mamá —dijo Katia a Sonia cuando se metieron en la cama—. Volodia nos traerá oro y marfil de América, y si se lo cuentas a mamá no le dejarán irse.

El día de Nochebuena, Chechevitsen estudió durante el día el mapa de Asia y tomó varias anotaciones. Volodia, triste y con rostro abotargado, como si le hubiera picado una avispa, anduvo lúgubremente por las habitaciones y no probó bocado. Hasta se detuvo una vez delante del icono, en la habitación de los niños, se santiguó y dijo:

—¡Señor, perdona a este miserable pecador! ¡Señor, concede largos años de vida a mi pobre y desdichada madre!

Hacia la noche no pudo reprimir sus deseos de llorar. Cuando iba a acostarse dio un fuerte abrazo a su padre, a su madre y a sus hermanas. Katia y Sonia lo comprendían todo. La menor, Macha, que no sabía lo que pasaba, únicamente al mirar a Chechevitsen se quedaba pensativa y decía suspirando:

—Cuando hay ayuno, dice el ama que hay que comer guisantes y lentejas.

La mañana de las vísperas, a hora temprana, Katia y Sonia saltaron silenciosamente de sus camas y se fueron a atisbar la marcha de los dos muchachos a América. A paso furtivo se acercaron a la puerta.

—¿Conque no vienes? —preguntaba Chechevitsen irritado—. Di, ¿no vienes?

—¡Señor! —exclamaba Volodia llorando quedamente—. ¿Cómo voy a ir? Siento mucha lástima por mamá.

—Hermano Cara Pálida, te suplico que nos vayamos. Tú me has asegurado siempre que vendrías. Me has engañado. Ha llegado la hora de la marcha y te acobardas.

—Yo… Yo no me acobardo… Me… me da lástima mi madre.

—Di, ¿vendrás o no?

—Iré, pero… Espera… Quiero vivir un poquito…

—¡En ese caso, me iré yo solo! —decidió Chechevitsen—. Me las arreglaré sin ti. ¡Y todavía quería cazar y luchar con los tigres! ¡Si eso es así, devuélveme los pistones!

Volodia empezó a llorar tan amargamente que las hermanas no pudieron contenerse y a su vez comenzaron a llorar quedamente.

Hubo un rato de silencio.

—¿De modo que no vendrás? —insistió Chechevitsen.

—Sí… Iré.

—¡Entonces, vístete!

Chechevitsen, para convencer a Volodia, se deshacía en elogios sobre América, rugía como un tigre, imitaba a un barco, prodigaba insultos y prometía ceder a Volodia todo el marfil y todas las pieles de leones y tigres.

Y aquel chico moreno y esmirriado, con sus cabellos cerdosos y cubierto de pecas, les parecía a las niñas un héroe de leyenda. Era un hombre decidido y valiente, y rugía de tal manera que, estando detrás de la puerta, se podía pensar que se trataba realmente de un león o un tigre.

Cuando las niñas volvieron a su habitación y comenzaron a vestirse, Katia dijo con los ojos llenos de lágrimas:

—¡Ah, qué miedo tengo!

A las dos de la tarde se sentaron a comer. Hasta aquel momento todo estuvo tranquilo, pero durante la comida se dieron cuenta, de pronto, de que los chicos no estaban en casa.

Los fueron a buscar al cuarto de los criados, a la cuadra, al pabellón del administrador, pero no se hallaban por ningún lado. Fueron en busca suya a la aldea, pero tampoco estaban allí. El té se tomó sin haber dado con su paradero. Al llegar la hora de cenar, la madre comenzó a inquietarse, e incluso se echó a llorar. Por la noche volvieron de nuevo a la aldea, anduvieron buscándolos con faroles por el río. ¡Dios santo, qué alarma reinó en toda la casa!

Al día siguiente llegó el jefe de policía local y escribieron en el comedor no sabemos qué papel. La madre todavía no había cesado de llorar.

Al poco se detuvo un trineo frente a la entrada principal. Del coche de caballos blancos se desprendía vapor.

—¡Ya está aquí Volodia! —gritó alguien en el patio.

—¡Ha llegado Volodichka! —chilló Natalia, precipitándose como una flecha en el comedor.

Milord comenzó a ladrar con su voz de bajo: ¡guau, guau, guau!

Lo que pasó fue que a los chicos los habían detenido en la ciudad, en un hotel, a donde habían llegado preguntando dónde se podía comprar pólvora. En cuanto entró en la antesala, Volodia se echó a llorar y se lanzó en brazos de su madre. Las niñas, asustadas y temblorosas, pensaban en lo que iba a ocurrir; vieron que papá se llevaba a Volodia y a Chechevitsen a su despacho, donde permanecieron largo rato hablando; y mamá también hablaba y lloraba.

—Vamos a ver, ¿cómo es posible que hicierais eso? —les decía papá—. Quiera Dios que no se enteren en el instituto, porque os expulsarían inmediatamente. Y a usted le debería dar vergüenza, señor Chechevitsen. Usted se ha portado muy mal. Usted es el inductor, y espero que sus padres le castiguen. ¿Acaso se puede hacer esta diablura? ¿Dónde pasasteis la noche?

—En la estación —repuso Chechevitsen en tono altanero.

Después de lo sucedido, Volodia tuvo que meterse en la cama y le pusieron en la cabeza paños empapados en vinagre. Mandaron un telegrama a no sé qué lugar, y al día siguiente llegó una señora, la madre de Chechevitsen, y se llevó a su hijo.

Al marcharse, Chechevitsen mostraba un aspecto severo y arrogante, y, cuando se despidió de las niñas, no pronunció palabra alguna; sólo cogió el cuaderno de Katia y escribió en él como recuerdo:

«Montigomo, Uña de Buitre».

FIN

Antón Chéjov - Los muchachos
  • Autor: Antón Chéjov
  • Título: Los muchachos
  • Título Original: Мальчики
  • Publicado en: Gaceta de San Petersburgo, 21 de diciembre de 1887
  • Traducción: Carmen Rius

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