George R. R. Martin: En las tierras perdidas

George R. R. Martin - En las tierras perdidas

«En las tierras perdidas» (In the Lost Lands) es un relato de fantasía de George R. R. Martin publicado en Amazons II (1982). Lady Melange, una joven y ambiciosa gobernante, desea un poder único: la capacidad de transformarse en lobo. Para conseguirlo, envía a Jerais, el paladín más destacado de la guardia, a negociar con Gray Alys, una enigmática comerciante famosa por cumplir cualquier petición… aunque siempre con resultados impredecibles. Acompañada de Boyce, un misterioso cazador, Gray Alys comienza un viaje hacia las inhóspitas tierras perdidas, un lugar desolado y lleno de secretos donde espera conseguir lo necesario para cumplir el encargo de Lady Melange, y también el de Jerais.

George R. R. Martin - En las tierras perdidas

En las tierras perdidas

George R. R. Martin
(Cuento completo)

Puedes comprar cualquier cosa que desees a Gray Alys.

Pero es mejor no hacerlo.

Lady Melange no acudió en persona a Gray Alys. Decían de ella que era una joven lista y cauta, a la vez que excepcionalmente bella, y sabía lo que se contaba de Gray Alys. Se decía también que quienes trataban con Gray Alys lo hacían por su cuenta y riesgo. Gray Alys no rechazaba a nadie que acudiera a ella, y siempre obtenía para sus clientes cualquier cosa que le pidieran. Pero una vez concluido el asunto, quienes cerraban un trato con Gray Alys nunca quedaban contentos con las cosas que les había proporcionado, las cosas que ellos le habían pedido. Lady Melange era consciente de todo esto, pues gobernaba desde la elevada torre del homenaje que se alzaba en la ladera de la montaña. Tal vez por ese motivo no acudió personalmente a Gray Alys.

Fue Jerais quien se presentó ese día ante Gray Alys. Azul Jerais, campeón de la dama, era el paladín más destacado en la guardia de la torre del homenaje, y ejercía en calidad de comandante de sus huestes cuando había batalla. Era el capitán de su guardia de color. Jerais llevaba sobrevesta azul celeste claro bajo la esmaltada armadura de placas azul celeste oscuro. El blasón del escudo representaba un vórtice hecho en un centenar de sutiles tonalidades azules, y un zafiro grande como el ojo de un águila adornaba el puño de su espada. Cuando se presentó ante Gray Alys y se quitó el yelmo, sus ojos hacían juego con la joya del arma, a pesar de que su pelo tenía un tono rojo tan sorprendente como inapropiado.

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Gray Alys le recibió en una casa de piedra modesta y muy antigua que tenía en el oscuro corazón de la ciudad que se extendía en la falda de la montaña. Le esperaba en una estancia sin ventanas llena de polvo y con olor a humedad, sentada en una silla de respaldo alto que parecía empequeñecer su cuerpo menudo y delgado. Sobre el regazo descansaba una rata gris del tamaño de un perrillo, a la que acariciaba con languidez cuando Jerais entró y se quitó el yelmo y dejó que sus ojos azules, relucientes, se ajustaran a la escasa luz que reinaba.

—¿Sí? —preguntó finalmente Gray Alys.

—Eres aquella a quien llaman Gray Alys —dijo Jerais.

—En efecto.

—Soy Jerais. Vengo en nombre de lady Melange.

—La sabia y hermosa lady Melange —dijo Gray Alys. El pelaje de la rata era suave como terciopelo al tacto de sus largos y pálidos dedos—, ¿por qué mi señora envía a su campeón a visitar a alguien tan humilde y sencilla como yo?

—Incluso en la torre circulan historias sobre ti —dijo Jerais.

—Sí.

—Se dice que, por un justo precio, vendes cosas extrañas y portentosas.

—¿Desea mi señora Melange comprar?

—Se dice también que tienes poderes, Gray Alys. Cuentan que no siempre eres tal como te veo ahora, una mujer delgada de edad indefinida, toda vestida de gris. Se dice que adoptas la lozanía o vejez que deseas. Cuentan que a veces eres un hombre, o una anciana, o un niño. Dicen que conoces el secreto de cómo cambiar de forma, que vagabundeas bajo la apariencia de un gran felino, o un oso, un ave, y que puedes mudar de piel a voluntad, no siendo esclava de la luna como el pueblo de los lobos-hombre que moran en las tierras perdidas.

—Todas esas cosas cuentan —afirmó Gray Alys.

Jerais sacó del cinto una bolsita de cuero y se acercó al lugar donde estaba sentada Gray Alys. Aflojó la tira que mantenía cerrada la bolsa y volcó el contenido de la misma en la mesa que había junto a su anfitriona. Gemas. Una docena, todas ellas de distinto color. Gray Alys tomó una, que inspeccionó al contraluz de la vela. Cuando la devolvió junto al resto, inclinó la cabeza levemente ante Jerais y dijo:

—¿Qué desea comprarme mi señora?

—Tu secreto —dijo Jerais, sonriendo—. Lady Melange desea cambiar de forma.

—Dicen que es bella y joven —replicó Gray Alys—. Incluso aquí, lejos de la torre, nos llegan muchos relatos sobre ella. No tiene pareja, sino muchos amantes. Se dice que toda su guardia de color la ama, entre ellos vos mismo. ¿Por qué querría cambiar de forma?

—No me has entendido. Lady Melange no busca la juventud o la belleza. Ningún cambio la haría más hermosa de lo que ya es. Quiere de ti el poder de convertirse en bestia. En lobo.

—¿Por qué? —quiso saber Gray Alys.

—Eso no te incumbe. ¿Le venderás este don tuyo?

—Nunca rechazo una venta —aseguró Gray Alys—. Dejad aquí las joyas. Regresad dentro de un mes y os daré lo que lady Melange desea.

