Ray Bradbury: Fénix brillante

Ray Bradbury - Fénix brillante edit

«Fénix brillante» (Bright Phoenix) es un relato de Ray Bradbury, escrito en 1947 y publicado en 1963 en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Este cuento es considerado el germen de la novela más célebre de Bradbury, Fahrenheit 451. Ambientada en Green Town, la historia comienza cuando la tranquila rutina de la biblioteca se ve interrumpida por Jonathan Barnes, el Jefe Censor, quien llega con la misión de confiscar y destruir libros bajo el pretexto de proteger a la sociedad. Tom, el bibliotecario, acompañado de un grupo de lectores habituales, responde con una resistencia silenciosa pero firme, transformando la biblioteca en un símbolo de lucha intelectual frente al autoritarismo.

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Fénix brillante

Ray Bradbury
(Cuento completo)

Un día de abril del año 2022, la gran puerta de la biblioteca restalló secamente. Como un trueno.

Hey, pensé.

En el último peldaño de las cortas escaleras que ascendían hasta mi escritorio, enfundado en su uniforme de la Legión Unida que le caía tan mal como hacía veinte años, estaba Jonathan Barnes.

Viendo su altanera agresividad marcada en su pausa, pensé en los diez mil discursos a los Veteranos que habían surgido de aquella boca, en los innumerables desfiles en los que había participado, sudando y resoplando, en los banquetes de patriotas a base de pollo frío y guisantes seguramente cocinados por él mismo, en todos sus proyectos abortados.

Jonathan Barnes subió pesadamente los peldaños de la escalera, marcando en cada pisada todo el peso de su corpulencia y de su nueva autoridad. Los ecos, repercutiendo en la alta bóveda, le hicieron sin duda darse cuenta incluso a él mismo de lo burdo de sus modales ya que, cuando llegó junto a mi escritorio, su voz impregnada en alcohol fue apenas un susurro junto a mi rostro.

—He venido por los libros, Tom.

El placer de quemar de Ray Bradbury

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El placer de quemar. Historias de Fahrenheit 451

Ray Bradbury

Rebusqué en forma casual entre mis fichas índice.

—Cuando estén preparados ya le llamaré.

—Hey, un momento —dijo—. Espere…

—Supongo que se refiere a los libros para la Obra Social de los Veteranos, para distribuir entre los hospitales, ¿no?

—No, no —gritó—. He venido por todos los libros.

Le miré, sin decir nada.

—Bueno —dijo—, casi todos.

—Casi —parpadeé, sin dejar de rebuscar entre las fichas índice—. La norma son diez volúmenes máximo por persona y vez. Oh, aquí está. Además, su tarjeta de lector caducó cuando usted tenía treinta años…, hace ya treinta años de ello. ¿Lo ve? —le tendí la ficha índice.

Barnes apoyó ambas manos en el escritorio e inclinó hacia mí su enorme corpachón.

—Me doy cuenta que usted está intentando interferir —dijo. Su rostro se encendió, empezó a jadear—. ¡No necesito ninguna tarjeta de lector para efectuar mi trabajo!

Aunque seguía hablando en susurros, había alzado la voz lo suficiente como para que una miríada de blancas páginas suspendieran sus aleteos bajo la verdosa luz de las lámparas en las enormes estancias de paredes de piedra. Algunos libros se cerraron con un sordo y casi imperceptible ruido.

