M. R. James: Corazones perdidos

Corazones perdidos («Lost Hearts») es un relato gótico escrito por Montague Rhodes James (M. R. James), publicado en The Pall Mall Magazine en 1895. La historia sigue a Stephen Elliot, un niño huérfano que llega a Aswarby Hall, la mansión de su enigmático primo lejano, el señor Abney. Este solitario erudito, fascinado por las antiguas religiones y prácticas esotéricas, invita al muchacho a vivir en su austera residencia en Lincolnshire. A medida que Stephen se adapta a su nuevo hogar, se siente cada vez más intrigado por el ambiente misterioso de la casa y las extrañas esculturas y libros que la adornan. A través de conversaciones con la amable ama de llaves, Mrs. Bunch, descubre inquietantes historias sobre la mansión y comienza a sospechar que las verdaderas intenciones de su primo podrían ser más oscuras de lo que aparentan.

M. R. James - Corazones perdidos

Corazones perdidos

M. R. James
(Cuento completo)

SI no estoy mal informado, corría el mes de septiembre del año 1811 cuando la silla de postas se detuvo ante la casa de Aswarby Hall, en pleno corazón de Lincolnshire. Un chiquillo, único pasajero del vehículo, saltó inmediatamente al suelo y avanzó hacia la puerta de la casa. Hizo sonar la campanilla, y mientras esperaba que acudieran a abrirle miró ante sí con la más intensa curiosidad. Vio una casa alta, cuadrada, de ladrillo rojo, edificada durante el reinado de Ana; al inmueble le habían añadido un porche con columnas de piedra en el más puro estilo clásico de 1790; abundaban las ventanas, altas y estrechas, de pequeños paneles y recio maderamen. Una cornisa, en cuyo centro se abría una ventana redonda, coronaba la fachada. A derecha e izquierda veíanse unas curiosas galerías encristaladas, sostenidas por columnas y rematadas por una cúpula ornamental, con una veleta dorada.

En el interior del edificio las luces estaban encendidas, haciendo brillar como faroles los numerosos paneles de las ventanas. Detrás de la casa se extendía un amplio parque: junto a los achaparrados robles, los abetos erguían al cielo sus gráciles siluetas. El reloj de la torre de la iglesia escondida entre los árboles en un extremo del parque, asomando solamente el gallo de su veleta, estaba dando las seis, y el sonido de las campanadas, en aquel atardecer de principios de otoño, produjo una impresión agradable, aunque mezclada con una especie de melancolía, en el chiquillo que se hallaba de pie en el porche, esperando que le abrieran la puerta. La silla de postas le había traído a este lugar desde Warwickshire, donde, seis meses antes, había quedado huérfano. Ahora, en respuesta al generoso ofrecimiento de su primo lejano, Mr. Abney, había venido a vivir a Aswarby. El ofrecimiento resultó inesperado, ya que todos los que conocían a Mr. Abney sabían que llevaba una vida de austera reclusión y que la presencia de un chiquillo en su casa significaría un elemento nuevo y, al parecer, incongruente. Lo cierto es que se sabía muy poco acerca de las ocupaciones y del carácter de Mr. Abney. El profesor de griego de la Universidad de Cambridge había declarado en más de una ocasión que el dueño de Aswarby sabía más que nadie acerca de las creencias religiosas de los últimos paganos. Desde luego, su biblioteca contenía todos los libros que podían obtenerse entonces acerca de los Misterios, los poemas órficos, el culto a Mithras y el neoplatonismo. En el vestíbulo de losas de mármol veíase un delicado grupo escultórico de Mithras sacrificando un toro, importado de Levante por el dueño de la casa y a un precio elevadísimo. Mr. Abney había publicado una descripción de aquel grupo en el Gentleman’s Magazine, y había escrito una serie de artículos en el Critical Museum sobre las supersticiones de los romanos del Bajo Imperio. Mr. Abney estaba considerado, en resumen, como un hombre embebido en sus libros, y a sus vecinos les extrañó más el hecho de que hubiese oído hablar de su primo huérfano, Stephen Elliot, que el de haberle aceptado como huésped de Aswarby Hall.

