Ray Bradbury: El hombre del piso de arriba

Ray Bradbury - El hombre del piso de arriba

El hombre del piso de arriba (The Man Upstairs) es un inquietante cuento de Ray Bradbury, publicado en marzo de 1947 en Harper’s Magazine. La historia sigue a Douglas, un niño curioso que vive con su abuela, una mujer habilidosa en la cocina cuyos rituales culinarios lo fascinan. Un día, un extraño llamado señor Koberman llega a la pensión para alquilar la habitación del piso de arriba. Desde su llegada, la atmósfera de la casa se vuelve incómoda y misteriosa. Intrigado por el comportamiento del nuevo inquilino, Douglas empieza a sospechar que hay algo muy inusual en él, algo que desafía toda lógica.

Ray Bradbury - El hombre del piso de arriba

El hombre del piso de arriba

Ray Bradbury
(Cuento completo)

Recordaba con qué cuidado y pericia la abuela acariciaba las frías entrañas del pollo recién destripado y extraía las maravillas que contenían: los húmedos y relucientes bucles de intestino con su olor a carne, el bulto musculoso del corazón, la molleja con su colección de semillas. Con qué pulcritud y delicadeza abría la abuela el pollo e introducía su regordeta manita para despojarlo de sus medallas. Estas serían separadas, algunas en recipientes con agua, otras envueltas en papel para luego, quizás, arrojárselas al perro. Y después venía el ritual de la taxidermia: rellenar el ave con pan humedecido y sazonado, y realizar la cirugía con una aguja veloz y brillante, puntada tras puntada, bien apretada.

Este era uno de los mayores deleites en los once años de vida de Douglas.

En total, había veinte cuchillos en los diversos cajones chirriantes de aquella mesa mágica de la cocina, de donde la abuela, una anciana de rostro amable y gentil, con el pelo blanco como una bruja bondadosa, extraía los artilugios para sus milagros.

A Douglas se le pedía silencio. Podía quedarse de pie al otro lado de la mesa, frente a la abuela, con la pecosa nariz asomada sobre el borde, observando. Pero cualquier expresión del niño podría interferir con el hechizo. Era maravilloso cuando la abuela blandía los saleros de plata y rociaba una supuesta lluvia de polvo de momia y huesos indios pulverizados sobre el ave, murmurando versos místicos entre sus encías desdentadas.

—Abuelita —dijo Douglas al fin, rompiendo el silencio— ¿Yo soy así por dentro?

Señaló el pollo.

—Sí —dijo la abuela. —Un poco más ordenado y presentable, pero más o menos igual.

—¡Y con más relleno! —añadió Douglas, orgulloso de sus entrañas.

—Sí—dijo la abuela—, con más relleno.

—El abuelo tiene mucho más que yo. Le sobresale por delante y puede apoyar los codos.

La abuela se rio y negó con la cabeza.

Douglas dijo:

—Y Lucie Williams, la de la calle de abajo, ella…

—¡Calla, niño! —exclamó la abuela.

—Pero ella tiene…

—¡No te importa lo que ella tenga! Eso es diferente.

—Pero ¿por qué ella es diferente?

—Un día vendrá una libélula con su aguja de zurcir y te coserá la boca —dijo la abuela con firmeza.

Douglas esperó, y luego preguntó:

—¿Cómo sabes que tengo las entrañas así, abuela?

—¡Anda, vete ya!

Sonó el timbre de la puerta principal.

A través del cristal de la puerta, Douglas vio un sombrero de paja mientras corría por el pasillo. El timbre repiqueteó una y otra vez. Douglas abrió la puerta.

—Buenos días, niño, ¿está la casera?

Unos fríos ojos grises en un rostro largo, liso y del color de la nuez escrutaron a Douglas. El hombre era alto, delgado, llevaba una maleta, un portafolios, un paraguas bajo el brazo doblado, guantes gruesos y grises de rica textura en sus dedos finos y lucía un horrible sombrero de paja nuevo.

Douglas retrocedió.

—Está ocupada.

—Deseo alquilar la habitación de arriba, la del anuncio.