Jerais asintió, pensativo a juzgar por la expresión de su rostro.

—¿Nunca rechazas una venta?

—Ni una.

El paladín esbozó una sonrisa torcida, llevó la mano al cinto y extendió hacia ella su mano. En el terciopelo azul claro de la palma cubierta con un guante descansaba otra gema, un zafiro mayor incluso que el engarzado en el puño de su espada.

—Acepta esto en pago, si lo tienes a bien, puesto que voy a pedirte algo para mí.

Gray Alys tomó el zafiro en su mano, lo sostuvo al contraluz entre índice y pulgar, asintió y lo dejó junto al resto de las joyas.

—¿Y vos qué es lo que queréis, Jerais?

La sonrisa del paladín se hizo más acusada.

—Quiero que fracaséis —dijo—. No quiero que lady Melange obtenga el poder que busca.

Gray Alys le miró fijamente, clavando en sus ojos fríos, azules, su propia mirada gris.

—Lucís el color equivocado, Jerais —dijo, al cabo—. El azul es el color de la lealtad, a pesar de lo cual traicionáis a vuestra dama y la misión que ella os ha encomendado.

—Soy leal —protestó Jerais—. Sé qué le conviene, mejor que ella misma. Melange es joven e insensata. Piensa que puede mantener en secreto que ha encontrado el poder que ansía. Pero se equivoca. Y cuando la gente se entere la destruirán. No podrá gobernarlos de día y desgarrarles la garganta de noche.

Gray Alys meditó en silencio las palabras del paladín, acariciando la enorme rata que descansaba sobre su regazo.

—Mentís, Jerais —dijo cuando volvió a hablar—. Las razones que me dais no tienen nada que ver con vuestras verdaderas motivaciones.

Jerais arrugó el entrecejo. Apoyó la mano cubierta con el guantelete en el puño de la espada, pero fue un gesto casual, como si no fuera intencionado. Acarició con el pulgar el imponente zafiro engarzado en el arma.

—No discutiré contigo —dijo, enfurruñado—. Si no aceptas tratar conmigo, ¡devuélveme la joya y condenada seas!

—Nunca rechazo una venta —le recordó Gray Alys.

Jerais arrugó el entrecejo, confundido.

—¿Tendré entonces lo que he pedido?

—Tendréis lo que habéis pedido.

—Excelente —dijo Jerais, que sonrió de nuevo—. ¡En un mes, pues!

—En un mes —confirmó Gray Alys.


Y así las cosas, Gray Alys hizo correr la voz como solo Gray Alys sabía hacerlo. El mensaje pasó de boca en boca en las sombras que reinaban en los callejones que discurrían sobre las secretas alcantarillas de la ciudad, e incluso en las casas altas de rojiza madera adornadas con vidrieras donde moraban los nobles y los acaudalados. Las ratas de pelaje gris claro con diminutas manos humanas lo susurraron a los niños mientras dormían, y los niños las compartieron unos con otros, y entonaron una nueva canción cuando saltaban a la comba. La voz alcanzó todas las avanzadillas del ejército que se extendían a oriente, y cabalgó hacia poniente entre el cargamento que transportaban las caravanas al corazón del viejo imperio del que no era sino una pequeña parte la ciudad que se extendía en la falda de la montaña. Imponentes aves con el rostro astuto de un mono sobrevolaron el mundo en dirección sur, pasando por los bosques y los ríos, hasta llegar a una docena de reinos, donde hombres y mujeres tan cenicientas y terribles como la propia Gray Alys la atendieron en la soledad de sus torres. Viajó la voz incluso al norte, allende las montañas, hasta alcanzar incluso las tierras perdidas.

No hubo que esperar demasiado. En menos de dos semanas acudió él en presencia de Gray Alys.

—Puedo llevarte hasta aquello que buscas —le dijo—. Puedo encontrarte un hombre lobo.

Se trataba de un joven delgado y barbilampiño. Vestía el atuendo de cuero propio de los montaraces que vivían y cazaban en el ventoso desierto que se extendía más allá de las montañas. Su piel tenía el bronceado imborrable de quien se ha pasado la vida a la intemperie, a pesar de que su pelo era blanco como la nieve que cubre la montaña y le caía sobre los hombros, enmarañado, descuidado. No llevaba armadura alguna, pero sí ceñía un cuchillo de hoja larga en lugar de espada, y se movía con una elegancia teñida por la cautela. Bajo los largos mechones de pelo blanco que se inclinaban sobre el rostro, los ojos eran oscuros y somnolientos. Aunque la sonrisa era franca y amistosa, había en él una curiosa indolencia, y un algo soñador y sensual en la forma en que cerraba los labios cuando creía que nadie le estaba mirando. Se hacía llamar Boyce.

Gray Alys lo observó, escuchando con atención sus palabras.

—¿Dónde? —preguntó finalmente.

—A una semana de viaje al norte —respondió Boyce—. En las tierras perdidas.

—¿Habitas tú en las tierras perdidas, Boyce? —le preguntó Gray Alys.

—No, no son un lugar adecuado para asentarse. Tengo casa aquí en la ciudad, pero voy a menudo a las montañas, Gray Alys, pues soy cazador. Conozco bien las tierras perdidas, y conozco las cosas que viven allí. Buscas un hombre que camina con la forma de un lobo. Puedo llevarte hasta él. Pero tenemos que partir de inmediato si queremos llegar antes de que reine la luna llena.

Gray Alys se levantó.

—Tengo el carro cargado, y los caballos cebados y herrados. Partamos pues.

Boyce se apartó de los ojos el pelo blanco y sonrió con desgana.