Cualquiera que pudiese ser la opinión de sus vecinos, lo cierto es que Mr. Abney —el alto, delgado y austero Mr. Abney— pareció inclinado a ofrecer a su joven primo una cariñosa acogida. En el momento en que se abrió la puerta principal de la casa, Mr. Abney salió de su estudio frotándose las manos con expresión satisfecha.

—¿Cómo estás, muchacho? —inquirió—. ¿Qué edad tienes? Bueno, supongo que no estarás demasiado fatigado por el viaje y que te apetecerá cenar.

—Muchas gracias, señor —respondió Master Elliot—. Me encuentro perfectamente.

—Me alegro, me alegro —dijo Mr. Abney—. Dime, ¿qué edad tienes, muchacho?

Parecía un poco rara aquella pregunta acerca de la edad repetida por dos veces en los dos primeros minutos de sus relaciones.

—Voy a cumplir doce años, señor —respondió Stephen.

—Y, ¿cuándo celebras tu cumpleaños, mi querido muchacho? El once de septiembre, ¿no es cierto? Bien, muy bien… Me gusta… sí, me gusta llevar anotadas esas cosas en mi libro. ¿Seguro que cumplirás doce años?

—Sí, señor. Completamente seguro.

—Bien, bien… Parkes, lleva al muchacho a la habitación de Mrs. Bunch y llévale el té… la cena… o lo que sea.

—Sí, señor —respondió el serio Mr. Parkes; y acompañó a Stephen a las regiones inferiores de la casa.

Mrs. Bunch era la persona más amable y cariñosa que Stephen debía encontrar en Aswarby. Le acogió como una madre; al cabo de un cuarto de hora se habían convertido en grandes amigos: y continuaron siéndolo a través de los años. Mrs. Bunch había nacido en la vecindad unos cincuenta y cinco años antes de la llegada de Stephen, y llevaba veinte años residiendo en Aswarby Hall. Por lo tanto, si alguien conocía a fondo la casa y el distrito, ese alguien era mistress Bunch; y no le disgustaba comunicar a los demás las informaciones que poseía.

Stephen era un chiquillo de temperamento aventurero y fisgón, y estaba realmente ansioso porque alguien le explicara una gran cantidad de cosas acerca del Hall y de los jardines del Hall. «¿Quién edificó el templo al final del paseo de los laureles?» «¿Quién era el anciano cuyo retrato estaba colgado en el hueco de la escalera, sentado ante una mesa, con una calavera debajo de su mano?» Esas y otras muchas preguntas similares recibieron una respuesta satisfactoria de Mrs. Bunch. Hubo otras, sin embargo, que recibieron respuestas mucho menos convincentes.

Una tarde de noviembre, Stephen estaba sentado ante el fuego en la habitación del ama de llaves reflexionando sobre lo que le rodeaba.

—Mrs. Bunch, ¿cree usted que Mr. Abney es un hombre bueno y que irá al cielo? —preguntó repentinamente, con la confianza que los chiquillos depositan en la capacidad de los mayores para resolver problemas cuya decisión final está reservada a otros tribunales.

—¡Válgame Dios! —exclamó Mrs. Bunch—. ¡Qué cosas se te ocurren! El señor es el alma más buena que he conocido nunca. ¿Le he hablado alguna vez del chiquillo que recogió en la calle, por así decirlo, hace siete años? ¿Y de la chiquilla, dos años después de que yo entrara en esta casa?

—No. Cuéntemelo todo. Mrs. Bunch… ¡Ahora mismo!

—Bien —dijo Mrs. Bunch—. De la chiquilla no me acuerdo mucho. Sé que el señor la trajo a casa un día, al regreso de uno de sus paseos, y que le encargó a Mrs. Ellis, que en aquella época era el ama de llaves, que cuidara de ella. La pobrecilla no tenía a nadie en el mundo y vivió aquí con nosotros cosa de tres semanas. Recuerdo que dijeron que era de raza gitana, pero lo cierto es que una mañana se levantó antes de que ninguno de nosotros se hubiese despertado y desapareció sin dejar rastro. El señor tuvo un gran disgusto, pero yo creo que la chiquilla se marchó con los gitanos, ya que la noche de su desaparición había una tribu acampada cerca de la casa, y Parkes dijo que les había visto merodear por el parque la tarde anterior. ¡Pobrecilla! Era una niña muy silenciosa y obediente, y me sorprendió mucho que se marchara con los gitanos.