—¡Ya tenemos diez inquilinos y esa habitación está alquilada, váyase!

—¡Douglas! —De repente, la abuela estaba detrás de él. —¿Cómo está usted? —le dijo al extraño. —No haga caso a este niño.

Sin sonreír, el hombre entró muy rígido. Douglas los observó ascender hasta perderlos de vista escaleras arriba, y escuchó a la abuela detallar las comodidades de la habitación superior. Poco después, bajó presurosa para coger sábanas del armario de la ropa blanca y enviar a Douglas volando con ellas.

Douglas se detuvo en el umbral de la habitación. El cuarto había cambiado de manera extraña simplemente porque el forastero había estado en él un momento. El sombrero de paja yacía quebradizo y terrible sobre la cama, y el paraguas se apoyaba rígido contra una pared como un murciélago muerto con las oscuras alas plegadas.

Douglas parpadeó y miró el paraguas.

El extraño se erguía en el centro de la habitación, alto, muy alto.

—¡Aquí tiene!

Douglas dejó la ropa limpia sobre la cama.

—Comemos al mediodía. Sea puntual. Si baja tarde, ¡la sopa se enfriará! ¡La abuela se las arregla para que así sea, siempre!»

El hombre alto y extraño contó diez centavos de cobre nuevos y los hizo tintinear en el bolsillo de la camisa de Douglas.

—Seremos amigos —dijo, sombrío.

Era curioso que el hombre no tuviera más que centavos de cobre. Muchos de ellos. Nada de plata, ni monedas de diez centavos, ni de veinticinco. Solo centavos de cobre nuevos.

Douglas le dio las gracias de mala gana.

—Cambiaré estos por una moneda de diez centavos para echarla en mi alcancía. Ya tengo seis dólares y cincuenta centavos en monedas de diez, listos para mi viaje al campamento en agosto.

—Debo lavarme ahora —dijo el hombre alto.

En una ocasión, a medianoche, Douglas se había despertado al oír una tormenta que rugía fuera: el viento frío e intenso sacudía la casa y la lluvia azotaba la ventana. De repente, un rayo cayó fuera, provocando una explosión silenciosa y terrorífica. Recordaba el miedo que sintió al ver su habitación, extraña y horrible en la luz instantánea.

Así era ahora en este cuarto. Se quedó mirando al extraño. El cuarto ya no era el mismo, sino que había cambiado de manera indefinible porque este hombre, con la rapidez de un rayo, había derramado su luz por todas partes. Douglas retrocedió lentamente mientras el desconocido avanzaba.

La puerta se cerró en su cara.


El tenedor de madera subió con puré de patatas y bajó vacío. El señor Koberman —pues ese era su nombre— había traído consigo el tenedor, el cuchillo y la cuchara de madera cuando la abuela anunció el almuerzo.

—Señora Spaulding —dijo en voz baja—, mis propios cubiertos, por favor, úselos. Hoy tomaré el almuerzo, pero a partir de mañana, solo el desayuno y la cena.

La abuela entraba y salía apresurada, trayendo platos de sopa, judías y puré de patatas para impresionar a su nuevo inquilino, mientras Douglas se sentaba haciendo tintinear sus cubiertos de plata contra el plato, porque había descubierto que eso irritaba al señor Koberman.

—Conozco un truco —dijo Douglas. —Observe.

Pulsó un diente del tenedor con la uña. Apuntó a varios sectores de la mesa como un mago. Dondequiera que señalaba, surgía el sonido del diente del tenedor vibrando, como la voz metálica de un elfo. Era algo sencillo, por supuesto. Presionaba secretamente el mango del tenedor contra la superficie de la mesa. La vibración surgía de la madera, como de una caja de resonancia. Parecía completamente mágico.

—¡Allí, allí y allí! —exclamó Douglas, haciendo vibrar nuevamente el tenedor. Señaló la sopa del señor Koberman y el ruido pareció emanar de ella.

El rostro color nuez del señor Koberman se volvió duro, firme y terrible. Apartó violentamente el tazón de sopa, con los labios crispados. Se echó hacia atrás en la silla.