El paso montañoso era elevado, quebrado y rocoso, y en ciertos puntos apenas era lo bastante amplio para que pudiera pasar el carro de Gray Alys. El vehículo era un mamotreto, largo y pesado y totalmente cerrado, en tiempos pintado, pero el paso de los años y la acción del viento y la lluvia habían reducido la pintura a una ominosa tonalidad gris. Circulaba sobre seis estruendosas ruedas de hierro, y los dos caballos que tiraban de él eran, por necesidad, monstruos que medían lo que un caballo y medio de los normales, a pesar de lo cual el carro avanzaba con lentitud por las montañas. Boyce, que no iba a caballo, caminaba junto al vehículo cuando no lo hacía al frente, y a veces junto a Gray Alys. El carro gemía y gruñía. Tardaron tres días en alcanzar el punto más elevado del camino, desde donde miraron a través de una hendidura en las montañas las desoladas y extensas llanuras de las tierras perdidas. Tardaron otras tres jornadas en descender por la otra cara.

—Ahora avanzaremos a mejor ritmo —prometió Boyce a Gray Alys cuando alcanzaron las tierras perdidas—. Aquí la tierra es llana y vacía, y la ida será fácil. Un día, puede que dos, y tendrás lo que buscas.

—Sí —dijo Gray Alys.

Llenaron los barriles de agua antes de abandonar las montañas, y Boyce salió de caza en los alrededores y regresó con tres liebres negras y la carcasa de un cervatillo, curiosamente deforme. Cuando Gray Alys le preguntó cómo se las había ingeniado para darles caza armado tan solo con un cuchillo, Boyce sonrió, sacó una honda y lanzó unas piedras que cruzaron el aire con un silbido. Gray Alys asintió. Hicieron un fuego, al que pusieron dos de las liebres mientras salaban el resto de la carne. Al amanecer del día siguiente, se adentraron en las tierras perdidas.

Allí, en efecto, avanzaron a una velocidad considerable. Las tierras perdidas eran un territorio frío y abandonado, con un suelo tan compacto como los caminos que serpentean a través del imperio que se extiende allende las montañas. El carro rodaba con rigor entre el crujir y gruñir de las ruedas, balanceándose un poco de lado a lado a medida que avanzaba. En las tierras perdidas no hay bosques por los que atajar, ni ríos que cruzar. La desolación se mostraba ante ellos allá donde miraran, con aspecto de ser infinita. De vez en cuando veían un puñado de árboles de tronco retorcido, con las ramas lastradas por frutos abotargados cuya piel reluciente era del color del índigo. De vez en cuando atravesaban un arroyo poco profundo que fluía entre las rocas. Ninguno llegó a cubrirles el tobillo. De vez en cuando vastos trechos de hongos blancos cubrían la desértica extensión gris. Pero estas eran cosas raras de ver. En su mayor parte no había más que vacío, la desolación de las llanuras que los rodeaban, y los vientos. En las tierras perdidas los vientos poseen un carácter temible, pues soplan constantemente y son fríos y amargos en invierno, a veces arrastran consigo el olor a ceniza, y en otras parecen aullar y chillar como el alma condenada de algún pobre desdichado.

Finalmente habían llegado tan lejos que Gray Alys pudo ver el final de las tierras perdidas: otra hilera de montañas lejanas, muy al norte de donde estaban, dibujadas como una vaga línea blanquiazulada en el horizonte gris. Podían seguir viajando semanas sin alcanzar esos picos lejanos, tal como Gray Alys sabía bien, pero las tierras perdidas eran tan llanas, tan vacías, que incluso a esa distancia podían distinguirlos, aun tenuemente.

Al anochecer, Gray Alys y Boyce montaron el campamento, justo tras superar una arboleda compuesta por árboles de ramas retorcidas como los que habían visto en su viaje al norte. Los árboles les proporcionaron algo de cobijo frente a la furia del viento, que a pesar de todo oían, cortante, y que daba formas fantásticas a las llamas de la hoguera que habían encendido.

—Estas tierras están realmente perdidas —comentó Gray Alys mientras cenaban.

—Poseen una belleza propia —dijo Boyce, que pinchó un pedazo de carne con la punta de su cuchillo de hoja larga, para darle la vuelta en el fuego—. Esta noche, si pasan las nubes, verás las luces que ondulan sobre las montañas del norte, todas ellas púrpura y gris y granate, retorciéndose como cortinas que son presa de este viento incansable.

—He visto antes esas luces —confesó Gray Alys.

—Yo las he visto muchas veces —dijo Boyce. Mordió un pedazo de carne, que desgarró, y un hilo delgado de grasa le resbaló por la comisura del labio. Sonrió.

—Vienes a menudo a las tierras perdidas —dijo Gray Alys.

—Cazo —dijo Boyce tras encogerse de hombros.

—¿Hay algo que viva aquí? —quiso saber Gray Alys—. ¿Hay algo que viva en este erial?

—Sí, sí —respondió Boyce—. Tienes que tener ojos para encontrarlo, conocer las tierras perdidas, pero lo hay. Bestias extrañas nunca vistas allende las montañas, criaturas salidas de las leyendas y las pesadillas, seres encantados y seres malditos, bestias cuya carne es tan inverosímil como peculiarmente deliciosa. También hay humanos, o seres que casi lo son. Lobos-hombre, seres espectrales y grises sombras que tan solo asoman de noche, cosas que se arrastran estando medio vivas y medio muertas. —Su sonrisa era suave, juguetona—. Pero tú eres Gray Alys, y tienes que saber todo esto que te cuento. Cuentan que tú misma viajaste por las tierras perdidas en una ocasión.

—Eso cuentan —respondió Gray Alys.