—¿Y qué ocurrió con el niño? —preguntó Stephen.

—¡Ah! ¡Pobrecito! —suspiró Mrs. Bunch—. Era extranjero —italiano, según decía él mismo—, y pedía limosna tocando una pequeña gaita. Se presentó aquí un día de invierno, y el señor se compadeció de él y le preguntó de dónde venía, y dónde estaban sus padres, y a dónde se dirigía. El chiquillo estaba helado de frío, y el señor lo hizo entrar en la casa y decidió que se quedara a vivir con nosotros. Pero una mañana desapareció tan misteriosamente como la chiquilla. Nunca supimos por qué se había marchado, dejando abandonada su gaita, la cual continúa en aquel estante.

Stephen pasó el resto de aquella tarde interrogando a Mrs. Bunch acerca de los temas más diversos y tratando de arrancar algún sonido de la pequeña gaita.

Por la noche tuvo un sueño muy raro. Al final del pasillo del piso superior de la casa, en el cual estaba situado su dormitorio, había un viejo cuarto de baño que no se utilizaba nunca. Siempre estaba cerrado con llave, pero la mitad superior de la puerta era de cristal y la cortinilla de muselina que debía cubrirla había desaparecido hacía mucho tiempo, de modo que a través de aquella mirilla podía verse la bañera forrada de plomo adosada a la pared, a mano izquierda, con la cabecera hacia la ventana.

La noche a que me refiero. Stephen Elliot se encontró a sí mismo mirando a través del cristal de la puerta del cuarto de baño. La claridad de la luna penetraba por la ventana, y Stephen pudo ver a un ser humano tendido en la bañera.

Su descripción de lo que vio me recuerda lo que yo mismo contemplé en cierta ocasión en las famosas criptas de la iglesia de San Miguel, en Dublín, las cuales poseen la espantosa propiedad de conservar incorruptos los cadáveres durante siglos. Un ser humano indeciblemente delgado y patético, de color plomizo, envuelto en una especie de mortaja, con los delgados labios torcidos en una leve y terrible sonrisa y las manos cruzadas sobre el pecho, a la altura del corazón.

Mientras Stephen miraba a aquel ser, un lejano y casi inaudible gemido pareció surgir de sus labios, y los brazos empezaron a moverse. El espectáculo aterrorizó a Stephen, obligándole a retroceder unos pasos… para despertar inmediatamente y encontrarse de pie en el frío pasillo, iluminado por la luz de la luna. Con una valentía inesperada en un chiquillo de su edad, se dirigió hacia la puerta del cuarto de baño para comprobar si la imagen de su sueño estaba realmente allí. No había nada, y Stephen volvió a meterse en la cama.

A la mañana siguiente, Mrs. Bunch quedó muy impresionada por el relato de Stephen, y se apresuró a colocar otra cortinilla de muselina sobre la mirilla encristalada de la puerta del cuarto de baño. Mr. Abney, en cambio, se mostró sumamente interesado por aquella experiencia, que Stephen le confió a la hora del desayuno, y la anotó en lo que él llamaba «su libro».

El equinoccio de primavera se estaba acercando, como Mr. Abney le recordaba con frecuencia a su primo, añadiendo que se trataba de una época que los antiguos habían considerado siempre como muy crítica para los jóvenes: no estaría de más que cerrara cuidadosamente la ventana de su dormitorio al acostarse. Censorinus había hecho algunas notables observaciones acerca de aquel tema. Dos incidentes que ocurrieron en aquella época causaron una fuerte impresión en Stephen.

El primero tuvo lugar después de una noche especialmente opresiva… aunque Stephen no podía recordar ningún sueño particularmente significativo.

Al día siguiente, Mrs. Bunch estaba ocupada en remendar el camisón de dormir de Stephen.