Apareció la abuela.

—Vaya, ¿qué ocurre, señor Koberman?

—No puedo tomar esta sopa.

—¿Por qué?

—Porque estoy satisfecho y no puedo comer más. Gracias.

El señor Koberman abandonó la habitación, fulminándolos con la mirada.

—¿Qué hiciste ahora? —le preguntó la abuela a Douglas con brusquedad.

—Nada. Abuela, ¿por qué come con cucharas de madera?

—¡No es asunto tuyo! ¿Cuándo vuelves a la escuela?

—En siete semanas.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó la abuela.


El señor Koberman trabajaba de noche. Regresaba misteriosamente cada mañana a las ocho, tomaba un pequeño desayuno y luego dormía en su habitación, sin hacer ruido, durante todo el caluroso día, hasta que por la noche cenaba con el resto de los inquilinos.

Los hábitos de sueño del señor Koberman obligaban a Douglas a mantenerse en silencio. Esto era insoportable para él, así que, cada vez que la abuela se ausentaba de casa, Douglas subía y bajaba las escaleras golpeando un tambor, rebotando pelotas de golf o, simplemente, gritaba durante tres minutos fuera de la puerta del señor Koberman o descargaba la cadena del retrete siete veces seguidas.

El señor Koberman nunca se movía. Su habitación permanecía en silencio y oscura. No se quejaba. No se oía ningún sonido. Seguía durmiendo. Era muy extraño.

Douglas sintió arder dentro de sí una llama de odio de un blanco puro, con una belleza constante e inalterable. Aquella habitación era ahora la Tierra de Koberman. Antaño había sido luminosa, un lugar lleno de flores, cuando la señorita Sadlowe vivía allí. Ahora era austera, desnuda, fría, limpia, con todo en su lugar, ajena y frágil.

En la cuarta mañana, Douglas subió las escaleras.

A mitad de camino del segundo piso había una gran ventana inundada de sol, enmarcada por cristales de quince centímetros en tonos naranja, púrpura, azul, rojo y borgoña. En las encantadas horas de la mañana, cuando el sol se deslizaba por el pasamanos para golpear el rellano de la escalera, Douglas se quedaba fascinado ante ella, observando el mundo a través de los cristales multicolores.

Ahora era un mundo azul, un cielo azul, gente azul, tranvías azules y perros trotando azules.

Cambió de cristal. Ahora… ¡un mundo ámbar! Pasaron dos mujeres en tono limón, parecían las hijas de Fu Manchú. Douglas rio. Este cristal hacía que incluso la luz del sol pareciera más dorada.

Eran las ocho de la mañana. Abajo, el señor Koberman pasó caminando de regreso de su trabajo nocturno, con el bastón colgando del brazo y el sombrero de paja pegado a la cabeza con brillantina.

Douglas cambió de cristal otra vez. El señor Koberman era un hombre rojo caminando por un mundo rojo con árboles rojos y flores rojas y… algo más.

Algo sobre… el señor Koberman.

Douglas entrecerró los ojos.

El cristal rojo hacía cosas al señor Koberman. Su cara, su traje y sus manos. La ropa parecía desvanecerse. Douglas casi creyó, por un instante terrible, que podía ver dentro del señor Koberman. Y lo que vio le hizo apoyarse contra el cristal rojo, parpadeando.

En ese momento, el señor Koberman miró hacia arriba, vio a Douglas y blandió su bastón-paraguas con ira, como si fuera a atacar. Corrió rápidamente a través del césped rojo hacia la puerta principal.

—¡Jovencito! —gritó, subiendo las escaleras. —¿Qué estabas haciendo?

—Solo mirando —dijo Douglas, aturdido.

—¿Eso es todo? —exclamó el señor Koberman.

—Sí, señor. Miro a través de todos los cristales. Todo tipo de mundos. Azules, rojos, amarillos… Todos diferentes.

—¡Todo tipo de mundos, eh! —El señor Koberman miró los pequeños cristales, con el rostro pálido. Se recompuso. Se limpió la cara con un pañuelo y fingió reír.