—Somos parecidos —dijo Boyce—. Me gustan la ciudad, la gente, las canciones, las risas y las habladurías. Disfruto de la comodidad de mi hogar, de la buena comida y el buen vino. Cada otoño, me entusiasmo con los músicos que acuden a la torre del homenaje para actuar ante lady Melange. Aprecio la ropa bien cortada, las joyas y las mujeres bonitas de piel suave. Sin embargo, hay una parte de mí que solo se siente en casa estando en este lugar, en las tierras perdidas, prestando atención al viento, mirando las sombras con recelo al anochecer, soñando cosas que la gente de la ciudad jamás concebiría. —A esa altura se había hecho totalmente de noche. Boyce levantó el cuchillo y señaló al norte, a donde las luces delicadas habían empezado a bañar con su luz las montañas—. Mira eso, Gray Alys. Mira cómo las luces centellean y cambian. Distinguirás formas en ellas si las miras el tiempo necesario. Hombres, mujeres y cosas que no son ni lo uno ni lo otro, que se mueven recortadas contra la oscuridad. Sus voces las transporta el viento. Observa y escucha. Esas luces cuentan grandes dramas, obras teatrales más importantes y extrañas que las representadas en el escenario de la dama. ¿Lo oyes? ¿Lo ves?

Gray Alys permaneció sentada en la tierra compacta, con las piernas cruzadas y los ojos grises inescrutables, observando en silencio. Al cabo, habló.

—Sí —dijo. Y eso fue todo.

Boyce envainó el cuchillo de hoja larga y se acercó al fuego, reducido a un puñado de ascuas, para sentarse a su lado.

—Sabía que las verías —dijo—. Somos parecidos. Llevamos la ciudad en la piel, pero por nuestra sangre siempre sopla el viento helado de las tierras perdidas. Pude verlo en tus ojos, Gray Alys.

Ella no dijo nada. Siguió sentada, atenta a las luces, sintiendo la cálida presencia de Boyce a su lado. Al cabo de un tiempo él le pasó un brazo por los hombros, y Gray Alys no objetó. Después, mucho después, cuando las ascuas habían dejado de agonizar y la noche se había vuelto más fría, Boyce le tomó la barbilla entre los dedos para volverle el rostro. La besó, una vez, con suavidad, y lo hizo en los labios finos.

Entonces Gray Alys despertó como de un sueño y le empujó al suelo y lo desnudó con manos hábiles, firmes, para tomarlo en ese lugar y en ese preciso instante. Boyce le dejó hacer. Yació tumbado en el duro y frío suelo, con las manos entrelazadas en la nuca, los ojos soñadores y una sonrisa complaciente, perezosa, en los labios, mientras Gray Alys le montaba, lentamente al principio, pero más y más rápido después hasta alcanzar el vibrante clímax final. Al llegar al orgasmo, su cuerpo se quedó rígido y echó la cabeza hacia atrás; abrió la boca como para lanzar un grito, pero no emitió sonido alguno. Tan solo se oía la voz del viento, frío y desatado, cuyo grito no era de placer.


El día siguiente amaneció gélido y el cielo estaba totalmente cubierto por jirones de grises nubes que discurrían sobre sus cabezas a una velocidad inusitada. La poca luz que se filtraba a través de la capa de nubes se antojaba desvaída y macilenta. Boyce anduvo junto al carro mientras que Gray Alys lo conducía con paso tranquilo.

—Estamos cerca —le dijo Boyce—. Muy cerca.

—Sí.

Boyce le sonrió. Su sonrisa había cambiado desde que se habían hecho amantes. Era amable y misteriosa, y había en ella un rastro, o quizá algo más que un rastro, de cierta indulgencia. Era una sonrisa que daba cosas por sentadas.

—Esta noche —le dijo.

—Esta noche habrá luna llena —dijo Gray Alys.

Boyce sonrió, apartándose un mechón de pelo de los ojos, sin decir nada.


Mucho antes del atardecer, detuvieron el paso entre las ruinas de una población sin nombre, olvidada incluso por quienes habitaban en las tierras perdidas. Poco quedaba en pie capaz de quebrar el perfil de la llanura, tan solo un conjunto de mampostería rota, abandonada y patética. Aún era posible distinguir los vagos contornos de la muralla de la población, así como una o dos chimeneas que seguían en pie, muy maltrechas, mordiendo el horizonte como podridos dientes negros. No había donde refugiarse allí, no había ni rastro de vida. Después de que Gray Alys diera de comer a los caballos, vagabundeó por las ruinas pero encontró poca cosa. No había restos de utensilios, ni hojas oxidadas, o libros. Ni siquiera había huesos. Nada que apuntase a la presencia de las personas que habían habitado aquel lugar, si es que habían sido personas.

Las tierras perdidas habían absorbido la vida de aquel lugar y expulsado de él incluso a los fantasmas, de tal modo que no quedaba ni un esbozo de su recuerdo. El sol enjuto colgaba bajo sobre el horizonte, oscurecido por las nubes, y el desierto que era aquel lugar hablaba a Gray Alys, le sollozaba desde su soledad y desesperación, con la voz del viento. Gray Alys pasó sola largo rato, mirando la puesta de sol mientras la capa fina flameaba a su espalda y el viento helado se abría paso a dentelladas hasta alcanzarle el alma. Finalmente se dio la vuelta y regresó al carro.

Boyce había hecho un fuego, y lo encontró sentado ante él, revolviendo vino en una cacerola de cobre y espolvoreando especias de vez en cuando. Dedicó su nueva sonrisa a Gray Alys cuando esta le miró.

—El viento es frío —dijo—. Pensé que algo caliente haría más agradable nuestra cena.

Gray Alys volvió la mirada al sol poniente, antes de volver de nuevo los ojos hacia Boyce.

—Este no es momento ni lugar para placeres, Boyce. Se hace de noche y pronto saldrá la luna llena.