Algunos lectores alzaron sus apacibles rostros. Sus ojos serenados por la quietud y el recogimiento de aquel lugar, solicitaban silencio, como los del tigre cuando acude a beber a las quietas aguas. Viendo aquellos ojos vueltos hacia nosotros, aquellos tranquilos rostros, pensé en mis cuarenta años transcurridos viviendo, trabajando, incluso durmiendo allí, entre las silenciosas vidas arropadas en terciopelo de todos aquellos personajes imaginarios. Siempre la había considerado mi biblioteca, y la seguía considerando, como un oasis de frescor donde los hombres acudían, procedentes del ruido y la febril actividad del día, a bañar sus mentes y a refrescar sus cuerpos en la verdosa luz y en la suave brisa de las páginas al ser volteadas. Tras lo cual, ya más centrados, con las ideas más claras y los cuerpos más relajados, pueden de nuevo sumergirse en el ardiente horno de la realidad, la noche, el tráfico, la improbable vejez, la inevitable muerte. He visto a cientos de ellos penetrar en mi biblioteca con ojos alucinados. Los he visto salir relajados y tranquilos. He visto a gentes buscándose en vano a sí mismas y hallando aquí la serenidad. He visto a realistas sumergirse aquí en el sueño y a soñadores hallar finalmente la realidad, en este refugio de piedra y mármol donde cada libro está marcado por el silencio.

—Sí —dije finalmente—. No le llevará mucho tiempo el registrarse de nuevo. Rellene esta nueva ficha. Traiga dos referencias que sean solventes…

—No necesito referencias —dijo Jonathan Barnes—. ¡No para quemar libros!

—Al contrario —dije—. Para eso va a necesitar más.

—Mis hombres son mis referencias. Están esperando fuera por los libros. Son peligrosos.

—Los hombres así siempre lo son.

—No, no, me refiero a los libros, estúpido. Los libros son peligrosos. Buen Dios, no hay dos que piensen lo mismo. Siempre los mismos malditos dobles sentidos. Siempre la misma torre de Babel y la misma saliva malgastada. Nosotros estamos aquí para clarificar, para simplificar, para depurar. Necesitamos…

—Perdón —dije, tomando un ejemplar del Demóstenes bajo mi brazo—. Es la hora de mi comida. ¿Me acompaña?

Estaba ya a medio camino de la puerta cuando Barnes, con los ojos desorbitados, recordó de pronto el silbato de plata que colgaba de su cinturón; lo llevó a sus labios y lanzó un prolongado pitido.

Las puertas de la biblioteca se abrieron bruscamente. Una marea de hombres uniformados de negro penetraron ruidosamente escaleras arriba.

Les llamé suavemente la atención.

Se detuvieron, sorprendidos.

—Sin hacer ruido —les dije.

Barnes me sujetó del brazo.

—¿Se está oponiendo usted a nuestra actuación?

—No —dije—. Ni siquiera voy a pedirles la orden que les autoriza a esta invasión. Lo único que les pido es que guarden silencio mientras trabajan.

Los lectores se habían levantado de sus mesas ante el estruendoso resonar de las pisadas. Les hice señas para que volvieran a sentarse. Se enfrascaron de nuevo en sus lecturas, sin que ninguno volviera a levantar la vista hacia aquellos hombres impecablemente uniformados de negro que me miraban con una no fingida estupefacción. Barnes hizo un gesto con su cabeza. Los hombres avanzaron entonces cuidadosamente, a puntas de pies, hacia las distintas salas de la gran biblioteca. Con extremadas precauciones, procurando no hacer el menor ruido, abrieron las ventanas. Hablando en susurros, tomaron los libros de sus estanterías y los fueron arrojando al patio de abajo, en el más completo silencio. De tanto en tanto lanzaban miradas de reojo a los lectores que, tranquilamente, iban volteando las páginas de sus libros, pero ninguno se atrevió a tomar aquellos volúmenes, limitándose a vaciar las estanterías.

—Bien —dije.

—¿Bien? —dijo Barnes.

—Sus hombres pueden trabajar sin usted. Vamos fuera.

Y salí tan rápidamente que no tuvo más remedio que seguirme, ardiendo con preguntas no formuladas. Atravesamos el césped que rodeaba el edificio, donde había sido montado un horno portátil, una enorme parrilla negra de donde surgían rojizos chorros que se convertían en azuladas llamas, a las cuales los hombres precipitaban los silvestres pájaros y las aterciopeladas palomas que alzaban el vuelo en un frenético batir de alas antes de caer heridos de muerte, consumiéndose entre las terribles llamas. De todas las ventanas surgían aterrorizados pájaros, que caían al suelo y eran empapados en gasolina antes de ser arrojados a las destructivas y coloreadas llamas.