—Sí, todo tipo de mundos. Todos diferentes.

Caminó hasta la puerta de su habitación.

—Adelante, sigue jugando —dijo.

La puerta se cerró. El pasillo quedó vacío. El señor Koberman había entrado.

Douglas se encogió de hombros y encontró un nuevo cristal.

—¡Oh, todo es violeta!


Media hora más tarde, mientras jugaba en su arenero detrás de la casa, Douglas oyó el estruendo de cristales rotos. Se puso en pie de un salto.

Un momento después, la abuela apareció en el porche trasero con la vieja correa de afilar navajas en una mano temblorosa.

—¡Douglas! ¡Te he dicho una y otra vez que nunca lances tu balón de baloncesto contra la casa! ¡Oh, me dan ganas de llorar!

—No me he movido de aquí —protestó.

—¡Ven a ver lo que has hecho, niño malcriado!

Los cristales de colores yacían destrozados en un caos multicolor en el descanso de la escalera. Su balón de baloncesto reposaba entre las ruinas.

Antes de que pudiera intentar proclamar su inocencia, Douglas recibió una docena de golpes punzantes. Dondequiera que se volvía, gritando, la correa volvía a golpearle.

Más tarde, Douglas se compadecía de los golpes recibidos escondiendo la cabeza en el arenero como un avestruz. Sabía quién había lanzado el balón. Un hombre con sombrero de paja, un paraguas rígido y una habitación fría y gris. Sí, sí, sí. Las lágrimas afloraban a sus ojos. Pero espera. Ya verás.

Oyó a la abuela barriendo los cristales rotos. Los recogió y los arrojó al cubo de la basura. Meteoros de cristal azul, rosa y amarillo cayeron brillantes.

Cuando se marchó, Douglas se arrastró, gimoteando, para rescatar tres pedazos del increíble cristal. Al señor Koberman no le gustaban las ventanas de colores. Estos trozos —los hizo tintinear entre sus dedos— valdría la pena guardarlos.


El abuelo llegaba de su oficina en el periódico poco antes que los demás inquilinos, a las cinco en punto. Cuando unos pasos lentos y pesados llenaban el vestíbulo, y un grueso bastón de caoba golpeaba en el paragüero, Douglas corría a abrazar la gran barriga de su abuelo y a sentarse en sus rodillas mientras este leía el periódico vespertino.

—¡Hola, abuelo!

—¡Hola, pequeño!

—Hoy la abuela volvió a despiezar pollos. Es divertido verlo —dijo Douglas.

El abuelo siguió leyendo.

—Es la segunda vez esta semana que corta pollos. Es la mujer de los pollos. ¿Te gusta ver cómo lo hace, ¿eh? ¡Eres un pequeño granuja de sangre fría! ¡Ja!

—Solo soy curioso.

—Lo eres —murmuró el abuelo, frunciendo el ceño. —¿Recuerdas aquel día cuando mataron a esa joven en la estación de tren? Simplemente te acercaste y la miraste, pese a la sangre… —rio— eres un bicho raro. Sigue así. No temas nunca a nada en tu vida. Supongo que lo has heredado de tu padre, que era hombre de armas. Tú estabas muy unido a él antes de venir a vivir aquí, el año pasado.

El abuelo volvió a su periódico.

Una larga pausa.

—¿Abuelo?

—¿Sí?

—¿Qué pasaría si un hombre no tuviera corazón, pulmones ni estómago, pero aun así caminara por ahí, vivo?

—Eso —gruñó el abuelo—, sería un milagro.

—No, no me refiero a un milagro. Me refiero a que todo fuera diferente por dentro. No como yo.

—Bueno, entonces no sería del todo humano, ¿verdad, chico?

—Supongo que no, abuelo. Abuelo, ¿tú tienes corazón y pulmones?

El abuelo se rio entre dientes.

—Bueno, a decir verdad, no lo sé. Nunca los he visto. Nunca me he hecho una radiografía, nunca he ido al médico. Quizá sea sólido como una patata.

—¿Yo tengo estómago?