—Sí —dijo Boyce. Se sirvió un poco de vino en la taza y comprobó si estaba muy caliente dando un tímido sorbo—. Pero no hay necesidad de apresurar la caza —dijo con su sonrisa perezosa—. El lobo vendrá a nosotros. El viento arrastrará lejos nuestro olor en la llanura, y el olor a carne fresca lo traerá a la carrera.

Gray Alys no dijo nada. Se dio la vuelta y subió los tres peldaños de madera que la llevaron al interior del carro. Dentro encendió con cuidado el hornillo y vio temblar la llama sobre las baqueteadas paredes grises y la pila de pieles donde dormía. Cuando la luz cobró firmeza, Gray Alys apartó la lona del fondo y contempló la larga hilera de prendas gastadas que colgaban de clavos en aquel angosto armario. Capas y capotes, blusas y vestidos de corte peculiar, así como trajes que sentaban como una segunda piel de la cabeza a los pies, cuero y pieles y plumas. Titubeó un instante, luego extendió el brazo para alcanzar una imponente capa hecha de un millar de largas plumas argénteas, rematadas todas y cada una de ellas por un punto negro. Gray Alys se quitó su sencilla capa de tela, y se ajustó al cuello la prenda emplumada. Al volverse se hinchó en torno a su cuerpo, y el aire estanco que había en el interior del carro sufrió una sacudida hasta el punto de parecer vivo un instante, antes de que las plumas quedasen de nuevo inmóviles. Después Gray Alys se inclinó para abrir un enorme arcón de roble, remachado con hierro y cuero, de cuyo interior sacó una cajita. Había diez anillos que descansaban sobre un retal de gastado fieltro gris, y en ellos, en lugar de una piedra, había engarzada una garra larga y curva. Gray Alys se los puso, metódica, un anillo por dedo, y cuando se levantó y apretó los puños las garras relucieron quedas, amenazadoras a la luz que desprendía el hornillo.

Afuera reinaba el crepúsculo. Boyce no había preparado nada de cenar, en lo cual reparó Gray Alys cuando ocupó su lugar frente al fuego donde el explorador de pelo claro permanecía sentado, sorbiendo el vino caliente.

—Hermosa capa —comentó Boyce, cumplidor.

—Sí —dijo Gray Alys.

—Pero ninguna capa te ayudará cuando venga él.

Gray Alys levantó la mano, crispada en un puño. Las garras plateadas reflejaron la luz del fuego. Resplandecieron.

—Ah —dijo Boyce—. Plata.

—Plata —repitió Gray Alys, bajando el puño.

—Los hubo que fueron tras él, armados con plata —dijo Boyce—. Espadas de plata, cuchillos de plata, flechas con punta de plata. Pero todos esos guerreros plateados se convirtieron en polvo, después de que él se nutriera de sus entrañas.

Gray Alys se encogió de hombros.

Boyce la mesuró con la mirada un rato, luego sonrió y volvió a volcar su atención en el vino. Gray Alys se ajustó la capa para protegerse del viento helado. Poco después, mientras miraba a lo lejos, distinguió unas luces que se movían recortadas contra las montañas del norte. Recordó las historias que había visto allí representadas, los relatos que Boyce había conjurado para ella partiendo del juego de sombras de colores, historias terribles, desalentadoras. En las tierras perdidas no las había de otro tipo.

Finalmente otra luz atrajo su atención. Era un leve fulgor que se extendía al este y que no parecía anunciar nada bueno. La salida de la luna.

Gray Alys miró con calma más allá del moribundo fuego del campamento. Boyce había empezado a transformarse.

Observó cómo su cuerpo se retorció cuando el hueso y el músculo adoptaron nuevas formas, miró atenta cómo la mata de pelo blanco crecía y crecía, prestó atención al modo en que su sonrisa perezosa adoptaba una anchura que le partió el rostro, distinguió los caninos, más y más largos, y la lengua que se descolgó por la boca. Vio cómo la copa de vino caía de sus manos cuando estas se fundieron y marchitaron convertidas en zarpas. Hubo un momento en que él quiso decir algo, pero no surgieron palabras de su boca, tan solo un gañido ronco, una risa en parte humana en parte animal. Entonces echó la cabeza hacia atrás y lanzó un aullido, se rasgó las vestiduras hasta quedar cubierto por harapos y dejó de ser Boyce. Al otro lado del fuego, frente a Gray Alys, se alzaba un lobo, una bestia enorme de blanco pelaje que medía por lo menos lo que un lobo normal y medio. Tenía un brochazo rojo por boca y relucientes ojos carmesí. Gray Alys miró esos ojos cuando se levantó para sacudirse el polvo de la capa emplumada. Eran ojos astutos, sabios. Dentro de esos ojos vio una sonrisa, la sonrisa de quien da las cosas por sentadas.

La sonrisa de quien da por sentadas más cosas de la cuenta.

El lobo aulló de nuevo, un aullido largo y salvaje que se fundió con el gemido del viento. Y entonces dio un salto por encima de las ascuas del fuego que él mismo había encendido.

Gray Alys apartó ambos brazos mientras la capa se le pegaba al cuerpo. Seguidamente se transformó.

El cambio fue más rápido que el del lobo-hombre, y concluyó casi al instante de haberse iniciado, aunque para Gray Alys duró una eternidad. Primero sintió una extraña asfixia, una sensación opresiva cuando se le adhirió la capa a la piel, seguida por un mareo y una curiosa debilidad líquida cuando los músculos empezaron a correr y fluir y rehacerse a sí mismos. Finalmente el frenesí mientras el poder fluía por ella y le surcaba las venas, un vino más intenso y fuerte que la pobre sustancia que Boyce había puesto a calentar al fuego.