—Es extraño —murmuró Barnes, sorprendido—. Tendría que haber multitudes contemplando un espectáculo como éste. Pero…, no hay nadie. ¿Cómo se lo explica usted?

Lo dejé con la palabra en el aire. Tuvo que correr para alcanzarme.

En el pequeño café al otro lado de la calle, me senté a una mesa y Barnes, irritado, sin ninguna razón aparente, se puso a gritar apenas ocupamos nuestras sillas:

—¡Camarero! ¡Rápido, debo volver inmediatamente al trabajo!

Walter, el propietario, se acercó con el menú en la mano.

Walter me miró. Le guiñé un ojo.

Walter miró a Jonathan Barnes.

Walter dijo:

—Ven conmigo y sé mi amor, y probaremos de la felicidad el ardor.

—¿Qué? —Jonathan Barnes parpadeó.

—Llámeme Ismael —dijo Walter.

—Ismael —dije—, empezaremos con un café.

Walter volvió con el café.

—Tigre, tigre, brillante has de arder —dijo—, en la penumbra del bosque, al anochecer.

Barnes se quedó mirando al hombre, que se alejaba con un paso casual.

—¿Qué demonios le ocurre? ¿Está loco?

—No —dije—. Pero sigamos con lo que me decía en la biblioteca. Explíqueme.

—¿Explicar? —dijo Barnes—. Dios mío, todos quieren saber las razones. Está bien, se lo explicaré. Se trata de un experimento de importancia capital. Ésta es una ciudad que nos servirá de prueba. Si la quema de libros funciona aquí, funcionará en todas partes. No lo quemamos todo, no, no. Se habrá dado cuenta que mis hombres tan sólo desalojan ciertas categorías de libros. Eliminamos alrededor de un 49,2 por ciento. Luego informaremos del éxito al comité central del gobierno…

—Excelente —dije.

Barnes se me quedó mirando fijamente.

—¿Cómo puede estar usted tan alegre?

—El problema de cualquier biblioteca —dije— es dónde meter los libros. Usted me ayuda a resolverlo.

—Creí que usted evidenciaría… miedo.

—En toda mi vida he estado rodeado de gentuza.

—¿Perdón?

—Hay que dar un nombre a todas las cosas. Los que queman libros son gentuza.

—¡Maldita sea, soy el Jefe Censor de Green Town, Illinois!

Llegó un nuevo camarero, portando una humeante cafetera.

—Hola, Keats —dije.

—La estación de las brumas y el dulzor de la fruta madura —dijo el camarero.

—¿Keats? —dijo el Jefe Censor—. Su nombre no es Keats.

—Oh, qué tonto soy —dije—. Éste es un restaurante griego. ¿No es cierto, Platón?

El muchacho llenó mi taza.

—El pueblo dispone siempre de algún campeón que empuja hacia adelante y lo alimenta de grandezas… Ésta y no otra es la raíz de la cual surge el tirano; cuando aparece el primero, es un protector.

Barnes se inclinó hacia adelante para mirar mejor al camarero, que permaneció inmutable. Luego tomó su café y sopló.

—Como le decía, nuestro plan es tan simple como el que uno más uno son dos…

—Casi nunca he conocido a un matemático que fuera capaz de razonar —dijo el muchacho.

—¡Maldita sea! —Barnes dejó bruscamente su taza sobre la mesa—. ¡Paz! Lárgate de aquí antes que pierda la paciencia, Keats, Platón… Holdridge, éste es tu nombre. Ahora lo recuerdo: ¡Holdridge! ¿Qué es toda esa otra jerga?

—Sólo imaginación —dije—. Vanidad.