—¡Claro que sí! —gritó la abuela desde la entrada de la sala. —¡Porque yo lo alimento! Y tienes pulmones, gritas lo suficientemente fuerte como para despertar a los muertos. Y tienes las manos sucias, ¡ve a lavártelas! La cena está lista. Abuelo, vamos. Douglas, ¡muévete!

Si el abuelo tenía intención de seguir interrogando a Douglas sobre la extraña conversación, perdió su oportunidad entre la avalancha de inquilinos que bajaban las escaleras. Si la cena se retrasaba un instante más, la abuela y las patatas se volverían insoportables.

Los inquilinos, riendo y hablando en la mesa —el señor Koberman permanecía hosco y silencioso entre ellos—, guardaron silencio cuando el abuelo se aclaró la garganta. Habló de política unos minutos y luego pasó al intrigante tema de las recientes y misteriosas muertes ocurridas en la ciudad.

—Es suficiente para hacer que un viejo editor de periódico aguce el oído —dijo, mirándolos a todos. —La joven señorita Larson, que vivía al otro lado del barranco. La encontraron muerta hace tres días sin motivo aparente, solo con una especie de tatuajes extraños por todo el cuerpo y una expresión facial que haría estremecer a Dante. Y esa otra joven, ¿cómo se llamaba? ¿Whitely? Desapareció y nunca regresó.

—Esas cosas pasan todo el tiempo —dijo el señor Britz, el mecánico del garaje, mientras comía— ¿Han echado un vistazo al archivo de la Oficina de Personas Desaparecidas? Es así de largo —lo ilustró con un gesto—. Nunca se averigua qué le ocurre a la mayoría de ellas.

—¿Alguien quiere más relleno?

La abuela servía generosas porciones del interior del pollo. Douglas observaba, pensando en cómo ese pollo tenía dos tipos de entrañas: las hechas por Dios y las hechas por el hombre.

Bueno, ¿y qué tal tres tipos de entrañas?

¿Eh?

¿Por qué no?

La conversación continuó sobre la misteriosa muerte de tal y cual, y, oh, sí, recuerdan hace una semana, Marion Barsumian murió de un fallo cardíaco, pero quizás no está relacionado, ¿o sí? ¡Estás loco! Olvídalo, ¿para qué hablar de esto en la mesa? En fin.

—Nunca se sabe —dijo el señor Britz. —Tal vez tengamos un vampiro en la ciudad.

El señor Koberman dejó de comer.

—¿En el año 1927? —dijo la abuela—. ¿Un vampiro? Vamos, no diga tonterías.

—Claro —dijo el señor Britz—. Se matan con balas de plata. Cualquier cosa de plata, en realidad. Los vampiros odian la plata. Lo leí en un libro, no sé dónde. Sí, lo recuerdo bien.

Douglas miró al señor Koberman, que comía con cuchillos y tenedores de madera y solo llevaba centavos de cobre nuevos en el bolsillo.

—No es juicioso —dijo el abuelo— querer dar un nombre a todo. No sabemos qué es un duende, un vampiro o un trol. Podrían ser muchas cosas. No se los puede meter en categorías, etiquetarlos y decir que actuarán de una u otra manera. Eso es una tontería. Son personas. Personas que hacen cosas. Sí, así es como hay que decirlo: personas que hacen cosas.

—Disculpen —dijo el señor Koberman—, que se levantó y salió para dirigirse, como todas las noches, a su trabajo.


Las estrellas, la luna, el viento, el tictac del reloj, el tañido de las horas hasta el amanecer, el sol saliendo, y he aquí otra mañana, otro día, y el señor Koberman caminando por la acera de regreso de su trabajo nocturno. Douglas se mantuvo apartado, como un pequeño mecanismo que trabaja y observa con ojos microscópicos.

Al mediodía, la abuela fue a la tienda a comprar víveres.

Como siempre que la abuela no estaba, Douglas gritó en la puerta del señor Koberman durante tres minutos. Como de costumbre, no hubo respuesta. El silencio era horrible.