Batió sus alas plateadas, cuyas puntas remataban en un punto negro, y el polvo se sacudió formando remolinos cuando alzó su vuelo a la luz de la luna, hacia la seguridad, lejos del alcance del lobo blanco, arriba, tanto que las ruinas se encogieron hasta la insignificancia, debajo, muy por debajo de ella. El viento la tomó entonces, la acarició con su vacilante pulso de hielo, y ella se entregó a él, planeando. Las imponentes alas captaron la desalentadora melodía de las tierras perdidas, llevándola más y más alto. Su pico cruel, curvo, se abrió y cerró y volvió a abrirse, pero no surgió ningún sonido de él. Surcó los cielos, ebria de volar. Sus ojos, más capaces de lo que podrían ser los ojos de un ser humano, vieron en la distancia, espiaron los secretos de todas las sombras, atisbaron todas las cosas moribundas y medio muertas que se estremecían y cojeaban por la desolada faz de las tierras perdidas. Al norte las cortinas de luz danzaron ante sus ojos, un millar de veces más brillantes y más seductoras de lo que habían sido con anterioridad, cuando dispuso tan solo de los ojos de esa criatura insignificante llamada Gray Alys para percibirlas. Quiso volver hacia ellas, surcar el cielo al norte, y más al norte aún, para retozar entre aquellas luces, para rasgarlas con las garras en cintas resplandecientes.

Levantó las garras a modo de desafío. Largas y endemoniadamente curvas eran, afiladas como cuchillas, y a la luz de la luna centellearon blancas sobre plata. Entonces recordó, cayó sobre un ala para trazar un amplio círculo, a regañadientes, lejos de las luces que la atraían, lejos de las tierras que se extendían al septentrión. Batió sus alas y volvió a batirlas, y emprendió el descenso dando un grito que rasgó la noche, directa hacia su presa.

Lo vio bajo ella, un punto blanco que se separaba del carro, lejos del fuego, buscando la seguridad de las sombras y los lugares oscuros. Pero no había nada seguro en las tierras perdidas. Era fuerte e incansable, y sus largas y potentes patas le permitieron avanzar con una constancia que devoró las leguas a su paso como si no fueran nada. Ya se había alejado un buen trecho del campamento. Pero por veloz que fuera, ella lo era más. Él no era más que un lobo, después de todo, y ella era el viento personificado.

Descendió envuelta en un silencio mortal, rasgando el viento como un cuchillo, extendidas las garras de plata. Pero él debía de haber visto que su sombra se le abalanzaba, perfilada por la luz de la luna, porque cuando cerró sobre su presa el lobo dio un quiebro y apretó el paso, espoleado por el miedo. Fue inútil. Corría a toda velocidad cuando ella voló sobre él, hiriéndole con las garras. Cortaron el pelaje y mordieron la carne como diez brillantes espadas de plata, perdió el paso, trastabilló y cayó.

Ella batió sus alas y sobrevoló a su presa antes de dar otra batida, y en ese momento el lobo se puso de nuevo en pie y levantó la vista hacia la terrible silueta oscura recortada contra la luna, los ojos más brillantes que nunca y que el miedo había vuelto febriles. Echó la cabeza hacia atrás y aulló pidiendo piedad con voz entrecortada.

Ella no tuvo piedad con él. Cayó en picado, con las garras teñidas de sangre y el pico abierto, dispuesto a rasgar y arrancar. El lobo la esperó, y dio un salto para encontrarse con ella entre gañidos y zarpazos. Pero no fue rival para ella.

Volvió a herirle al pasar, evitando con facilidad sus ataques, abriéndole cinco heridas más que no tardaron en sangrar con profusión.

La siguiente vez que ella cayó sobre un ala para encararle estaba tan debilitado que no pudo huir ni presentar batalla. Pero la observó en su descenso, y su enorme cuerpo se estremeció antes de que le alcanzara.


Finalmente abrió los ojos, debilitado, ofuscado. Gruñó y se movió un poco. Era de día y estaba de vuelta en el campamento, tumbado junto al fuego. Gray Alys se le acercó cuando oyó que se movía, se arrodilló a su lado y le levantó la cabeza. Le acercó una copa de vino a los labios hasta que se lo hubo bebido todo.

Cuando Boyce recostaba de nuevo la espalda, ella vio la duda en su mirada, la sorpresa de verse aún con vida.

—Lo sabías —dijo él, ronco—. Sabías lo que era.

—Sí —dijo Gray Alys. Era ella de nuevo, la delgada y menuda mujer de edad indefinida con los ojos grandes y grises, vestida con ropa descolorida. La capa emplumada colgaba de nuevo del armario, y las garras de plata ya no le adornaban los dedos.

Boyce intentó incorporarse, torció el gesto de resultas del dolor y rebulló sobre la manta que había bajo su cuerpo.

—Creía que… Me creí muerto —dijo.

—Estuviste a punto de morir —afirmó Gray Alys.

—Plata —dijo él con amargura—. La plata corta y quema tanto.

—Sí.

—Pero me salvaste —dijo él, confundido.

—Adopté mi forma y te traje de vuelta al campamento para atender tus heridas.

Boyce sonrió, pero con una pálida sombra de lo que había sido su sonrisa.

—Te transformas a voluntad —dijo él maravillado—. ¡He ahí un don que mataría por tener, Gray Alys!

Ella no dijo nada.

—Este lugar era demasiado abierto —dijo él—. Debí llevarte a otro lado. Si llega a haber algo que hubiera cubierto el cielo… Edificios, un bosque, cualquier cosa… Quizá no te lo habría puesto tan fácil.

—Tengo otras pieles —dijo Gray Alys—. Oso. Felino. No hubiera importado.

