«Nochebuena en Santiago» es un cuento de Manuel Rojas, publicado por primera vez en 2019 dentro de una edición de sus Cuentos completos. La historia sigue a Augusto, un guatemalteco que, tras desempeñarse como secretario en la embajada de su país en Bolivia, termina estableciéndose en Chile. Durante la noche de Navidad, mientras deambula por las calles de Santiago, Augusto se ve envuelto en una experiencia absurda y surrealista que lo lleva a cuestionar las ideas de fraternidad y solidaridad que suelen asociarse con el espíritu navideño.
Nochebuena en Santiago
Manuel Rojas
(Cuento completo)
Mi nombre es Augusto, aunque mis parientes y amigos me llamen Tito, diminutivo que no sé si se debe al cariño que me tienen o a la apreciación de mi corta estatura (digo corta y no baja porque lo considero más exacto; el segundo adjetivo se presta a malentendidos). No soy chileno sino guatemalteco. Vine a dar aquí poco después de abandonar Bolivia, país en el que servía, casi a pesar mío, un cargo de secretario de la embajada de Guatemala. Digo «casi a pesar mío» porque no creo en las embajadas ni en los secretarios y si acepté el puesto fue porque el presidente era mi amigo y prometía trabajar realmente por el bienestar del pueblo. Pero el hombre, imprudente, se puso a hablar de reforma agraria y de nacionalización y los accionistas de las compañías fruteras y de otra índole, accionistas que no viven en Guatemala sino en otra parte, fruncieron el ceño, aunque mejor sería decir que rechinaron los dientes. Intervino un embajador, se puso de acuerdo con algunos militares —digo algunos porque supongo que unos pocos bastan— y el resultado fue el que es de suponer: en Lima, Perú, mirando hacia el oeste, me dije: «México o Chile»; ganó Chile y aquí estoy.
Aquí estoy, con el cuerpo un poco malo, como dicen los chilenos. Es un estado que se presenta al amanecer o al despertar. La expresión es precisa y casi me gusta más que «cruda», como dicen los mexicanos, o «marea», como le llaman otros: dolor de cabeza, boca seca, columna vertebral encogida, disminución del entusiasmo por vivir, tendencia a la inmovilidad y a la horizontalidad, disgusto por los ruidos y las voces, tales son sus síntomas más comunes. Se combate con las mismas armas que lo producen, acto que se llama «componer el cuerpo», similia similibus curantur, o con la más absoluta quietud, agua, tiempo y aspirinas. Debería decir que se produce en gran cantidad en los días 2 de enero, 19 y 20 de septiembre, 25 de diciembre, además de los días que siguen a algunas fiestas, movibles o no: San Luis, San Manuel, San Francisco, fuera de una docena o más de otros santos menos famosos, y no sería exagerado decir que todos los días, a lo largo de este país, amanecen con el cuerpo malo centenares de individuos que el día anterior se festejaron a sí mismos, festejaron a otros o sencillamente se emborracharon porque no pudieron o no supieron hacer otra cosa. Cosa que, según creo, ocurre en todo el mundo por lo cual no hay que alarmarse porque ocurra en Chile.
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Cuentos completos
Manuel Rojas
Hoy, precisamente, es 25 de diciembre, día de calor y cuerpo malo. Tener el cuerpo malo en un día de frío, en julio o agosto, es desagradable, pero tenerlo en un día de calor es mucho peor. Se habla mucho de la Nochebuena, pero no se dice que la tal noche no es eterna, que llega un momento en que se termina la noche y la fiesta y en que el nuevo día surge con su horrible luz. Lo peor es que anoche estuve preso en una comisaría. Preso por curado y por ladrón de zapatos.
Mis antecedentes son honorables, por más que haya sido secretario de embajada. Ya he dicho cuáles fueron las razones que me indujeron a aceptar ese puesto. En este caso, sin embargo, en la acusación de robo, hay algo que me mortificó mucho, que me mortifica todavía: fui acusado de robar «un» zapato, no un par sino uno, usado además, y por más que haya secretarios de embajada que han sido acusados de contrabandear oro o divisas extranjeras, de robarse el whisky o de espiar, ninguno, que yo sepa, ha sido acusado de robarse «un» zapato usado.
Cuando emboqué la calle San Francisco vi al borracho y, no sé por qué, me enternecí, aunque parte de esa ternura se debiera al ponche en leche, al vino y a otras bebidas ingeridas durante la noche: estaba más borracho que yo y se encontraba entre dos policías, resistiéndose a que lo llevaran detenido, no resistiéndose violentamente sino con cierta silenciosa y mesurada dureza. Me detuve.
—¿Y por qué… me van a llevar preso? —dijo—. ¿Que no estamos en día de Pascua?
El tono de su voz resuelto era un poco infantil.
—¡Ya, camina! —dijo el carabinero, dándole un tirón.
Me acerqué.
—¿Por qué lo llevan? —pregunté.
Uno de los carabineros me contestó.
—Está curado y metió un alboroto regrande…
—Pero —le dije— hoy es día de Pascua, día de los villancicos, del amor entre los seres humanos, el día en que se celebra el nacimiento del más grande símbolo de fraternidad creado por los hombres de hace dos mil años. Hay que amar y perdonar.
El carabinero me miró como si le hubiera dicho que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos, una mirada que me abarcó por entero —cosa que no le costaría mucho—, examinó mi cara y mis ojos y, sobre todo, la boca, y me dijo:
—Es mejor que se vaya, caballero. Usted también está medio chamuscado.
El tirón siguiente echó al borracho contra el muro, el subsiguiente lo llevó hasta la orilla de la calzada, en donde estuvo a punto de irse de bruces; otro tirón lo equilibró. Tirón va y empujón viene, los dos policías y el ebrio iniciaron su marcha hacia la comisaría más cercana, y allá fui yo, perorando, transmitiendo, como se dice vulgarmente, acerca de la Navidad y de su significado. Había llegado el momento de la marea, el momento en que el alcohol ingerido sube con más fuerza hacia la cabeza, y en que el intoxicado, ya cansado, pierde un poco el control de sí mismo. Pasé trente a la calle en que vivo sin darme cuenta de ello. Arrebatado por mi prédica, sollocé un poco, y el borracho, a quien también sin duda le subió la marea, replicó a mis sollozos dando unos gritos tremendos y tirándose al suelo; lo arrastraron y entonces perdió un zapato, un zapato de color, que recogí con riesgo de clavarme en el suelo al agacharme. Las cuadras que siguieron después permanecen aún en la penumbra: zapato en mano, hablando y lanzando uno que otro pequeño grito, pues odio los gritos grandes, observando desde unos metros al zamarreado y a los zamarreadores, seguí por San Francisco.
Por fin, después de un tiempo y un espacio que me parecieron muy largos, percibí que entraba a una zona de fuerte luz: era la puerta de la comisaría. Allí, debajo de una brillantísima ampolleta el borracho me señalaba con una mano y gritaba:
—¡Ese pije me robó el zapato!
Había pasado la marea. Me acerqué, entregué el zapato y pretendí decir a los carabineros que yo…, pero los carabineros no eran los mismos que había visto al embocar San Francisco. Estos no me conocían, ¿En qué momento se habían cambiado? Lo ignoro. Lo que sé es que fui metido adentro de un tirón y que pasé la noche en un calabozo con el curado roncando a mi lado.
No quedaba mucho de la Nochebuena, pero, por corto que fuese el trozo que restaba, tuve tiempo para olvidar los villancicos, el amor entre los seres humanos y los símbolos de fraternidad.
FIN
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