—¡Vamos, señorito Stephen! —exclamó de repente, en tono casi irritado—. No puede decirse que duerma usted como un angelito… ¿Cómo se las ha arreglado para destrozar su camisón de este modo? ¡Vaya manera de dar trabajo a las pobres criadas!

El camisón mostraba varios desgarros, todos en la parte izquierda del pecho y de unas seis pulgadas de longitud. Parecían arañazos, algunos de los cuales no habían llegado a desgarrar el tejido. Stephen ignoraba cómo había podido ocurrir aquello: de lo único que estaba seguro era de que la noche anterior el camisón estaba impecable.

—Le juro que no sé cómo ha podido ocurrir, Mrs. Bunch —dijo—. Pero estos arañazos son iguales que los que he visto en la parte exterior de la puerta de mi dormitorio: y esos ¡sí que estoy seguro de no haberlos hecho yo!

Mrs. Bunch se le quedó mirando con expresión intrigada; luego encendió una vela y salió de la habitación. No tardó en regresar.

—Bueno —dijo—, señorito Stephen, confieso que no comprendo quién ha podido arañar la puerta de ese modo… los arañazos están demasiado altos para que puedan ser obra de un gato o de un perro, y mucho menos de una rata… No lo entiendo, pero si fuera de uste no le diría nada al señor y procuraría cerrar con llave la puerta del dormitorio antes de acostarme…

—Siempre la cierro, Mrs. Bunch, en cuanto termino de rezar mis oraciones.

—Eso está muy bien, señorito: rece siempre sus oraciones y no podrá sucederle nada malo.

Después de aquello, Mrs. Bunch se dedicó de nuevo a repasar los destrozos del camisón, con intervalos de meditación, hasta la hora de acostarse.

Esto ocurrió la noche de un viernes del mes de marzo de 1812.

A la noche siguiente, el habitual dúo de Stephen y mistress Bunch se vio aumentado por la repentina llegada de Mr. Parkes, el mayordomo, el cual tenía un carácter más bien retraído y no solía alternar con los otros sirvientes. Empezó a hablar, sin darse cuenta de la presencia de Stephen.

—Sí el señor quiere vino por la noche, tendrá que bajar a buscárselo él mismo —fue su primera observación—. No pienso bajar a la bodega más que de día, Mrs. Bunch. No sé qué puede ser: parecen ratas, o el gemido del viento; pero no soy ya tan joven como era, ni puedo hacer lo que hacía en otras épocas.

—Vamos, Mr. Parkes, sabe usted de sobra que en esta casa no hay ratas…

—Hasta ahora también yo lo había creído así; y me había reído de las leyendas de los marineros acerca de las ratas que hablan. Pero, después de haber bajado esta noche a la bodega, he cambiado radicalmente de opinión: ¡las he oído hablar!

—¡No me diga, Mr. Parkes! ¿Quiere hacerme creer que ha oído hablar a las ratas en la bodega?

—Mire, Mrs. Bunch, no deseo discutir con usted. Si no cree mis palabras, baje a la bodega, aplique el oído a la puerta y se convencerá en seguida.

—No dice usted más que tonterías, sin tener en cuenta que le está oyendo un chiquillo. Conseguirá usted asustar al señorito Stephen…

—¡Cómo! ¿El señorito Stephen? —inquirió Parkes, dándose cuenta repentinamente de la presencia del chiquillo—. El señorito Stephen sabe perfectamente que estoy gastándole una broma, Mrs. Bunch.

En realidad, el señorito Stephen estaba convencido de que Mr. Parkes había hablado completamente en serio. Estaba interesado, aunque no de un modo agradable, en la situación; pero todas sus preguntas, encaminadas a obtener más detalles de las experiencias del mayordomo en la bodega, se estrellaron contra la impasibilidad de Mr. Parkes.

* * *

Hemos llegado ahora al 24 de marzo de 1812. Fue un día de curiosas experiencias para Stephen: un día de mucho viento, que azotaba la casa y los árboles del parque. Mientras miraba al exterior, al resguardo de una ventana, Stephen experimentaba la extraña sensación de que una interminable procesión de seres invisibles era arrastrada por el viento y gemía desesperadamente tratando de agarrarse a algo que pudiera detener su vuelo y ponerle nuevamente en contacto con el mundo viviente del cual habían formado parte aquellos seres. Aquel día, después del almuerzo, Mr. Abney dijo:

—Stephen, hijo mío, ¿crees que podrás arreglártelas para acudir a mi estudio esta noche, a eso de las once? Estaré muy ocupado hasta esa hora, y deseo enseñarte algo relacionado con tu vida futura, algo muy importante y que debes conocer. No menciones este asunto a Mrs. Bunch ni a ninguna otra persona; y será mejor que subas a acostarte a la hora de costumbre.

La cosa resultaba muy excitante, y Stephen se agarró ávidamente a la oportunidad de permanecer levantado hasta las once de la noche. A la hora de acostarse, cuando subía a su dormitorio, miró a través de la puerta de la biblioteca y vio un brasero, el cual solía estar en uno de los rincones de la estancia, colocado delante de la chimenea; sobre la mesa veíanse una antigua copa de plata llena de vino tinto y algunas cuartillas escritas. En el momento en que pasaba Stephen, Mr. Abney estaba echando en el brasero unos granos de incienso que sacaba de una redonda cajita de plata, pero no pareció darse cuenta de la curiosidad del chiquillo.

El viento había amainado y la noche era tranquila. En el cielo brillaba la luna llena. A eso de las diez, Stephen se hallaba de pie ante la abierta ventana de su dormitorio, contemplando el paisaje exterior. Por tranquila que fuese la noche, los misteriosos pobladores del mundo de las sombras no se habían retirado aún a descansar. De vez en cuando resonaban unos extraños gemidos como de almas en pena vagando desesperadamente en la oscuridad. Podían ser los gritos de los mochuelos o de las lechuzas, aunque tenían un sonido distinto. Y cada vez parecían acercarse más… De repente, dejaron de oírse; pero en el preciso instante en que Stephen se disponía a cerrar la ventana y reanudar su lectura de Robinson Crusoe, su mirada cayó sobre dos sombras que permanecían en pie en la enarenada terraza que corría a lo largo de la parte de la casa que daba al parque. Con un sobresalto, Stephen reconoció en aquellas sombras las figuras de un muchacho y de una niña; estaban uno junto al otro, con la mirada alzada hacia las ventanas. Algo en la forma de la muchacha recordó inmediatamente a Stephen la figura que había visto en sueños, tendida en una bañera. El muchacho le inspiró un terror más intenso.

Mientras la niña permanecía inmóvil, medio sonriente, con las manos cruzadas sobre su corazón, el muchacho, una forma delgada, de pelo negro y ropas andrajosas, alzaba sus brazos al aire con aspecto amenazador. La luna brillaba sobre sus casi transparentes manos, y Stephen vio que las uñas eran espantosamente largas y afiladas. El espectáculo que ofrecía, en pie y con los brazos levantados, era terrorífico. En el lado izquierdo de su pecho veíase un negro boquete. En aquel momento, el cerebro de Stephen captó, sin que lo captaran sus oídos, uno de aquellos desolados gemidos que habían cruzado el aire durante toda la noche. Unos instantes después, la espantosa pareja había desaparecido.

Indeciblemente asustado, Stephen decidió, a pesar de todo, coger su palmatoria y bajar al estudio de Mr. Abney, ya que la hora de la cita estaba próxima. El estudio o biblioteca se abría al vestíbulo de la casa por uno de sus lados y Stephen, apremiado por su terror, no tardó en encontrarse ante la puerta. Pero sus repetidas llamadas no obtuvieron respuesta. La puerta no estaba cerrada con llave, ya que ésta se hallaba colocada en la cerradura por la parte exterior, como de costumbre. Pero Mr. Abney estaba ocupado: estaba hablando. De repente, Stephen le oyó proferir un grito, grito que quedó estrangulado en su garganta. ¿Qué había ocurrido? ¿Acaso había visto también a los misteriosos chiquillos? Pero ahora todo estaba tranquilo y la puerta cedió a la frenética y aterrorizada presión de la mano de Stephen.

* * *

Sobre la mesa del estudio de Mr. Abney se encontraron algunas cuartillas, las cuales explicaron la situación a Stephen Elliot cuando tuvo edad para comprenderlas. Los párrafos más importantes eran los siguientes:

«Entre los antiguos —de cuya sabiduría en tales materias estoy convencido hasta el punto de prestar entero crédito a sus afirmaciones— existía la creencia de que, utilizando determinados procedimientos que a los hombres modernos nos parecen bárbaros, podía alcanzarse una notable mejora de las facultades espirituales del ser humano; que, por ejemplo, absorbiendo las personalidades de un determinado número de individuos, un ser humano podía alcanzar una completa ascendencia sobre las fuerzas elementales que dominan nuestro universo.

»Tenemos el caso de Simon Magnus, capaz de volar, de hacerse invisible o de asumir cualquier forma deseada por él, por mediación del alma de un chiquillo al cual, para utilizar la calumniosa frase empleada por el autor de las Clementine Recognitions, había asesinado. Sin embargo, en los escritos de Hermes Trismegistus se dice que pueden obtenerse los mismos resultados absorbiendo los corazones de tres seres humanos que no hayan cumplido los veintiún años. Para comprobar la veracidad de la receta de Trismegistus, he dedicado la mayor parte de los últimos veinte años a seleccionar como corpora vilia de mis experimentos a personas cuya desaparición no pudiese producir un grave quebranto a la sociedad. La primera etapa la cubrí haciendo desaparecer a una tal Phoebe Stanley, una muchacha de procedencia gitana, el día 24 de marzo de 1792. La segunda, consistió en la desaparición de un chiquillo italiano, llamado Giovanni Paoli, la noche del 23 de marzo de 1805. La última “víctima” —para emplear un término que me resulta sumamente desagradable— debe ser mi primo, Stephen Elliot. La fecha elegida es la del 24 de marzo de 1812.

»El mejor sistema para efectuar la necesaria absorción consiste en extraer el corazón del sujeto vivo, reducirlo a cenizas y mezclarlas con un cuartillo de vino tinto, con preferencia de oporto. Los restos de los dos primeros sujetos, al menos, deberán esconderse perfectamente: un cuarto de baño que haya dejado de utilizarse o una bodega servirán para el propósito. Es posible que se presenten algunas dificultades causadas por la porción física de los sujetos, a los cuales el lenguaje popular ha dado el nombre de fantasmas. Pero el hombre de temperamento filosófico —el único que puede permitirse tal experimento— no concederá la menor importancia a los débiles esfuerzos de esos seres para vengarse de él. Me siento satisfechísimo al meditar en la dilatada y emancipada existencia que me aguarda si el experimento tiene éxito; no sólo me hallaré fuera del alcance de la llamada “justicia humana”, sino que veré eliminadas en gran parte las perspectivas de la propia muerte».

* * *

Mr. Abney fue encontrado en su silla, con la cabeza caída hacia atrás, su rostro crispado con una expresión de rabia, miedo e insoportable dolor. En su costado izquierdo se abría una horrible herida que dejaba al corazón al descubierto. No había sangre en sus manos, y el largo cuchillo que se veía sobre la mesa estaba completamente limpio. Las heridas parecían haberle sido infligidas por un gato montés. La ventana del estudio estaba abierta, y el coroner opinó que Mr. Abney había encontrado la muerte a causa del ataque de un animal salvaje. Pero Stephen Elliot, tras haber leído las cuartillas que acabo de reproducir, llegó a una conclusión muy distinta.

FIN

M. R. James - Corazones perdidos
  • Autor: Montague Rhodes James
  • Título: Corazones perdidos
  • Título Original: Lost Hearts
  • Publicado en: The Pall Mall Magazine, diciembre de 1895
  • Traducción: Alfredo Herrera – José María Aroca

No te pierdas nada, únete a nuestros canales de difusión y recibe las novedades de Lecturia directamente en tu teléfono:

Guy de Maupassant: La máscara