—Maldita sea la imaginación y al infierno con la vanidad, puede usted comer sólo si quiere, me largo inmediatamente de esta casa de locos. —Y Barnes se tragó el café de un sorbo, mientras el dueño y el camarero lo miraban y lo miraban mientras se lo bebía y al otro lado de la calle el fuego ardía orgullosamente en las entrañas de la monstruosa parrilla. Nuestras silenciosas miradas hicieron que Barnes se estremeciera, con la taza en una mano y una gota de café colgando de su mentón.

—¿Por qué? ¿Por qué no gritan ustedes? ¿Por qué no luchan contra mí?

—Yo estoy luchando —dije, tomando el libro que había traído bajo mi brazo. Lo abrí por la página que decía DEMÓSTENES, dejé que Barnes viera bien el nombre, la enrollé en forma de cigarro, la prendí, contemplé la creciente llama y murmuré—: Aunque el hombre pueda escapar a todos los demás peligros, jamás podrá escapar completamente a aquellos que no reconocen a una persona como él el derecho a existir.

Barnes saltó en pie, gritando, me arrancó el «cigarro» de la mano, lo pateó, y el Jefe Censor salió del lugar dando un portazo.

Lo único que podía hacer yo era seguirle.

En la puerta, Barnes tropezó con un hombre ya anciano que entraba en el café. El viejo estuvo a punto de caer. Lo sostuve del brazo.

—Profesor Einstein —dije.

—Señor Shakespeare —dijo.

Barnes huyó.

Lo encontré de nuevo en el césped ante la antigua y hermosa biblioteca, donde los hombres de negro, desprendiendo olor a gasolina a cada movimiento, seguían transportando brazadas de palomas abatidas, de moribundos faisanes, todo un otoño de oro y plata que caía de las altas ventanas. Y todo silenciosa y pausadamente. Y mientras esta tranquila y casi serena pantomima continuaba, Barnes permanecía inmóvil, gritando silenciosamente, ahogando los gritos que pugnaban por surgir de entre sus dientes apretados, su lengua, sus labios, sus mandíbulas, ahogándolos de modo que nadie los pudiera oír. Pero los gritos surgían igualmente de sus ojos muy abiertos, en relámpagos que estallaban en sus puños crispados y coloreaban su rostro, ahora blanco, ahora rojo, mientras me miraba fijamente, miraba al café, a su maldito propietario y al terrible camarero que, desde la puerta, le hacían gestos amistosos. El incinerador de Baal saciaba su enorme apetito, esparciendo chispas por todas partes, y Barnes contemplaba aquel ciego sol rojo que ardía y llameaba en su estómago.

—Hey, ustedes —dije con voz suave a los hombres de negro, que se detuvieron—. Recuerden las Ordenanzas Municipales. Se cierra a las nueve en punto. Por favor, procuren terminar antes de entonces. No me gustaría quebrantar la ley… Buenas noches, señor Lincoln.

—Ochenta —dijo un hombre, pasando a nuestro lado—, y siete años…

—¿Lincoln? —el Jefe Censor se volvió lentamente—. Ése es Bowman. Charlie Bowman. Le conozco, Charlie, venga acá un momento… Charlie… ¡Chuck!

Pero el hombre se había alejado, y los coches pasaban, y de tanto en tanto, mientras el fuego seguía ardiendo, algunos hombres me saludaban y yo les saludaba, y era «¡Hola, señor Poe!», o un gesto amistoso a algún extranjero cuyo nombre sonaba algo así como Freud, y nuestras voces eran alegres al saludarnos, y el señor Barnes se estremecía cada vez como si fuera atravesado por un dardo de fuego que continuara ardiendo en su interior y consumiera su vida. Y nadie se detenía a ver el espectáculo.

De pronto, por alguna oculta razón, el señor Barnes cerró los ojos, abrió mucho la boca, inspiró profundamente y gritó:

—¡Alto!

Los hombres, arriba, dejaron inmediatamente de arrojar libros por las ventanas.

—Pero —dije—, aún no es la hora de cerrar.