Bajó corriendo las escaleras, cogió la llave maestra, un tenedor de plata y tres pedazos del cristal de color que había guardado de la ventana rota. Encajó la llave en la cerradura y abrió la puerta lentamente.

La habitación estaba en penumbra, con las persianas bajadas. El señor Koberman yacía sobre las sábanas, con ropa de dormir, respirando suavemente, arriba y abajo. No se movía. Su rostro estaba inmóvil.

—¡Hola, señor Koberman!

Las paredes incoloras hacían eco de la respiración regular del hombre.

—¡Señor Koberman, hola!

Douglas avanzó rebotando una pelota de golf. Gritó. No hubo respuesta.

—¡Señor Koberman!

Inclinándose, Douglas apoyó los dientes del tenedor de plata en la cara del hombre dormido.

El señor Koberman se estremeció. Se retorció. Gimió amargamente.

Responde. Bien. Estupendo.

Douglas sacó un trozo de cristal azul de su bolsillo. Al mirar a través del fragmento de cristal, se encontró en una habitación azul, en un mundo azul diferente al mundo que conocía. Tan diferente como lo era el mundo rojo. Muebles azules, cama azul, techo y paredes azules, utensilios de madera azules sobre la cómoda azul, y el sombrío azul oscuro de la cara y los brazos del señor Koberman, y su pecho azul subiendo y bajando. Además…

Los ojos del señor Koberman estaban abiertos de par en par y lo miraban con una oscuridad hambrienta.

Douglas retrocedió y apartó el cristal azul de sus ojos.

Los ojos del señor Koberman estaban cerrados.

Cristal azul de nuevo: abiertos. Cristal azul retirado: cerrados. Cristal azul otra vez: abiertos. Retirado: cerrados. Era extraño. Douglas repitió el experimento una y otra vez, temblando. A través del cristal, los ojos parecían mirarle ávidos y hambrientos a través de los párpados cerrados del señor Koberman. Sin el cristal azul, parecían firmemente cerrados.

Pero ¿y el resto del cuerpo…?

La ropa de dormir se desvanecía. El cristal azul tenía algo que ver con ello. O quizá eran las propias ropas, simplemente por estar sobre él. Douglas lanzó un grito.

¡Estaba mirando a través de la pared del estómago del Señor Koberman, justo dentro de él!

El señor Koberman era sólido.

O, casi sólido…

En su interior había formas de tamaños extraños.

Douglas se quedó atónito durante cinco minutos, pensando en los mundos azules, los mundos rojos, los mundos amarillos, uno al lado del otro, conviviendo como los cristales de la gran ventana de la escalera. Uno al lado del otro, los cristales de colores, los mundos diferentes; el propio Señor Koberman lo había dicho.

Así que por eso se había roto la ventana de colores.

—¡Señor Koberman, despierte!

No hubo respuesta.

—Señor Koberman, ¿dónde trabaja por la noche? Señor Koberman, ¿dónde trabaja?

Una leve brisa agitó la persiana azul de la ventana.

—¿En un mundo rojo, verde o amarillo, señor Koberman?

Sobre todo, había un silencio de cristal azul.

—Espere un momento —dijo Douglas.

Bajó a la cocina, abrió el gran cajón chirriante y escogió el cuchillo más grande y afilado.

Con mucha calma, caminó hacia el pasillo, subió de nuevo las escaleras, abrió la puerta de la habitación del señor Koberman, entró y la cerró, sosteniendo en una mano el afilado cuchillo.


La abuela estaba ocupada amasando una tarta cuando Douglas entró en la cocina y puso algo sobre la mesa.

—Abuela, ¿qué es esto?

La mujer levantó la vista brevemente por encima de las gafas.

—No lo sé.

Era algo cuadrado, como una caja, y elástico, de color naranja brillante. Tenía adheridos cuatro tubos rectangulares de color azul. Olía raro.

—Abuela, ¿habías visto algo así alguna vez?

—No.

—Eso pensaba yo.

Douglas lo dejó allí y salió de la cocina. Cinco minutos después, volvió con otra cosa.

—¿Qué te parece esto?