—Ah. —Boyce cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, esbozó una sonrisa forzada—. Eras hermosa, Gray Alys. Te vi volar largo rato antes de comprender lo que suponía, antes de echar a correr. Me costó apartar la vista de ti. Supe que eras mi perdición, pero a pesar de ello no podía mirar hacia otro lado. Tan hermosa. Tanto. Toda tú humo y plata, con el fuego en los ojos. La última vez, cuando te vi caer sobre un ala y volar hacia mí, casi me alegré. Es mejor morir a manos de alguien tan terrible y hermosa, pensé, que hacerlo víctima de algún espadachín insignificante, ensartado por una lanza de punta de plata.

—Lo siento —se disculpó Gray Alys.

—No —se apresuró a decir Boyce—. Es mejor que me hayas salvado. Me curaré pronto, ya lo verás. Ni siquiera las heridas causadas por la plata tardan en cerrarse. Entonces estaremos juntos.

—Sigues debilitado —dijo Gray Alys—. Duerme.

—Sí —dijo Boyce. Le sonrió y cerró los ojos.


Transcurrieron horas antes de que Boyce despertara de nuevo. Se sentía mucho más fuerte, pues sus heridas estaban cerca de sanar por completo. Pero cuando quiso levantarse, no pudo. Estaba atado, con los brazos y piernas separados, atado de pies y manos a estacas hundidas en la tierra gris.

Gray Alys le observó mientras efectuaba el descubrimiento, le oyó gritar alarmado. Acudió a él, le levantó la cabeza y le dio a beber más vino.

Cuando se apartó, él movió la cabeza de un lado a otro, mirando las ataduras antes de clavar la vista en ella.

—¿Qué has hecho? —protestó.

Gray Alys no dijo nada.

—¿Por qué? —preguntó él—. No lo entiendo, Gray Alys. ¿Por qué? Me salvaste, curaste mis heridas y ahora me veo atado.

—No te gustaría la respuesta, Boyce.

—¡La luna! —exclamó él—. Temes lo que pueda suceder esta noche, temes que vuelva a transformarme. —Sonrió entonces, satisfecho de haberlo supuesto—. Eres una insensata. Yo no te lastimaría, ya no, no después de lo que ha pasado entre ambos, después de averiguar lo que ahora sé. Nos pertenecemos el uno al otro, Gray Alys. Somos parecidos. Hemos contemplado juntos las luces, ¡y te he visto volar! ¡Tiene que haber confianza entre nosotros! Suéltame.

Gray Alys arrugó el entrecejo y suspiró, pero sin ofrecer ni una palabra.

Boyce la miró sin comprender.

—¿Por qué? —insistió él—. Desátame, Alys, deja que te demuestre la verdad que hay en mis palabras. No debes temerme.

—Y no te temo, Boyce —dijo ella, entristecida.

—Bien —dijo él—. Entonces libérame y transfórmate conmigo. Hazte un gran felino esta noche, sal de caza conmigo. Puedo llevarte a presas con las que jamás soñaste. Hay tantas cosas que podemos compartir. Has sentido lo que supone la transformación, sabes la verdad que hay en ella, has saboreado el poder, la libertad, visto las luces con ojos de bestia, olfateado sangre fresca y te has cebado en la presa. Eres consciente de… la libertad… Hasta qué punto te embriaga… todo lo que… Ya sabes…

—Lo sé —admitió Gray Alys.

—¡Entonces libérame! Estamos hechos para estar juntos. Viviremos juntos, nos amaremos, iremos juntos de caza.

Gray Alys hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No lo comprendo —dijo Boyce, que tiró con fuerza de las ataduras antes de lanzar un juramento y quedar de nuevo tendido, inmóvil—. ¿Tan horrible soy? ¿Tan malvado, tan poco atractivo te parezco?

—No.

—Entonces, ¿de qué se trata? Otras mujeres me han amado, me han considerado atractivo. Damas hermosas y acaudaladas, las mejores del lugar. Todas ellas me querían, incluso cuando sabían lo que era.

—Pero tú nunca respondiste a su amor, Boyce —dijo ella.

—No —admitió él—. Las amé a mi manera. Nunca traicioné su confianza, si es eso lo que piensas. Busco aquí a mis presas, en las tierras perdidas, no entre quienes sienten algo por mí. —Boyce sintió el peso de la mirada de Gray Alys y continuó—: ¿Cómo podría haberlas amado más de lo que hice? —dijo con sentimiento—. Solo conocían la parte de mí que vive en la ciudad, que ama el vino y las canciones y las sábanas perfumadas. El resto de mí vivía aquí, en las tierras perdidas, y sabía cosas que ellas, inocentes mías, no podían saber. Así se lo dije a las que más insistieron. Para unirse a mí completamente tenían que correr y cazar a mi lado. Como tú. Déjame ir, Gray Alys. Surca el cielo conmigo, mírame correr. Caza a mi lado. Gray.

Alys se levantó con un suspiro.

—Lo siento, Boyce. Te perdonaría la vida si pudiera, pero lo que está escrito, escrito está. Si hubieses muerto anoche, todo habría sido en vano. Las criaturas muertas carecen de poder. La noche y el día, el negro y el blanco, son débiles. Toda la fuerza deriva del reino que media entre ellos, en el alba y en el anochecer, en ese terrible lugar que separa la vida de la muerte. En el gris, Boyce. En el gris.

Él tiró de nuevo de las ataduras, rompió a llorar y a maldecir y enseñó los dientes. Gray Alys se alejó de él en busca de la soledad que le ofrecía el interior del carro. Allí siguió durante horas, sentada a solas en la negrura, oyendo a Boyce jurar y gritarle amenazas, súplicas y declaraciones de amor. Gray Alys permaneció dentro hasta que hubo salido la luna. No quería ver cómo se transformaba, ver cómo perdía la humanidad por última vez.