—¡Es la hora de cerrar! ¡Todo el mundo fuera! —Profundos pozos habían devorado las pupilas de los ojos de Jonathan Barnes. Hizo una seña, indicando que bajaran. Obedientemente, todas las ventanas descendieron como otras tantas guillotinas, y se oyó el ruido de las contraventanas al cerrarse.

Los hombres de negro, con la sorpresa reflejada en sus semblantes, descendieron y salieron fuera.

—Jefe Censor —metí en su mano la llave que no quería aceptar, le obligué a tomarla—, vuelva usted mañana, mantenga el silencio, termine con su trabajo.

Sus ahora insondables y vacíos ojos intentaron en vano mantener mi mirada.

—¿Cuánto…, cuánto tiempo hace que dura…?

—¿Esto?

—Esto…, y…, esto…, y ellos.

Intentó sin conseguirlo señalar el café, los coches que pasaban, los tranquilos lectores que salían ahora de la acogedora biblioteca, saludando con la cabeza cuando pasaban a nuestro lado en el frío aire del anochecer, amigos, todos ellos amigos míos. Sus ciegos y crispados ojos devoraron la oscuridad que era ahora mi rostro, su lengua paralizada murmuró trabajosamente:

—¿Creen ustedes, estúpidos, que van a engañarme a mí, a mí, a mí?

No contesté.

—¿Cómo pueden estar seguros —dijo— que yo no voy a quemar gente, como ahora quemo libros?

No contesté.

Lo dejé de pie, inmóvil, allá en medio de la noche.

En la biblioteca, comprobé los últimos volúmenes de los que se iban, mientras la noche llegaba finalmente y la gran máquina de Baal seguía vomitando la humareda de su mugriento fuego sobre el alto césped allá donde el Jefe Censor permanecía inmóvil como una estatua de cemento, sin ver siquiera como sus hombres se marchaban. Su puño se levantó bruscamente. Algo rápido y brillante fue a golpear contra el cristal de la puerta de entrada. Luego Barnes se volvió y se fue tras el incinerador que resonaba contra el pavimento, una panzuda urna funeraria que dejaba tras ella jirones de negros velos de duelo, humo, y olor a papel quemado.

Me senté y escuché.

En las salas de lectura más alejadas, sumidas en una débil penumbra, se oía aún un suave y otoñal voltear de hojas, el sonido de una brisa ligera, movimientos infinitesimales, el gesto de una mano, el destello de un anillo, el brillar de una pupila vivaz como la de una ardilla. Algún viajero nocturno se había demorado entre las estanterías medio vacías ahora. Con una tranquila serenidad, las aguas se deslizaban suavemente hacia un quieto y distante mar. Mi gente, mis amigos, uno por uno, salían del acogedor mármol, de la cálida luz verdosa, a una noche mejor de lo que nunca me hubiera atrevido a esperar.

A las nueve, salí para recoger la llave que Barnes había arrojado contra la puerta. Acompañé al último lector, un hombre viejo, hasta fuera, y mientras cerraba aspiró a pleno pulmón el frío aire, miró a la ciudad, a la hierba amarilleada por las chispas, y dijo:

—¿Crees que volverán?

—Dejemos que lo hagan. Estamos preparados para recibirlos, ¿no?

El viejo sujetó mi mano.

—Y el lobo cohabitará con el cordero, y el leopardo yacerá con el antílope, y el ternero y el joven león caminarán juntos.

Bajamos juntos los últimos peldaños.

—Buenas noches, Isaías —dije.

—Buenas noches, señor Sócrates —dijo.

Y cada cual tomó su camino en la oscuridad.

FIN

(1947)

El placer de quemar de Ray Bradbury

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El placer de quemar. Historias de Fahrenheit 451

Ray Bradbury

Ray Bradbury - Fénix brillante edit
  • Autor: Ray Bradbury
  • Título: Fénix brillante
  • Título Original: Bright Phoenix
  • Publicado en: The Magazine of Fantasy and Science Fiction, mayo de 1963
  • Traducción: Domingo Santos – Sebastián Castro

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