«Un árbol de Navidad y una boda» (Ёлка и свадьба) es un cuento de Fiódor Dostoyevski publicado en la revista rusa Anales de la Patria en septiembre de 1848. Invitado a una fiesta infantil en vísperas de año nuevo, un hombre narra las peculiares dinámicas que observa entre los invitados. En particular su atención se centra en Yulián Mastákovich, un hombre carismático, ambicioso y sin escrúpulos, que muestra un especial interés en una niña, luego de enterarse que es la heredera de una cuantiosa dote.
Un árbol de Navidad y una boda
Fiódor Dostoyevski
(Cuento completo)
El otro día vi una boda… ¡Pero prefiero hablaros de un árbol de Navidad! La boda estuvo bien, me gustó mucho, pero lo otro fue mejor. No me explico por qué, viendo esa boda, me acordé de aquel árbol de Navidad. Ocurrió así. Justamente cinco años atrás, en vísperas de Año Nuevo, fui invitado a un baile infantil. La persona que me había invitado era un señor conocido en el mundo de los negocios, con muchas amistades, relaciones y aficionado a las intrigas. Podía suponerse, por tanto, que el baile infantil era un pretexto para que los padres se reunieran y charlaran de temas interesantes como por azar, de un modo inocente, casual. Yo era un extraño entre todos; no tenía ningún tema que tratar con ellos, y por eso pasé la velada bastante ajeno a todos. Había allí otro caballero que, al parecer, tampoco tenía nada que ver con toda esa gente y que, como yo, asistía por pura casualidad a la fiesta familiar… Me fijé en él antes que en nadie. Era un hombre alto, enjuto, muy serio y vestido con gran corrección. Se notaba enseguida que no estaba para diversiones ni festejos familiares. Cuando conseguía retirarse a un rincón, dejaba inmediatamente de sonreír y fruncía sus espesas cejas negras. A excepción del amo de la casa, no conocía a nadie en aquel baile. Se notaba a la legua que se sentía aburrido, pero que mantenía valientemente, hasta el final, su papel de hombre feliz que se estaba divirtiendo. Supe más tarde que se trataba de un señor de provincias que venía a resolver un complicado y lioso pleito en la capital. Había traído una carta de recomendación para el anfitrión de la casa, y, aunque éste no le protegía con amore, le había invitado por cortesía a su baile infantil. No se jugaba a las cartas, nadie le había ofrecido un cigarro, nadie entablaba conversación con él, probablemente porque desde lejos reconocían al pájaro por su plumaje, de modo que el caballero en cuestión se vio obligado, a fin de hacer algo con sus manos, a pasarse toda la tarde alisándose las patillas. Sus patillas, en efecto, eran hermosas. Pero las alisaba con tanto celo que, viéndole, podía pensarse decididamente que primero fueron creadas las patillas y luego el hombre para alisarlas.
Además de este señor, que participaba así en la felicidad familiar del anfitrión, padre de cinco rollizos chiquillos, me fijé en otro de los invitados. Pero éste era de índole completamente distinta. Se llamaba Yulián Mastákovich. A primera vista, podía adivinarse que era un invitado de honor y que su relación con el dueño de la casa venía a ser la misma que la de éste con el señor que se alisaba las patillas. Tanto el anfitrión como la anfitriona le dirigían un sinfín de cumplidos, le agasajaban, cuidaban de que bebiese, le mimaban, le llevaban a presentarle a todos los invitados, pero a él no se lo presentaban a nadie. Observé que los ojos del dueño de la casa se anegaron en lágrimas cuando Yulián Mastákovich dijo que raras veces pasaba una velada de manera tan agradable. Sentí como algo de temor en presencia de semejante personaje y, por eso, después de haber admirado a los niños, me retiré a una pequeña sala, completamente vacía, y me instalé en el cenador de flores de la anfitriona, que ocupaba casi la mitad del recinto.
Todos los niños eran encantadores en extremo, y de ningún modo querían portarse como los mayores pese a las muchas recomendaciones de las institutrices y niñeras. En un abrir y cerrar de ojos dejaron pelado el árbol de Navidad, hasta el último caramelo, y tuvieron tiempo, incluso, de romper la mitad de los juguetes, antes de saber a quién iba destinado cada uno de ellos. Era muy lindo, sobre todo, un niño de ojos azules y pelo rizado que se empeñaba en disparar contra mí su fusil de madera. Pero más que él me llamó la atención su hermana, una niña de once años aproximadamente, bella como un cupidillo, pensativa, pálida, de grandes ojos melancólicos. Los niños la habían molestado, no sé por qué; se había retirado a la misma sala donde estaba yo y se puso a jugar en un rincón con su muñeca. Los invitados señalaban con respeto a un rico arrendador, padre de la niña, y uno de los invitados observó en voz baja que su dote era de trescientos mil rublos. Me volví para ver a los que se interesaban por semejante circunstancia y mis ojos se detuvieron en Yulián Mastákovich, que, con los brazos en la espalda y algo ladeada la cabeza, prestaba una atención extraordinaria a la charla trivial de esas personas. Luego no pude dejar de admirar la sabiduría de los anfitriones en el reparto de los juguetes. La niña, que ya tenía una dote de trescientos mil rublos, recibió una muñeca de gran valor. Los otros regalos iban disminuyendo de valor en consonancia con la posición social de sus padres. El último en recibir fue un niño delgadito, pecoso, pelirrojo, de unos diez años, al que correspondió tan sólo un libro de relatos que trataba de la hermosura de la naturaleza, de lágrimas de emoción, etcétera, sin grabados y sin viñetas siquiera. Era el hijo de la institutriz de los niños de la casa, una pobre viuda. El niño era tímido y vergonzoso. Vestía una chaqueta de pana barata. Con el libro en las manos anduvo mucho tiempo admirando los juguetes recibidos por los otros niños; tenía grandes deseos de jugar con ellos, pero no se atrevía. Se notaba que sentía y comprendía su condición. Me gusta mucho observar a los niños. Son extremadamente interesantes sus primeros pasos independientes en la vida. Observé que el niño pelirrojo se sentía tan tentado por los ricos juguetes de los otros niños, sobre todo por el teatro, en el cual ansiaba desempeñar algún papel, que decidió incluso ser hipócrita. Sonreía obsequioso a los otros, regaló su manzana a un chiquillo regordete que llevaba un pañuelo lleno de golosinas e incluso aceptó cargar con uno en sus espaldas con tal de que no le echaran de allí. Pero un minuto más tarde, el más travieso de todos le dio una buena tunda. El pelirrojo no se atrevió ni a llorar. En eso apareció la institutriz, su madre, y le ordenó que no molestara a los demás niños en sus juegos. El niño entró en la misma sala donde estaba la niña. Ella le admitió de muy buena gana en sus juegos y los dos, con mucho cuidado, se pusieron a vestir a la preciosa muñeca.
Llevaría ya más de media hora en el verde cenador, semiadormilado por las infantiles voces del niño pelirrojo y la hermosa niña con trescientos mil rublos de dote que jugaba con la muñeca, cuando entró de pronto en la habitación Yulián Mastákovich. Había aprovechado una escandalosa riña entre los niños para salir inadvertido del salón. Poco antes de eso le había visto hablando muy animadamente con el padre de la futura y bien dotada novia, a quien acababa de conocer; habían departido acerca de las ventajas de cierto empleo oficial comparado con otro. Entró y permaneció como indeciso, calculando algo con los dedos.
—Trescientos…, trescientos —susurraba— Once…, doce…, trece, etcétera. Dieciséis. ¡Cinco años! Si calculamos por ciento, serán doce cinco veces, igual a sesenta, y si a esos sesenta…, bueno, supongamos que, en total, al cabo de cinco años, serán cuatrocientos. ¡Sí, eso es…! ¡Pero el muy bribón no los tendrá a un cuatro por ciento! Tal vez se lleve un ocho o un diez por ciento. Supongamos que sean quinientos mil; eso, por lo menos, está seguro; luego el resto para trapos, humm…
Terminó de reflexionar, se sonó y estaba a punto de retirarse cuando vio de pronto a la niña y se contuvo. A mí, como las macetas me ocultaban, no me vio. Me pareció que estaba sumamente agitado. O bien había influido en ello el cálculo, o bien alguna otra cosa, pero lo cierto es que se frotaba las manos y no podía permanecer quieto. Esa agitación aumentó hasta nec plus ultra; entonces se detuvo, lanzando otra mirada decidida a la futura novia. Intentó avanzar hacia ella, pero antes miró en torno suyo. Luego, andando de puntillas, como si se sintiera culpable, inició su aproximación hacia la niña. Se acercó con una sonrisita, se inclinó hacia ella y le dio un beso en la cabeza. La niña, que no esperaba semejante arrebato, lanzó un grito de susto.
—¿Qué haces aquí, preciosa? —preguntó en voz baja, mirando a su alrededor al tiempo que acariciaba la mejilla de la niña.
—Estamos jugando…
—¡Ah! ¿Con él? —preguntó Yulián Mastákovich, mirando de reojo al niño—. Deberías ir a la sala, monín —le dijo.
El niño callaba y le contemplaba con los ojos muy abiertos. Yulián Mastákovich volvió a mirar en torno suyo y se inclinó nuevamente hacia la niña.
—¿Y esto qué es, preciosa? ¿Una muñeca? —preguntó.
—Una muñeca —respondió la niña, poniendo cara seria y algo intimidada.
—Una muñeca… ¿Y sabes, preciosa niña, de qué está hecha esta muñeca?
—No lo sé —respondió la niña en un susurro, bajando la cabeza.
—Pues de trapos, monina. Niño, vete a la sala a jugar con tus amigos —dijo Yulián Mastákovich mirando con severidad al pelirrojo.
La niña y su amigo se enfurruñaron y se asieron de las manos. No querían separarse.
—¿Y sabes por qué te han regalado esta muñeca? —preguntó Yulián Mastákovich bajando más y más la voz.
—No lo sé.
—Pues por haber sido una niña amable y bien educada durante toda la semana.
Yulián Mastákovich, en extremo emocionado, volvió a mirar en torno suyo y, bajando aún más el tono de su voz, preguntó en un susurro tembloroso de impaciencia y emoción:
—¿Me querrás, linda niña, cuando vaya a ver a tus padres?
Dicho esto, Yulián Mastákovich intentó besar de nuevo a la linda niña, pero el pelirrojo, viéndola a punto de llorar, la asió de otra mano y empezó a gimotear, mostrando así su plena identificación con ella. Yulián Mastákovich se enojó de veras.
—¡Vete, vete de aquí! —dijo al niño—. ¡Vete a la sala! ¡Ve a jugar con tus compañeros!
—¡No!, ¡no quiero, no quiero! ¡Váyase usted! —exclamó la niña—. ¡Déjelo, déjelo! —decía a punto de llorar.
Un ruido en la puerta asustó a Yulián Mastákovich y le obligó a erguir su majestuoso tronco. Pero el niño pelirrojo se asustó aún más que él; dejó a la niña y se deslizó silenciosamente, casi pegado a la pared, hasta el comedor. Para no despertar sospechas, Yulián Mastákovich se dirigió también hacia allá. Estaba rojo como una amapola y, al mirarse en el espejo, pareció avergonzarse de sí mismo. Tal vez sentía cierta impaciencia y ardor. Tal vez estuviese tan impresionado por el cálculo hecho recientemente con ayuda de los dedos, tan seducido y entusiasmado por él, que pese a toda su seriedad e impotencia decidió proceder como un chiquillo y abordar directamente al objeto de sus ilusiones, aunque tan sólo transcurridos cinco años podría convertirse éste en verdadero objeto. Seguí al respetable personaje hasta el comedor y fui testigo de una extraña escena. Yulián Mastákovich, encendido de rabia e ira, increpaba al pelirrojo, quien, asustado, retrocedía sin saber dónde meterse.
—¡Lárgate! ¿Qué estás haciendo aquí? Robando fruta, ¿eh? ¿Esto es lo que tú haces, pájaro? ¡Fuera, mocoso, lárgate de aquí, ve a jugar con tus compañeros!
El atemorizado chiquillo recurrió al desesperado recurso de esconderse debajo de la mesa; su perseguidor, acalorado en extremo, entonces sacó su largo pañuelo de batista y empezó a golpear con él al niño —que ni se movía— por debajo de la mesa. Añadiremos que Yulián Mastákovich propendía a la obesidad. Era un hombre bien entrado en carnes, de tez sonrosada, con algo de tripa y gruesos muslos, en una palabra, lo que suele denominarse rechoncho. El esfuerzo le hacía sudar, jadear y enrojecer terriblemente. Por fin, se puso casi furioso, tan grande era su indignación y tal vez (¿quién sabe?) sus celos. Yo me eché a reír a carcajadas. Yulián Mastákovich se volvió y, pese a toda su importancia, quedó anonadado. En aquel instante entró en el comedor, por otra puerta, el anfitrión. El chiquillo, mientras tanto, había salido de debajo de la mesa y se limpiaba los codos y las rodillas. Yulián Mastákovich se apresuró a llevar el pañuelo, que sostenía con una mano por la punta, hacia la nariz.
El dueño de la casa nos miró a los tres con cierta perplejidad, pero, como hombre de mundo y de gran experiencia, aprovechó inmediatamente la ocasión para poder hablar a solas con Yulián Mastákovich.
—Este es el niño que tuve el honor de recomendarle —dijo, señalando al pelirrojo.
—¿Cómo? —preguntó Yulián Mastákovich, no recobrado aún del todo.
—Es el hijo de la institutriz de mis hijos —continuó el anfitrión con voz suplicante—, una pobre viuda, esposa de un honrado funcionario, y por eso…, si usted, Yulián Mastákovich, pudiese…
—¡Ah, no, no! —exclamó presuroso Yulián Mastákovich—. Perdóneme, Philip Alexeievich, totalmente imposible. Ya me he enterado: no hay plazas y, aunque las hubiese, son diez candidatos para una sola, candidatos que tienen muchos más derechos que él… Lo lamento mucho, mucho…
—¡Es una lástima! —dijo el anfitrión— . Es un niño dócil, modesto…
—Me parece muy travieso —respondió Yulián Mastákovich con un nervioso temblor de labios—. ¡Vete, chico! ¿Qué haces aquí parado? ¡Ve a jugar con tus compañeros! —dijo volviéndose hacia el niño.
Creo que en aquel momento no pudo contenerse para mirarme de reojo. Tampoco yo pude contenerme y me eché a reír abiertamente en sus propias narices. Yulián Mastákovich se volvió enseguida y, con voz bastante audible para mí, preguntó al amo de la casa quién era ese extraño joven. Se pusieron a cuchichear y salieron de la habitación. Más tarde les volví a ver. Yulián Mastákovich movía con desconfianza la cabeza, escuchando las palabras del anfitrión.
Cansado de reír, regresé al salón. Vi que el gran personaje, rodeado de padres y madres, del dueño y la dueña de la casa, hablaba con mucho ardor a una dama que acababan de presentarle. La dama sujetaba de la mano a la niña con la cual acababa de representar Yulián Mastákovich la escena descrita. Ahora se deshacía en alabanzas entusiastas a la belleza, el talento, las gracias y la buena educación de la chiquilla. Era evidente que trataba de ganarse a la madre, que le oía casi con lágrimas en los ojos. El padre sonreía. El anfitrión se sentía complacido ante esas muestras de general alegría. También los invitados manifestaban su complacencia, incluso se ordenó a los niños que suspendieran sus juegos para no molestar a los mayores. El aire estaba saturado de veneración. Oí luego cómo la madre de la atractiva niña, conmovida hasta lo más hondo, rogaba con gran finura a Yulián Mastákovich que honrase su casa con su inapreciable presencia; oí con qué sincero entusiasmo aceptaba Yulián Mastákovich la invitación, y cómo después los invitados, dispersándose en distintas direcciones, según lo exigía la corrección, se derretían en alabanzas emocionadas al hombre de negocios, a su señora, a la niña y, en particular, a Yulián Mastákovich.
—¿Está casado ese caballero? —pregunté casi en voz alta a uno de mis conocidos, el que más próximo estaba a Yulián Mastákovich.
Yulián Mastákovich me lanzó una mirada iracunda y escrutadora.
—¡No! —respondió mi conocido, profundamente molesto por la torpeza que yo había cometido adrede…
Hace poco pasé por delante de la iglesia N.; quedé sorprendido al ver una gran muchedumbre. La gente hablaba de una boda. El día era desapacible; empezaba a helar. Entré en la iglesia, siguiendo a los demás, y vi al novio. Era un hombre rollizo, no muy alto, panzudo y vestido de gran etiqueta. Corría agitadamente de un lado a otro dando órdenes. Por fin oí decir que había llegado la novia. Me abrí paso y vi una belleza maravillosa que apenas había alcanzado la reciente primavera de la vida. Pero la hermosa estaba pálida y triste. Miraba con aire distraído y me pareció, incluso, que tenía los ojos enrojecidos por recientes lágrimas. La clásica pureza de sus facciones daba cierta solemne dignidad a su belleza. Mas tras esa severa solemnidad, tras esa tristeza se traslucía una imagen infantil e inocente, algo sumamente ingenuo, núbil, no formado aún, que, sin ruegos, parecía suplicar piedad.
La gente decía que acababa de cumplir dieciséis años. Miré al novio con atención y, de pronto, reconocí en él a Yulián Mastákovich, a quien no había visto en cinco años. Luego miré a la novia… ¡Dios mío! Me abrí paso a codazos para salir de la iglesia cuanto antes. La gente comentaba que la novia era rica, que tenía una dote de quinientos mil rublos… y que en ropa llevaba…
«¡Calculó bien!», pensé yo, abriéndome paso hacia la calle…
FIN