Finalmente los gritos se convirtieron en aullidos, bestiales muestras de abandono llenas de dolor. Fue entonces cuando Gray Alys salió por fin del vehículo. La luna llena proyectaba su luz pálida sobre el lugar. Atado al suelo duro, el enorme lobo blanco se retorcía y aullaba y forcejeaba y la contemplaba con sus furibundos ojos carmesí.

Gray Alys caminó hacia él con calma. En la mano empuñaba un largo cuchillo de desollar, en cuya hoja de plata había grabada una serie de elegantes runas.


Cuando finalmente dejó de forcejear, pudo trabajar con mayor rapidez, a pesar de lo cual fue una noche larga y sangrienta. Le mató en cuanto hubo terminado, antes de que llegara el alba y la transformación le devolviese una voz humana con la que poner palabras a su dolor. Entonces Gray Alys colgó la piel y sacó del carro las herramientas para cavar una tumba profunda en la tierra compacta y fría. Amontonó piedras y restos de escombros sobre la tumba, para protegerla de las cosas que vagabundeaban por las tierras perdidas, los no muertos, los cuervos carroñeros y las demás criaturas que no hacen ascos a la carne muerta. Tardó buena parte del día en enterrarlo, porque el terreno era muy duro, y también porque mientras trabajaba sabía que era un esfuerzo inútil.

Y cuando finalmente hubo concluido la labor, y el anochecer se cernía de nuevo sobre el horizonte, volvió al interior del carro, de cuyo interior salió cubierta con la imponente capa del millar de plumas plateadas cuyas puntas tenían pintadas de negro. Entonces se transformó, y alzó el vuelo, y voló incansable, con alma, casada con la oscuridad pero bañada por luces extrañas. Voló durante toda la noche bajo una luna llena y burlona, y justo antes del alba lanzó un único grito, agudo, lleno de desesperación y angustia, que reverberó al toparse con el viento y que cambió su sonido para siempre.


Quizá Jerais temía lo que ella pudiera darle, porque no acudió en solitario a visitar a Gray Alys. Se hizo acompañar por otros dos caballeros; uno era enorme y vestía de blanco, y lucía en el escudo un blasón compuesto por un cráneo esculpido en hielo, y el otro llevaba sobrevesta roja, y su blasón correspondía a un hombre que arde. Ambos se quedaron de pie nada más entrar, junto a la puerta, cubiertos con sus yelmos, silenciosos, mientras Jerais se acercaba cauteloso hacia Gray Alys.

—¿Y bien? —preguntó con tono de exigencia.

Ella tenía sobre el regazo una piel de lobo, la piel de un ejemplar imponente, toda ella blanca como blanca es la nieve que cubre las montañas. Gray Alys se levantó para ofrecer la piel a Azul Jerais, depositándola sobre el brazo que él le tendió.

—Decid a lady Melange que se haga un corte y deje que su propia sangre gotee sobre la piel. Que lo haga cuando asome la luna, la luna llena, y entonces el poder será suyo. Después tan solo tendrá que cubrirse con la capa y desear transformarse a continuación. De día o de noche, con o sin luna llena, no importa.

Jerais contempló la pesada piel blanca y esbozó una sonrisa dura.

—Conque una piel de lobo, ¿eh? No me esperaba algo así. Pensé que tal vez sería una poción, un hechizo.

—No —dijo Gray Alys—. Es la piel de un hombre lobo.

—¿Un hombre lobo? —Jerais frunció los labios de manera extraña, y a sus ojos de zafiro oscuro asomó un destello fugaz—. Bueno, Gray Alys, has hecho lo que lady Melange te pidió, pero ante mí has fracasado. No pagué para que tuvieras éxito, así que devuélveme la joya.

—No —dijo Gray Alys—. Me la he ganado, Jerais.

—No tengo lo que te pedí.

—Tienes lo que querías, y eso es lo que te prometí. —Sus ojos grises le sostuvieron sin miedo la mirada—. Creíste que mi fracaso te ayudaría a obtener lo que querías realmente, y que mi éxito te condenaría. Te equivocaste.

Jerais parecía divertido.

—¿Y qué es lo que deseo de verdad?

—A lady Melange —respondió Gray Alys—. Has sido uno de sus muchos amantes, pero querías más. Lo querías todo. Sabías que no eras el primero en su afecto. Yo he cambiado eso. Vuelve ahora a su lado, y llévale aquello por lo que ella ha pagado.


Ese día se produjo un amargo duelo en la torre del homenaje de la montaña cuando Azul Jerais se arrodilló ante lady Melange para ofrecerle la blanca piel de lobo. Pero cuando los gritos, los gimoteos y los lamentos cesaron, ella aceptó la blanca capa, derramó su sangre sobre ella y aprendió a transformarse. No es la unión que ella había deseado, pero es una unión. Así que cada noche sale a vagabundear por las almenas y la ladera de la montaña, y los habitantes de la población dicen que sus aullidos están llenos de pena.

Y Azul Jerais, quien la desposó un mes después de que Gray Alys regresase de las tierras perdidas, se sienta de día junto a su loca esposa en el gran salón, y cierra sus puertas de noche por miedo a los ardientes ojos rojos de su mujer, y ya no sale de caza, ni se ríe, ni siente pasión o lujuria alguna.


Puedes comprar cualquier cosa que desees a Gray Alys.

Pero es mejor no hacerlo.

FIN

Retratos de sus hijos de George R. R. Martin

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George R. R. Martin

George R. R. Martin - En las tierras perdidas
  • Autor: George R. R. Martin
  • Título: En las tierras perdidas
  • Título Original: In the Lost Lands
  • Publicado en: Amazons II (1982)
  • Traducción: Miguel Antón – Patricia Nunes Martínez – Simón Saitó Navarro

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