Depositó una cadena de color rosa brillante con un triángulo púrpura en un extremo.

—No me molestes —dijo la abuela—, es solo una cadena.

La siguiente vez regresó con las manos llenas. Un anillo, un cuadrado, un triángulo, una pirámide, un rectángulo y… Otras formas. Todas eran flexibles y elásticas, y parecían estar hechas de gelatina.

—Esto no es todo —dijo Douglas, dejando las cosas en el suelo—, hay más de donde vino esto.

—Sí, sí —dijo la abuela, con el tono distraído de una persona ocupada.

—Te equivocaste, abuela.

—¿Sobre qué?

—Sobre que todas las personas son iguales por dentro.

—Deja de decir tonterías.

—¿Dónde está mi alcancía?

—En la repisa, donde la dejaste.

—Gracias.

Entró en la sala y tomó su alcancía.

El abuelo volvió de la oficina a las cinco.

—Abuelo, sube conmigo.

—Claro, hijo, ¿por qué?

—Tengo algo que mostrarte. No es agradable, pero es interesante.

El abuelo rio entre dientes y siguió a su nieto hasta la habitación del señor Koberman.

—La abuela no debe saber de esto, no le gustaría —dijo Douglas y abrió la puerta de par en par. —Mira.

El abuelo se quedó boquiabierto.


Douglas recordaría las siguientes horas durante el resto de su vida. De pie junto al cuerpo desnudo del Señor Koberman, el forense y sus asistentes. La abuela, abajo, preguntando a alguien:

—¿Qué ocurre allá arriba?

Y el abuelo diciendo, tembloroso:

—Me llevaré a Douglas a unas largas vacaciones para que pueda olvidar todo este horrible asunto. ¡Horrible, horrible asunto!

—¿Por qué debería ser malo? No veo nada malo —dijo Douglas—. No me siento mal.

El forense se estremeció y dijo:

—Koberman está muerto, sin duda.

Su asistente sudaba.

—¿Vio esas cosas en las bandejas de agua y en el papel de envolver?

—Oh, Dios mío, Dios mío, sí, las vi.

—Cristo.

El forense se inclinó de nuevo sobre el cuerpo del señor Koberman.

—Esto es mejor que se mantenga en secreto, muchachos. No fue un asesinato. Fue una suerte que el chico actuara. Dios sabe qué podría haber ocurrido si no lo hubiera hecho.

—¿Qué era Koberman? ¿Un vampiro? ¿Un monstruo?

—Tal vez. No lo sé. Algo… no humano.

El forense movió sus manos con habilidad sobre la sutura.

Douglas estaba orgulloso de su trabajo. Se había tomado muchas molestias. Había observado atentamente a la abuela y no había olvidado nada. Aguja, hilo y todo lo demás. En general, el señor Koberman estaba tan bien cosido como cualquiera de los pollos enviados al infierno por la abuela.

—Oí al chico decir que Koberman siguió vivo incluso después de que le sacaran todas esas cosas —dijo el forense mirando los triángulos, cadenas y pirámides flotando en las bandejas de agua. —Siguió viviendo. Dios.

—¿El chico dijo eso?

—Lo hizo.

—Entonces, ¿qué mató a Koberman?

El forense retiró unos pocos hilos de la costura.

—Esto… —dijo.

La luz del sol destelló fríamente sobre un tesoro a medio revelar: seis dólares y setenta centavos en monedas de plata de diez centavos dentro del pecho del Señor Koberman.

—Creo que Douglas hizo una sabia inversión —dijo el forense—, volviendo a coser rápidamente la carne sobre el «relleno».

FIN

Ray Bradbury - El hombre del piso de arriba
  • Autor: Ray Bradbury
  • Título: El hombre del piso de arriba
  • Título Original: The Man Upstairs
  • Publicado en: Harper’s Magazine, marzo de 1947
  • Aparece en: Dark Carnival (1947)
  • Traducción: Juan Pablo Guevara para Lecturia

No te pierdas nada, únete a nuestros canales de difusión y recibe las novedades de Lecturia directamente en tu teléfono: